PLATOS PARA ALIMENTAR NOSTALGIAS

 

Octavio Hernández Jiménez

 

    Hay dos temporadas del calendario cristiano, con fuerte influencia en la cocina colombiana o latina: la Cuaresma y la Navidad. En estos dos ciclos, la comida se caracteriza por ser, más que todo, doméstica. Una comida teñida por la nostalgia de vivencias infantiles.

 

La cocina de la infancia se aclimató en nuestro cerebro y se impregnó de nostalgia a través de las vivencias del gusto, el olfato, la vista y el tacto. Buen olor, buen color, buen sabor.

 

Navidad es tiempo de repetir, en casa, los famosos dulces de la abuela. Dulces de papaya verde, de papayuelo o tapaculo, tan escaso ya en las huertas caldenses, de brevas caladas con rebanada de queso a un lado, de moras, de cáscaras de limón o de la infaltable guayaba; las frutas que más abundaban en las espaciosas huertas de las viejas casas. Se servían a la familia o a las visitas, con un vaso de leche, a la hora del algo o se mandaba a los muchachos a que llevaran la pruebita a la demás familia o a los vecinos. Era una tarjeta gastronómica de Navidad.  

 

Después de saborear esos platicos, los muchachos dejaban la visita comiendo prójimo mientras ellos se iban a jugar a la calle. Era una época en que no había tantos peligros acechando.

 

Existe un catálogo de platos que podríamos considerar infaltables pero con particularidades con respecto a otras zonas del país. Entre los caldenses, a la natilla de maíz amarillo, pasada por la máquina de moler en varias ocasiones, colada en leche, se revuelve panela, astillas de canela y clavos, coco, algo de queso y mantequilla de vaca. De pronto se santigua con unos tragos de aguardiente.

 

La natilla es una actividad familiar que dura todo un día, desde la mañana en que se empieza por quebrar por primera vez el maíz amarillo, antes de colarlo y volver a molerlo, hasta medio día cuando se prende el fogón de leña, en el patio, y se empieza a revolver la colada, poco a poco, hasta dejar sudando a los que la revuelven; la preparación de las vasijas para vaciar la natilla, sobre la mesa y, luego, con los buñuelos ya listos, ir despachando plato tras plato para el vecindario. El plato iba cubierto con servilletas de tela, bordadas por la mamá o las hermanas; no había llegado aún, a las cocinas, el papel de aluminio tan en boga en las cocinas de hoy.

 

Se atravesaba la calle con el tapado. “Que aquí le manda mi mamá la pruebita”. “Gracias, mijo, llévele este platico de la mía”. Cuando los muchachos regresaban, el jefe del hogar ya había desprendido la pega de la natilla de las paredes de la olla renegrida por fuera, le había revuelto leche y, en forma de ronda, a cada hijo iba dando una apetitosa cucharada. Por la noche se había despachado toda la natilla y, si mucho, quedaban unas bandejas para ir comiendo de a pedazos en los días posteriores. Después de dos días, había que lavarla para desprenderle la lama, partirla, echarle leche y calentarla antes de dar cuenta del delicioso plato.

 

Hay personas que no gustan de la natilla con clavos pero sí los utilizan para el dulce de breva y el arroz con leche. Otros esparcen pasas en el arroz con leche que no se hace el 24 de diciembre, porque la cocina está ocupada en platos más complejos, pero sí en las tardes de vacaciones. Las adolescentes tienen tiempo para entrenarse en la cocina haciendo arroz con leche.  La nuez moscada se utiliza para tortas de ponqué. En pastelería se utilizaban vinos baratos, ausentes en la elaboración de otros platos como carnes, pescado o ensaladas.

 

     No es difícil encontrar a quien no saborea la natilla y para justificar su gusto utilizan un apunte sarcástico según el cual la natilla es tan maluca que la hacen únicamente una vez al año y la hacen para regalarla.

 

     De acuerdo con las regiones de origen o en las que se ha vivido y sus influencias foráneas, son los recuerdos de Navidad.

 

Un bocado, ya no dulce sino salado, de mucho consumo en esta temporada, en Caldas, es la morcilla fabricada, en casa, el mismo 24 de diciembre, con base en el aparato digestivo del cerdo; con su intestino, buche, bofe y sangre. El orégano, el arroz y la cebolla, por bultos, son indispensables.

 

El secreto de la mejor morcilla está en el buen lavado de las tripas, con ‘jabón de fábrica’ y hojas de guayabo. En estas fiestas cocinan la morcilla, en fogón de leña seca, en el patio de las casas de campo o en los barrios populares. Se come con plátano verde cocinado en ese caldo que levanta muertos y despierta borrachos.

 

Hay platos que no son muy comunes porque no se tiene el sitio o la oportunidad de elaborarlo. Por este tiempo, los afrocolombianos que habitaban el Valle del Risaralda cocinaban plátanos maduros, de esos de cáscara negra y azúcar concentrado, en las pailas hirvientes en que elaboraban la panela. Al sacarlos los partían a lo largo y les echaban queso.

