CENTENARIO DE LEO MATIZ

 

Octavio Hernández Jiménez

 

En la historia de la fotografía colombiana, después de 1841 y durante unos 10 años, hubo un período de experimentación con base en los daguerrotipos del pintor Luis García Hevia y algunos fotógrafos espontáneos. Entre mediados del siglo XIX y comienzos del XX abundaron los estudios fotográficos de modelos inmóviles, modalidad en la que se destacó Melitón Rodríguez. A partir de entonces, se dio la versatilidad, la variedad temática y el punto de vista artístico en lo que sobresalieron Leo Matiz, Abdú Eljaiek, Sady González,  Carlos Caicedo,  Nereo, Hernán Díaz, Vicky Ospina y Andrés Hurtado, entre otros. Con sus obras, ellos confirmaron que la fotografía es arte.  

 

Leo (Leonardo) Matiz Espinoza nació en Aracataca (Magdalena), el 1 de abril de 1917, diez años antes que su paisano Gabriel José de la Concordia García Márquez. Los dos, desde niños, posando de quijotes, salieron a forjar el destino que aleteaba en sus mentes. El padre de Leo fue maltratado por los integrantes de uno de los bandos en el conflicto de las bananeras, cuando administraba unas fincas. Su hijo se entretenía cazando patos.

 

Leo estudió en Ciénaga, lo que representó un corte drástico entre la vida rural y la vida urbana. Pasó a Santa Marta. Unas tías que vivían en Bogotá quisieron que estudiara para sacerdote por lo que le arreglaron viaje a la capital. En el colegio religioso en donde estudió vio la primera cámara fotográfica de su vida. Lo primero que fotografió fue a sí mismo. Autofotografías.

 

En la capital se vinculó a El Tiempo por influencias de Javier Arango Ferrer. Barrera Parra le encomendó hacer viñetas para el periódico y luego Calibán le publicó las caricaturistas que hacía. Por decisión de este directivo se dedicó a la reportería gráfica.

 

Tomó parte en la bohemia bogotana en la que conoció a León de Greiff, a otros poetas, periodistas y artistas. Fue amigo de Ximénez, un cronista de página roja. Con él hizo un reportaje sobre la marihuana. “Folletón” fue el periódico dirigido por Ximénez y Matiz.

 

Anduvo por el país fotografiando la clase trabajadora, los oficios y, en la costa, logró esa toma popularizada con el nombre de “La Red”, una fotografía catalogada como obra maestra, según muchos críticos de arte. Captó esa atarraya en su máximo despliegue, en la Ciénaga Grande. En el momento en el que la tomó, solo le quedaban dos tomas y las aprovechó. Por su belleza y perfección, esa foto le abrió muchas puertas.

 

Buscando rutas a sus ideales, en 1940, viajó a Centroamérica en donde hizo varias exposiciones de caricaturas. Entró en Ciudad de México el día en que mataron a León Trotski (21 de agosto de 1940). Porfirio Barba Jacob lo presentó en los medios de comunicación en el que trabajaba. En la primera exposición estuvo presente el poeta Pablo Neruda. Entró en contacto con directores de cine, como Manuel Álvarez y Gabriel Figueroa, con artistas y demás gente de la cultura. De este modo, aprendió el manejo de los recursos técnicos  mientras que él ponía, de su parte, una sensibilidad manifiesta y el enfoque original derivado de su formación analítica en la época de las caricaturistas.

 

Con su lente capturó a Luis Buñuel, Jorge Negrete, Agustín Lara,  Clemente Orozco y Frida Kahlo. Fue amigo de María Félix de quien comentó que tuvo una juventud muy cruel. “¿Quién no se enamora de María Félix? Yo a María la amaría”. Con su cámara, Matiz quiso darle vida a las cosas y un acendrado humanismo a todo su trabajo.

 

Logró profundidad y coherencia en lo que hacía. En el período mexicano, la sensibilidad, vale decir, el motor del arte, las propuestas, la selección de objetos fotografiables, los mensajes, no solo artísticos sino etnográficos y sociales, corrieron por cuenta del fotógrafo colombiano. México le dio mucho a Matiz para avanzar pero Matiz le entregó el corazón y sus capacidades a México. Fue aclamado como el mejor reportero gráfico de esos años.

 

No se detuvo. Luego de un altercado con David Alfaro Siqueiros por la paternidad de unas fotografías de Matiz utilizadas por el muralista en una de sus obras, viajó a Nueva York en donde lo contrataron para varias revistas, entre ellas la magnífica revista Life.

 

Leo Matiz, como Hemingway y otros americanos, se embarcó para Europa a capturar con sus cámaras, o sus letras, lo que se estaba desmoronando. Matiz fue testigo de primera línea, cuando los parisinos celebraban la liberación de los nazis, en agosto de 1944. Todo lo que vio lo convirtió en documento y mucho en arte pues tuvo tiempo y creatividad para experimentar la fotografía nocturna en esa ciudad y los acontecimientos que se desarrollaron en ella. Viajó a Palestina e Israel. Estuvo en zonas minadas del desierto.

