AQUELLOS OTROS SERES QUE NOS HAN ACOMPAÑADO

 

Octavio Hernández Jiménez  

 

Tal vez por ser herederos de paisas de hacha y machete, muchos caldenses, entre los que se cuentan  los manizaleños, no siempre hemos tenido una relación cordial con la naturaleza. Especies animales y vegetales han sufrido el efecto devastador de la colonización antioqueña y de las otras que nos han caído encima.

 

En cuanto a los árboles, su sombra “fresca y movediza” no la necesitamos más que en rigurosos veranos.  En cuanto a la naturaleza agreste, vivimos en la ensoñación que nace de contemplarla de lejos. No es verde; es azul.  Somos expertos en paisajes con todas las tonalidades del verde pero allá lejos, tan lejos que se confunden con las nubes. Un alcalde muy “fresco” comentó un día por un programa radial que Manizales no necesitaba parques porque bastaba con asomarse a la ventana para divisar las montañas. Como si los parques fueran únicamente para recrear los ojos.

 

Respecto al área urbana, los parques de Caldas y el de Colón, en el barrio San José, han sido bullosas salacunas de nidos y pájaros. Al llegar la mañana y la tarde, la algarabía era grande y placentera. En otros tiempos, sus senderos frecuentados por ancianos y niños eran paseos de tórtolas camineras. Pero les llegó su juicio final.

 

La Avenida Cervantes o del Carretero  exhibió añosos árboles que traslucían edificios venerables como el Instituto Universitario, la imponente Normal y las quintas de Versalles y del sector del Parque Antonio Nariño actual Cable. Esas casonas y palacetes se fueron a pique con sus antejardines para ceder el paso a las caravanas de vehículos que expelen el humo por sus inmisericordes chimeneas. En la década de los sesenta del siglo XX las damas de la Sociedad de Jardinería de Manizales, muy premiadas a nivel nacional, colocaron, de trecho en trecho de los separadores de esta avenida, arreglos  de troncos viejos y quemados, con ollas de barro y piedras volcánicas, orquídeas y cactus. Los carros que se chocaban contra ellos y los ladrones de matas agotaron la paciencia de las pacientes señoras. En la última década de ese siglo sembraron la especie ficus variegado, de follaje blancuzco y de menor desarrollo. Aún con esta facilidad para manipularlo no lo cuidan bien. No existen manos expertas entre nosotros para acariciar los árboles de todos, como sí se observa en Tulcán (Ecuador) y en Riosucio, Caldas.

 

La actual Plaza de Bolívar anteriormente fue parque y más antes, plaza de mercado. Cuando fue parque, su vegetación era variada entre la que sobresalieron, en una época, festivos sietecueros. Luego los sustituyeron por unas veraneras que redondearon sin que se hubieran decidido a echar flores. Así cogió al Parque de Bolívar la remodelación profunda que concluyó en esta plaza ceremonial que inquieta tanto a transeúntes y palomas.

 

El autor del proyecto para la octava plaza de Bolívar, 1983, arquitecto Ramón Héctor Jaramillo B., tuvo tiempo de pensar hasta la clase y talla de los árboles que, como cortinas taparían la arquitectura discordante de las edificaciones aledañas. Se decidió por una especie muy poética de árboles que, por no haber quedado a orillas de un espejo de agua, mal podríamos catalogar de sauces llorones. Su tronco es roñoso, con cavernas que han tallado el hombre y su propio sufrimiento. Yo me he detenido solitario a la sombra de varios de ellos y les he repetido muy despacio los íntimos versos de  Antonio Machado: “Al olmo viejo, hendido por el rayo/ y en su mitad podrido, / con las lluvias de abril y el sol de mayo, / algunas hojas verdes le han salido//. ¡El olmo centenario en la colina/ que lame el Duero! Un musgo amarillento/ le mancha la corteza blanquecina/ al tronco carcomido y polvoriento//...Ejército de hormigas en hilera/ va trepando por él, y en sus entrañas/ urden sus telas grises las arañas”.

 

Un día de octubre, del año 2000, la administración municipal quiso liberar a esos sauces de musgos amarillentos, hormigas y arañas. Envió un agrónomo con un grupo de obreros que abonaron y, trepados en andamios, les hicieron labores de limpieza y acariciaron, con costales de fique, sus ramas y troncos, gestos que repitieron cada mes hasta cuando los sauces arrancaron a cubrirse del más verde de los follajes. Machado repetiría: “Al olmo viejo, hendido por el rayo/ y en su mitad podrido,/ con las lluvias de abril y el sol de mayo,/ algunas hojas verdes le han salido”. No hay seres más agradecidos que los animales propios y los árboles. En 2006, uno de los sauces, con la raíz podrida, se desplomó sin causar desgracias. A comienzos de 2007,  la administración municipal ordenó a unos obreros con motosierra cortar los restantes  sauces de la Plaza de Bolívar. No los sustituyeron. Al finalizar el 2008, ahí estaban los huecos llenos de basura.

