CAMINO DE INDIOS (I)

 

Octavio Hernández Jiménez

 

“En esta provincia hay dos señores principales, aunque no les obedece toda la comarca; porque hay otros que son tan grandes como ellos. Dícese el uno Humbruza y el otro Ocuzca” (Jorge Robledo, 2007, p.21). Humbruza gobernaba sobre la cordillera occidental y Ocuzca en la Loma de Anserma.

 

Hablando de la provincia de Anserma “que su natural nombre es el de la provincia de Humbra” (2007, p.21), fuera de los miles de indígenas que desaparecieron por distintas causas, intriga la suerte que corrieron los tesoros ambulantes que tanto deslumbraron a los conquistadores:  “Traen los señores la cara muy pintada de diversas pinturas y colores y sus collares de oro al cuello y en las narices un caricorie de oro que pesa 15 o 20 castellanos, que es a manera de barra de oro retorcida, y les cae sobre la boca y tienen por encima de las ventanas de las narices unos agujerillos, de cada parte el suyo, donde ponen unas perillas de oro que pesará cuatro o cinco castellanos. Tienen para ceñirse por el cuerpo los que son señores, unos cinchos de chaquira blanca y de chaquira de oro y de cañutos de oro hasta un palmo de ancho…e ansí mismo traen los que no son señores una cinta de chaquira al cuello y al cabo Della una rana o un sapo de oro” (J. Robledo, 2007, p.22-23).

 

Por los lados de las veredas de El Contento, Los Caimos, La Paz y Morroazul, Pueblo Rico, Tamboral y La Primavera, en San José, hallaron entierros indígenas que hicieron delirar a los guaqueros pero sobre todo sirvieron para nutrir las leyendas populares. A la vista, nada y, en los museos, menos. A mitad del siglo XX, en San José de Caldas, un grupo de guaqueros hablaba de la envidia como el defecto que no permitía sacar los tesoros porque al sentirla, en su corazón, los tesoros se volvían cenizas.

 

Entre esos guaqueros estaban Jesús María Jiménez (abuelo), Ezequiel Vallejo (cuentero) y, en la segunda parte del siglo XX, Bernardino Valencia (peluquero y músico) que “al proporcionar la lista de guaqueros destacó la labor desplegada por Federico González, Félix Garzón, Daniel Agudelo y José María Valencia y, entre los aficionados, a Samuel Cerón Ignacio Liévano, Juan Bautista Valencial, Pablo Emilio Grajales, Heriberto Giraldo y otros” (Fabio Vélez C. 1988, p.40-41).

 

A comienzos del siglo XXI, todavía sobrevivían algunas personas que, en ratos de ocio, destapaban guacas, como Mario Arcila, maestro de obra que no se armaba de guaquero para salir de guaquería sino que, en muchas ocasiones, cuando iniciaba la construcción de alguna vivienda o casahelda, en alguna vereda de Anserma, Risaralda o San José, se topaba con los restos de un tambo, una guaca o, de pronto, en una meseta, una vega o un maizal, un “pueblo” que, como comenta Alfred Hettner, era como los guaqueros de Quinchía se referían a “los casos de numerosas guacas”.

 

No se requieren estudios académicos de alto coturno para saber en donde puede encontrarse una guaca. Hay constantes: Muchas mesetas altas contuvieron entierros prehispánicos. En el alto en donde construyeron, a comienzos del siglo XXI, el barrio El Portal, de San José de Caldas, hubo una casa grande de bahareque,  rodeada de un cañaduzal y habitada, en la segunda mitad del siglo XX, por “Pecho’etierra” y su familia. Con su palabra escrita, el cronista español sirve de guía:

 

“Muerto un señor, hacen en los cerros altos las sepulturas muy hondas y, después de que han hecho grandes lloros, meten dentro el difunto, envuelto en muchas mantas, las más ricas que tienen y a una parte ponen sus armas y a otra mucha comida  y grandes cántaros de vino y sus plumas y joyas de oro, y a los pies echan algunas mujeres vivas, las más hermosas y queridas suyas, teniendo por cierto que luego han de tornar a vivir…” (Pedro Cieza de León, 2007, p. 74).

 

La ambición llevó a muchos guaqueros a aprender a leer para informarse sobre tesoros indígenas en las obras de los cronistas. Varios de ellos concluyeron sus expediciones con la redacción de textos afines.

 

Los guaqueros aprendieron que la boca de una guaca puede estar a un nivel distinto del terreno y la arcilla con que pisaron la entrada es de tonalidades distintas y, siempre, menos compacta que la original. Los que cavaron la sepultura, alteraron el terreno con efectos a posteriori, inocultables. Un buen guaquero, con solo tantear el terreno, con su herramienta, se da cuenta si hay o no un entierro en ese lugar. Pero, a pesar de la comprobada “malicia indígena”, no siempre caza el tigre.

 

Muchas ambiciones terminan en falsas alarmas. En julio de 1976 una vaca extraviada por el cafetal metió una pata en un hueco que no era vertical sino oblicuo. Allí encontraron una rampa, (como la hipotenusa en un triángulo rectángulo), de unos tres metros, que se profundizaba hacia el norte. Más o menos a tres metros de profundidad se encontró una gruta horizontal, labrada dentro de la compacta tierra amarilla de unos tres metros de fondo y unos dos metros de alto. Esta forma llamó la atención de los guaqueros de turno aunque hay que recordar que no siempre las guacas se adaptan a la configuración del terreno. Las hay cuadradas, triangulares y verticulares “y hasta de media luna”, como habla Manuel Uribe Ángel, en su obra sobre Antioquia, publicado en 1885, en París.