 

Regresó a Bogotá y allí se encontró con su paisano García Márquez. Les tocó el 9 de abril de 1948. Un francotirador lo hirió en la pierna izquierda. Lo llevaron a la clínica. Metieron a Matiz en la misma sala de cirugía en donde yacía el cuerpo de Jorge Eliécer Gaitán. Matiz, herido, le toma unas fotos al cadáver del líder, fotos que dieron la vuelta al mundo. 

 

En la capital fundó varias galerías de arte en las que descubrió artistas como Fernando Botero, en la exposición de 1951. Botero hizo un dibujo de Matiz cargado de cámaras. Viajó al sur del continente en trabajos de reportería gráfica para varias publicaciones norteamericanas.

 

De esta forma, Leo Matiz se afianzó en las técnicas y las temáticas en que logró sobresalir: El reportaje gráfico, el cine, el documento social, el paisaje, el retrato y el ensayo fotográfico. Cultivó la que, luego, se llamaría “fotografía clásica”, en blanco y negro. Vivió pendiente del laboratorio e hizo fotomuralismo.  

 

A partir de 1990,  Alejandra, hija del fotógrafo y restauradora de arte en Italia, propuso a su padre darle vida a una fundación con el objetivo de divulgar su obra. Empezaron por organizar más de un millón de negativos de fotografías tomadas en toda su vida, las caricaturas y trabajos publicitarios. En el pasado, Matiz no pensó que su archivo tuviese importancia. Cuando su hija le demostró que sí, se iba haciendo tarde. Alejandra y Leo archivaron los negativos que lograron recopilar y los seleccionaron por grupos para las  exposiciones que organizaron por los cinco continentes.

 

La Fundación Leo Matiz expone el material archivado además de organizar foros, mesas redondas y otras actividades hasta lograr que entidades culturales se fijen en ella como el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA) que, no hace mucho, adquirió cuatro fotografías de Leo Matiz para su colección de Fotografía Latinoamericana.

 

También la Fundación ha publicado varios libros de fotografías del artista colombiano como “Macondo”, en el que aparece el río Magdalena, sus pescadores, remeros, gente de barbas bíblicas, bananeras, burros, palmeras, circos con trapecistas y peleas de gallos. Un Macondo visual. Demasiada nostalgia.  “Siempre he amado y comprendido el dolor”.  

 

Comentaba que, hoy en día, la gente odia las fotografías de los reporteros. Otro libro es “El México de Leo Matiz”. Diego Samper filmó una película con el nombre “Mirando al infinito” que descubre los valores de su obra “en un paisaje, en un rostro, en una mirada”. Vivió la transformación del oficio por lo que la cinta se convirtió en una reflexión sobre la fotografía.

 

Uno no puede gobernar el sol pero sí su luz. En cada fotografía hay algo nuevo, un estímulo. “Yo no me adapto a los equipos de ahora; por eso está fallando lo actual; la gente se confía en el aparato; pero el aparato hay que dominarlo; yo no puedo producir una fotografía si no la siento”.

 

Decía que dormía con la cámara. Sin su cámara se sentía descompensado. Argumentaba que la pasión por el blanco y negro nacía al considerar que el blanco y negro son colores; no era sino apreciar esa gama de grises. Veía la verdad en blanco y negro; no la veía en color.

 

Se lamentó en varias ocasiones de que a Colombia no le importaba su obra; en su patria lo despreciaban mientras en París  le reconocían como uno de los fotógrafos más importantes del mundo. Comentó que, en Bogotá, llegaron a negarle la Sala Luis Ángel Arango para una retrospectiva. “El colombiano no se quiere ni a sí mismo y siempre está buscando otro colombiano para odiar”. Pasados sus lamentos, se ponía conciliador para exclamar como lo hizo en el reportaje con Darío Arismendi: “la cámara fotográfica es un instrumento por medio del que habla el fotógrafo”.

 

Alejandra logró que el municipio de Aracataca se interesara en el proyecto del Museo Leo Matiz para el cual destinó una casa en la que fuera de exhibir fotografías, caricaturas y viejas máquinas de fotografía del artista, se ofrecieran recitales, conciertos y otras actividades culturales.   

 

Antes de morir, el 24 de octubre de 1998, confesó que no creía en el amor; “existe la pasión”. En un célebre reportaje expresó que el verdadero amor estaba en la maternidad y en el hijo. “Hubo amor en los  tiempos de los abuelos”. Ahora, la gente se acostumbra a vivir con alguien. Él, en su soledad, vivía de recuerdos. Entre las esposas que tuvo, hubo algunas que manifestaron celos hasta de sus cámaras y de sus  dibujos, y los rompían. Pero Leo Matiz amaba más el oficio que a la mujer que lo acompañaba en esa temporada. “Alguien quiere algo de mí pero en ese momento siento mucho dolor”.

 

Estuvo marcado por lo trágico. Perdió joven a su hijo Leo. Soñó con transmitir toda la carga de sus proyectos a ese hijo pero faltó. Pensó quitarse la vida pero eso también se frustró. Lo último que le sucedió fue un accidente en el que perdió el ojo  que utilizaba para tomar las fotos. El ojo fotográfico. Le quedó el que no utilizaba. Siempre, “el drama por la vida”. “El dolor como forma de existir”. Es uno de los mayores formadores de la memoria visual de los colombianos.

 

 

<< Regresar