ANTONIO NARIÑO Y DON QUIJOTE

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Conocí al Pbro.  Gonzalo Sánchez, doctor en Historia Eclesiástica de la Universidad Gregoriana de Roma y brillante profesor de Historia Eclesiástica en Roma, Canadá, Bogotá y Manizales. Se considera su biblioteca, en asuntos de historia, una auténtica joya que tuvo que trasladar de Manizales a Bogotá, por desavenencias del cura con el arzobispo que prescindió de los servicios de los Sulpicianos como orientadores del Seminario Mayor de Manizales.

 

Traté con Gonzalo cuando el país celebraba el segundo centenario del nacimiento de don Antonio Nariño, precursor de la Independencia colombiana (1765-1965). Gonzalo era un estudioso aventajado de la vida del prócer hasta el punto que participó en un programa de televisión nacional titulado “Miles de pesos por sus respuestas” y triunfó, de punta a punta, en las sucesivas sesiones semanales de aquel concurso. Por medio de la conversación y de los libros que me prestaba, Gonzalo me indujo en el respeto y la veneración por don Antonio Nariño, en su ideario y sus obras enmarcadas en los más absurdos reveses.

 

Imposible que se olviden los Derechos del Hombre y del Ciudadano que tradujo Nariño e imprimió, en compañía de don Diego Espinosa, en la Imprenta Patriótica que aún se encuentra, como recuerdo, en el Museo Nacional. El primero de los derechos, impresos en 1793, reza así: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales no pueden fundarse sino sobre la utilidad común”. El segundo dice: “El objeto de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son: la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”. Nariño fue acusado de tres delitos: impresión clandestina de los Derechos del Hombre, conato de sedición y elaboración de pasquines.

 

Pagó caro por sus atrevimientos. Don Antonio Nariño había leído y releído, en la intimidad de su rica biblioteca, aquello que recomendó Don Quijote: “La cosa que más necesita el mundo es de caballeros andantes” (VII) y, él mismo, igual que quien lo había dicho, se armó como el Caballero Andante de la Independencia Colombiana. Trazaba caminos, empezaba a recorrerlos y cuando llegaba el momento del triunfo, don Antonio Nariño estaba prisionero. Las coronas de laurel lucieron y las músicas marciales sonaron para otros. Por ese motivo, no aparece entre los firmantes del Acta de la Independencia (en 1810), ni estuvo presente en la Batalla de Boyacá (en 1819), ni entró glorioso a las plazas mayores de los actuales países ‘bolivarianos’. Si no lo hubieran apresado periódicamente habría sido nuestro Libertador.

 

Podemos hablar de una familiaridad entre don Antonio Nariño y don Quijote, desde el nacimiento de esa pasión desbordada por los libros que unía a los dos caballeros. Los libros de don Alonso Quijano fueron lanzados por la ventana al patio y quemados tratando de sofocar la locura del dueño; la biblioteca de don Antonio Nariño, que albergaba 6.000 volúmenes, en 1794, fue escrutada, y, el alguacil Martínez Malo, confiscó los libros entre los cuales estaba El Quijote,  en cuatro tomos, tratando de detener la calentura de la libertad que empezaba a cundir por la América española.

 

La crónica del decomiso de los libros de Nariño es apasionante: buscando favorecerlos y que no quedase constancia de las obras que consultaba como ideólogo de la libertad, el Precursor escondió los baúles cargados de libros, en casa de una amiga; ella, nerviosa, los mandó para casa de un hermano de ella; este los remitió al convento de los capuchinos y el fraile Andrés Gijón, amigo de Nariño, los ocultó en una celda. Denunciado, fue allanado el convento, confiscados los libros y entregados a la Inquisición. Don Antonio Nariño, como don Miguel de Cervantes, “padrastro de Don Quijote”, su doble en varios aspectos, estuvieron encarcelados en distintas ocasiones. La justicia, propia del sistema político de esa época, como gavilán de afiladas uñas, no los perdió de vista.

 

La alusión que hace Antonio Nariño de la obra de Cervantes es la que aparece en su periódico La Bagatela correspondiente al 26 de diciembre de 1811 cuando, bajo el título “Noticias venidas por el Correo de ayer”, comenta: “Dejemos pretensiones vanas y quiméricas; aún no podemos ser simples ciudadanos, libres e independientes, y ya todos queremos ser soberanos; preferimos este quijotismo de ocho días a una libertad permanente”. El tono admonitorio es despectivo pero el mensaje es duradero.

 

Aún faltaba más de un siglo para que Don Miguel de Unamuno bosquejara una teoría sobre el quijotismo, en su obra Del Sentimiento Trágico de la Vida: “¿Qué ha dejado a la Kultura Don Quijote? Y diré: ¡El Quijotismo!, y no es poco. Todo un método, toda una epistemología, toda una estética, toda una lógica, toda una ética, toda una religión sobre todo, es decir, toda una economía a lo eterno y lo divino, toda una esperanza en lo absurdo racional”.

 

Vidas paralelas e idearios afines hacen de Antonio Nariño y Alonso Quijano, dos hidalgos, en el sentido más estricto de la palabra. Mi amor por la obra y la repercusión histórica de Nariño se originó al contemplar en él una especie de Quijote criollo de alma, cuerpo y destino. El amor por el personaje cervantino se incrementó en mí por haber servido de modelo a nuestro Precursor y, en buena parte, a todos aquellos que ofrendaron la vida, como en otros molinos de viento, por defender las locuras del Caballero Andante.

 

No bastó que sobreviniera la muerte para que los huesos de Nariño, por fin, pudieran descansar. Fue enterrado en el templo de Villa de Leiva (1823), Zipaquirá (1857) y Barranquilla (1885). Luego, la familia empacó los restos y los llevó a Panamá (1885); salvados de un incendio regresaron por Medellín, camino de Bogotá (1907), en donde reposan, en la Catedral Primada, junto a la osamenta de Don Gonzalo Ximénez de Quesada que, para Germán Arciniegas, fue la personificación, en más de un asunto, del espíritu quijotesco.

 

Y podemos mencionar, aquí, el cruce del destino quijotesco con el destino del fundador de Bogotá. Por la nobleza de las causas que defendieron, el pasado andariego, la capacidad para reponerse y salir fortalecidos de traumas aparentemente insuperables (resiliencia), desde la Colonia empezó a correr la leyenda de que el Adelantado Gonzalo Ximénez de Quesada era sobrino de Don Alonso Quijano (o Quesada o Quijada). Por la muerte en la pobreza de los tres personajes y aún por la serena y simbólica escultura yacente de Ximénez de Quesada, obra de Luis Alberto Acuña, que se encuentra en la capilla de Santa Isabel de Hungría de la Catedral, hay quienes identifican este monumento, con la tumba de Don Quijote de la Mancha. La tumba de nuestros tres próceres.

 

 

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