 

Desde otro punto de vista, las hay de techo, de escalera y de tambor. Yo penetré en la citada guaca, al otro día de haberla saqueado. A lado y lado había una especie de bancas, largas, de 1,80 m., de largo,  por 0,50 m., de alto,  también labradas en la greda amarilla. Sobre cada una de las dos bancas encontraron de a esqueleto y, al fondo, en sentido occidente-oriente otra osamenta, las tres en un estado lamentable de deterioro; casi ripio blanco. Por muchos años guardé bajo mi cama las bolsas con la arena blanca de los huesos en la que los convirtió el oleaje del tiempo. No se trataba de la sepultura de un cacique pero sí de un señor importante. Aún entre los indígenas, por el grado de fortuna se deduce la categoría social.  Alrededor suyo encontraron preciosos vasos en cerámica, muchos intactos, husos, hachas de piedra, algunos exvotos, utensilios de uso doméstico, ollas ahumadas por la leña, y conchas que trituraban para preparar la coca.  Los guaqueros comentaron que el oro encontrado fue mínimo. Este dato se presta para varias suposiciones. Primero, que no se trataba de un cacique aunque pudo tratarse de un vasallo principal. Esto coincide, en parte, con lo escrito por el Mariscal: “…le llevan a la sepultura que tienen hecha, y allí matan dos indios, de los que a él le servían y pónenle el uno a los pies y el otro a la cabeza. La sepultura es muy honda e de dentro hecha una grande bóveda que pueden estar cuatro de a caballo, con una puerta que se cierra con unos palos que no se pudren y ansí queda el cacique metido en el hueco” (J. Robledo, 2007, p.25). Segundo: Pudo tratarse de la sepultura de una mujer según lo expuesto por el mismo conquistador:

 

“Cuando alguna señora se muere, echan muy poco oro con ella e entiérrenla en otra sepultura” (ibídem). Tercero: “Cuando tiene el señor alguna cantidad de oro, además de las joyas que él solía ponerse,  quiébranlo todo y hácenlo pedazos con piedras y échanlo en la sepultura con él como cosa, que pues él muere, que perezca todo” (J. Robledo, 2007, p.26). Esto explicaría por qué en los grandes museos no existe una muestra representativa del oro de los ansermas. Lo que no saquearon los españoles o los colombianos, poco después, era porque lo habían triturado los indios en su ritual funerario.

 

De esa guaca extrajeron un tunjo de unos ocho centímetros de alto, representativo de un varón, en posición sedente, manos en el bajo vientre, desnudo, ojos rasgados y de material dorado. Los borrachos, encabezados por el carnicero dueño de este fetiche, lo colocaban sobre la mesa del café y le prendían velas en medio de juergas constantes. No se sabe que fin tuvo pues el carnicero, sin sentido real del precio de un objeto de esta clase, en ese momento, pedía más dinero por él de lo que valían tres buenas casas del lugar. Pertenecientes a ese entierro indígena, todavía hay varias vasijas intactas, en el pueblo. En una residencia del poblado hay tres copas de cerámica, de distinto tamaño, finas y lujosamente decoradas con pintura negativa roja y negra. Otras perecieron, al caer las estanterías, en los terremotos de 1979 y 1999.

 

En los campos, por donde circulaban los indios, se han hallado herramientas de piedra pulida, sin contexto cultural alguno. Al hacer excavaciones en un barranco para construir una casahelda, en la Finca La Alhambra, de El Contento, se encontraron varias hachas de piedra, en distinto grado de pulimento, y un instrumento en forma de cuchillo, envuelto todo ello en la tierra originaria del barranco; tierra amarilla, compacta, dificilísima de separar del objeto que envolvía. Esto determinaría una edad antiquísima. En otros sitios se encontraron otras, posiblemente sin relación con las demás, dado la diferencia de técnicas en su labrado. Desde unas muy toscas hasta otras  muy trabajadas. “Van a la guerra con agudos cuchillos de pedernal… y cortan las cabezas a los que prenden” (Pedro Cieza de León, 2007, p.71). Una de las herramientas halladas ser uno de esos cuchillos de sílex o pedernal mencionados por el cronista. Pudo tratarse de objetos que abandonaron personas, hace centenares y millares de años, al transitar por este camino.

 

Hasta bien entrado el siglo XX, de las distintas culturas prehispánicas que habitaron o trasegaron por esta cuchilla lograron sobrevivir algunos reductos, en el Alto Occidente, en los municipios de Riosucio, Quinchía, El Jardín, Mistrató y Guática. Eran comunes entre ellos, aunque varios no tuvieran raigambre indígena, apellidos como Guapacha, Bañol, Largo, Tabarquino, Colorado, Gañán, Tapasco y Usma. Poco a poco fueron diezmados.

 

 

Ahorcado quedó, en un árbol y en el imaginario colectivo, el aguerrido Tucarma que salía, con persistencia, al Camino Real, en el Bajo Occidente de los actuales Caldas y Risaralda, a combatir al invasor. Es uno de los primeros patriotas sometido al escarnio del olvido. Los diezmados descendientes de esa raza siguieron atados a los mismos pegujales y comportándose como raza vencida. Sometidos a la incuria del tiempo quedaron: una cosmovisión admirable casi imposible de recuperar, instituciones admirables como los chasquis, correos pedestres que llevaban las noticias con increíble velocidad;  ciudadelas fortificadas, milenarias costumbres y lenguas que desaparecen ante la extinción de los pueblos que las hablaban y transmitían. 

 

 

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