ARMENIA, TERRITORIO DE LEYENDA

 

Octavio Hernández Jiménez

 

A pesar de los deseos intensos por regresar a Armenia, en varias ocasiones, pasaba por esta ciudad rumbo al Parque del Café o Panaca, Sevilla o el Huila, había visitado a Salento y Filandia pero no me había detenido en el casco urbano de la capital quindiana.

 

Como no hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla, en los días finales de septiembre de 2016,  tuvo la oportunidad de visitar a Armenia, por varios días, con motivo del III Encuentro de Saberes Culinarios y Cocinas Tradicionales patrocinado por el Banco de la República, en la sede del Museo del Oro Quimbaya.

 

Todo se fue hilvanando en una serie de gratas sorpresas desde la organización del evento gastronómico a cargo de Luz Stella Gómez y Victoria E. Buitrago, la atenta concurrencia, la calidad de las exposiciones académicas y actividades afines como la difusión de la obra “Entre rastros, rascaderas y yotas…”, hermoso volumen editado por el Sena Regional Quindío que busca ‘recuperar la cocina tradicional quindiana’, bajo la acertada dirección de María Inés Amézquita Ligia Inés Vélez y Luz Dary Ibargüen.

 

Fuera de lo anterior hubo más motivos que sorprendieron a los visitantes como la incomparable sede del Museo del Oro Quimbaya, obra del arquitecto Rogelio Salmona y, en el área urbana, el dinamismo de la construcción en esa ciudad, sus concurridas avenidas y  el comercio, los puentes y vías peatonales del centro, la calidad de los hoteles y la abundancia y sazón de sus restaurantes.

 

Al concluir mi intervención en el Museo del Oro sobre la Alimentación de la tribu Quimbaya distribuida en lo que, en la actualidad, es el Eje Cafetero y más allá de sus límites, una universitaria me preguntó si la ciudad actual era espacio adecuado para nuevas leyendas.

 

No sé por qué evoqué un relato que me transmitieron cuando yo estaba adolescentes y que todavía conservo en mi memoria. Empecé por preguntarle si en Armenia había un parque, una avenida o un busto al poeta modernista Guillermo Valencia y me respondió que un parque.

 

Le pregunté si sabía el motivo por el cual ese espacio recibía ese nombre y me dijo que no lo sabía y que posiblemente eran escasos los cuyabros que lo supieran.

 

Fue en ese momento en el que referí lo que me habían contado en mi adolescencia, en un viaje que hice con mi familia a Armenia con motivo del matrimonio de una prima.

 

Según un asistente al citado enlace, cuando se inauguró el nuevo departamento de Caldas al que quedaron perteneciendo las áreas del Quindío y Risaralda, en 1905, para estar presentes en las ceremonias de inauguración de la nueva entidad territorial, tres comisiones del congreso colombiano se distribuyeron por Manizales, Pereira y Armenia. Guillermo Valencia escogió la comisión que viajaría a Armenia por estar ubicada más cerca de su sitio de residencia, la culta ciudad de Popayán, capital del Estado del Cauca de donde se segregaron el Quindío, Risaralda y la mayor parte del Caldas actual.

 

El poeta, escritor, estadista, político, diplomático y gran orador payanés se deshizo en elogios para el pueblo caldense y para la ciudad que visitaba. En uno de sus discursos la llamó: Armenia, Ciudad Milagro, y así se quedó. Ese parque agradece el acierto de su eslogan.

 

Cuentan, además que, en esa ocasión, el político también dijo algo así como que ‘un caldense es un antioqueño civilizado´ lo que, a la semana siguiente, encendió los reclamos en el Congreso colombiano cuando los senadores antioqueños le exigieron una explicación a lo que consideraron una afirmación cargada de cinismo y desprecio.

 

En 1905, no existían ni emisoras, ni radios, ni grabadoras, ni energía eléctrica y menos computadores y redes sociales. Los discursos pronunciados a grito herido copaban las plazas públicas y en otras ocasiones, los campos de batalla. No se requería de micrófonos para exaltar a una multitud y ponerla a delirar. Bastaba con la fuerza de la argumentación, la potencia de la voz y la fogosidad de las palabras.

 

Refieren que Guillermo Valencia tuvo que improvisar argumentos tratando de calmar a los antioqueños diciéndoles que él no había dicho, en Armenia, que un caldense es un antioqueño civilizado sino que ‘un caldense es un antioqueño educado en Popayán’.

 

Para la representación de la montaña en el senado, la explicación del Maestro Valencia, en vez de apaciguarla, por momentos, la enardeció más aunque para evitar discusiones que no conducirían a nada por carencia de pruebas físicas, el asunto quedó de ese tamaño.

 

La anécdota del alboroto causado por la oratoria encendida del gran colombiano  se quedó en eso: en una situación curiosa, incómoda y picante que sin pruebas para decir que es histórica nos hemos contentado con dejarla a modo de leyenda. El tiempo se encarga de guardar ciertos acontecimientos, fermentarlos lentamente y hacer que alguien, pasados los años, los reviva a través de sus palabras. Toda leyenda es fruto anónimo de un pueblo.  

 

 

Leyenda es la deformación de la historia. Armenia tuvo razones suficientes para bautizar un espacio urbano con el nombre de una de las glorias del parnaso y uno de los hombres más prestigiosos de la política colombiana. Ayer como hoy, Armenia ha sido territorio de leyendas.  

 

 

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