 

Las señoras de los patrones envolvían esos plátanos cocinados en un pan fabricado con harina de trigo, huevo y leche y luego lo volvían a freír. Plátano apanado cuya tradición, en el Valle del Cauca dio origen al aborrajado que, en Guapi lo llaman Jujú, en el Magdalena le dicen callelle y Dala en Tumaco.

 

Existe el “aborrajado caldense”. Se fritan las tajadas de plátano bien maduro. Luego, se sacan y se les coloca en la mitad tajaditas de queso. Se envuelven sobre sí, se cubren en una colada de harina de trigo y se echan a fritar.

 

     Ah, muchos podrían catalogar los preparativos gastronómicos para el Año Nuevo como una prolongación de la comida navideña, pero no hay tal. Hay familias de caldenses que no van a clubes o playas pero consumen, a la media noche, tamales con chocolate y crocantes hojuelas.

 

     A media libra de harina de trigo se mezcla una cucharada de mantequilla, una cucharada de sal, dos cucharadas de azúcar, dos cucharadas de agua para amasar, el jugo de dos naranjas y mucho amor. Ah, no olviden el rodillo o una botella para convertir la masa en una tela finísima que se va partiendo con el cuchillo en dedos de unos ocho centímetros de largo. El aceite debe estar caliente y el azúcar se espolvorea sobre las hojuelas apenas salen del sartén. Se recomienda que la señora que acaba de hacer las hojuelas, las escondan bajo llave si no quiere que, para el momento indicado, no tenga qué servir porque la familia se comió las hojuelas al escondido.

 

Al abrir un humeante tamal caldense, ante los ávidos ojos, se ofrece toda una lección de historia: los antioqueños trajeron sus tamales pero poco a poco fueron reformados, por influencia caucana y tolimense.

 

Por las peculiaridades, el tamal caldense es distinto al antioqueño, tolimense y santandereano. Mientras que, en los tamales antioqueños ofrecen moles, montañas de insípida masa de maíz, arenosa por haberla molido toscamente y a las que se añaden enormes presas enteras de cerdo o pollo con pellejo y huesos (tamal de arriero o camionero, para ofrecer a los varados en los derrumbes), en el tamal caldense la masa es más escasa, finamente molida, transparente y se amasa con la sustancia en que se cocinaron las carnes (influencia caucana). Es tan suave la masa del tamal caldense que se diluye en la boca con la sola presión de la lengua sobre el paladar.

 

El tamal caldense lleva legumbres y las carnes son sazonadas con más tiempo. Dos días antes de elaborarlos se pone a remojar el maíz. Las carnes para los tamales, de cerdo y pollo o de una sola clase, se adobaban, en muchos hogares caldenses de antaño, fuera de los ingredientes tradicionales, como los cominos, con hojitas de laurel y de orégano. A ese guiso se le revuelve una porción de arroz y arvejas. La contribución tolimense más tenida en cuenta en lo que respecta a los tamales caldenses es la del arroz, planta cultivada en forma industrial en los valles cálidos del Magdalena.

 

En Pensilvania se hicieron famosos los tamales de Garrapata. Sí. Así llamaban a quien los hacía y vendía, todos los días por la noche, en el parque. “Tenían lo mismo que los demás pero no sabían igual”. La hoja en que se envuelven es de congo. Se amarran con una cabuya limpia. Al servirlos, con arepa, chocolate sin leche o una tazada de tinto negro, los tamales caldenses parecen tarjetas de exquisito lujo. Como no son muy grandes, por favor, ¡páseme otro! ¡O guárdemelo para el desayuno de Año Nuevo!

 

En casa de la abuela no hacían cena de San Silvestre pues se iban para Misa de Gallo, sino almuerzo de Año Nuevo con todos los alamares entre los cuales no podía faltar el postre de pan. Las tías le quitaban, a un pan, la piel y quedaba la masa tierna que se metía en una mezcla de leche con azúcar. Luego, encima, una capa de salsa inglesa y, sobre ella, dulce de mora o bocadillo de guayaba; nuevamente una capa de pan endulzado, otra capa de salsa inglesa y se coronaba con otra franja de dulce o bocadillo; para rematar, una cúpula de clara batida a modo de suspiro.

 

Para el primer almuerzo del año, la tía Teresa había utilizado, en la tarde del día anterior, la masa de las hojuelas para hacer los anhelados pastelitos con carne dentro o con dulce de guayaba. Los adultos preferían los primeros y, los niños, los segundos.

 

Cogía la masa de la hojaldra y la enredaba en medio plátano verde para meterla a fritar en el sartén hirviendo. Al sacarla, le quitaba el medio plátano por lo que el hojaldre asumía la forma de un cono o vasija, más ancha arriba que abajo. Cuando se enfriaban, las llenaba con atún o carne de cerdo y res revueltos con huevo duro picado, espinacas o alguna clase de queso cremoso. Para los niños, las rellenaba con jalea de frutas, como mango, mora o la lujuriosa guayaba. Pasados los años vine a conocer el origen cubano de estos pastelitos.

  

Nostalgias de infancia que se vuelven irresistibles en temporadas como esta de fin y comienzo de Año.