 

En diciembre de 2015, dando cumplimiento a un fallo de tutela presentado por personas discapacitadas para circular por las gradas de la Plaza de Bolívar, la administración municipal construyó al lado oriental y occidental, unas rampas que van desde la carrera 21 hacia la carrera 22. Quedaron útiles y cómodas pero, de esta forma, se fueron desdibujando los planos iniciales propuestos por el arquitecto Héctor Jaramillo.

 

Al costado sur, la Catedral Basílica también cuenta con un historial de árboles musgosos.

 

Antes del terremoto de julio de 1962 que derribó la torre delantera, del lado occidental, además de las esculturas cimeras de la torre central y las cuatro laterales, en las dos plazoletas laterales hubo unas fuentecillas que contaban las gotas rumorosas de agua antes de dejarlas desprender de su tazón superior en que chapoteaban las palomas azuladas. Fuentes de cemento, bajitas, pero con su gracia.

 

Las autoridades, presas del pánico, mandaron cortar las araucarias. Rafael Lema Echeverri, como buen santarrosano, amaba las araucarias por lo que, con motivo de la drástica medida tomada con las agujas vegetales que rodeaban la catedral, publicó uno de sus más afamados poemas, en el diario La Patria. Poesía en prosa líquida. Briosa. Contenida. De destellos metálicos como también era la prosa de su contemporáneo Luís Yagarí. La gente quedó en paz con sus nervios.

 

Alguien, por allá, en 1976, sembró ocho sietecueros que no eran las plantas adecuadas para ese sitio tan imponente, “tan alto, tan alto”, pero tampoco pelecharon. Se fueron inclinando raquíticos ante la mirada indiferente de quien los mandó sembrar y de los presurosos transeúntes.

 

El 22 de enero de 1984, ya pasadas las ferias, en la mañana, sembraron nuevamente ocho araucarias a las que no acompañaron en su lento crecimiento. Sin abonos, ni parales, se fueron inclinando para donde las dirigiera el vendaval, se alargaron, raquíticas, algunas se secaron y, después de varios años, arrancaron lo que quedaba de aquel fallido intento.

 

Las rejas de hierro señalaban los orificios que clamaban por nuevos árboles. El viernes 29 de septiembre del 2000, uno de los días más lluviosos del año, sembraron una especie vegetal muy distinta a las que habían engalanado esos espacios laterales de la catedral. Ocho arrayanes de Manizales, como es su nombre oficial, entre nosotros,  cada uno de unos ochenta centímetros de alto, empezaron a mecerse con el viento helado de aquella tarde.

 

El arrayán manizaleño es una especie encumbrada que crece en la cordillera central desde Nariño hasta el norte de Caldas, de tallo grueso, ramaje musgoso que se extiende en todas las direcciones, de abundante follaje aunque no es muy denso. Sus hojas pequeñas, en cualquier tiempo, ostentan el colorido de un árbol en otoño: hojas todavía verdes, brillantes, hojas rojizas, hojas en varias tonalidades de amarillo. Árbol acuarela. Creen pueden podarlo pero se podría encumbrar hasta obstruir el paso de las cuerdas de luz.

 

En el mes de mayo del 2001 se empezó a ampliar los andenes de las calles laterales de la Catedral. Se buscaba que dejaran de ser parqueaderos particulares por todas las mañanas y todas las tardes para carros cuyos  exclusivos dueños trabajaban todos los días de sus largas vidas en las oficinas de los edificios vecinos sin pagar por las horas diarias que estaban su carros estorbando en las calles. Se les quitó la alcahuetería. Podrá la gente circular sin tener que tirárseles a los carros.

 

Silenciosamente, en el mismo mes de mayo de 2001, los obreros del municipio de Manizales arrancaron de raíz las palmas de cera, árbol nacional que, hacía siete años, habían sembrado en el trayecto de la Avenida Doce de Octubre, entre Bellas Artes y el inacabado pesebre que con el nombre de Monumento a los Colonizadores realizan al final de la avenida, frente a RCN. A través de los tiempos y de las distintas latitudes del mundo, mandar a destruir algo de valor para las comunidades que las han apreciado también ha causado inexplicable orgullo a muchas autoridades.

 

 

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