CENTENARIO DEL SAN ISIDRO DE PALOMINO

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Entre los años doce y veinte del siglo XX, los feligreses de San José, comandados por el párroco de Belalcázar, se propusieron construir el templo de madera que sustituyó a la capilla de techo en palmicho y dotarlo de los enseres básicos para de culto, con miras a solicitar la creación de la parroquia.

 

El padre Restrepo encargó al pintor Ángel María Palomino un cuadro de San Isidro Labrador para el nuevo templo que se levantaba en San José. Ese cuadro recogió buena parte del dinero invertido en la iglesia en donde aún se conserva. El domingo de Corpus Christi del año de 1916, (luego del jueves tradicional en que el cura encabezó la procesión en Belalcázar), ingresó solemnemente el óleo de San Isidro, en medio de una lluvia de flores y el bramido del ganado que ya ocupaba la plaza y que los fieles habían obsequiado al patrono de los agricultores.

 

El óleo está de acuerdo con la iconografía tradicional. Representa al santo español, nacido en 1.082 y muerto en 1.172, patrono de Madrid y de los campesinos. El cuadro es una variante de una de las obras más comunes que se han divulgado sobre este personaje. El pintor caldense lo pinta con un traje de labrador, esclavina azul turquesa con los pliegues de una capucha encima; faldón marrón, pantalón gris claro, botas largas casi hasta las rodillas y bolsa café de cuero, al lado derecho y que cuelga, debajo de la esclavina, desde el hombro izquierdo. Aparece arrodillado en la hierba, sobre la pierna derecha; tiene la pierna izquierda doblada y los dedos de las manos entrelazados junto al pecho mientras eleva la mirada al cielo. Al lado derecho y al izquierdo aparecen los esqueletos de dos árboles sin follaje. Al firmamento lo divide un grueso rayo de luz, en el que se inscribe la cabeza del santo. Sobre el verde suelo reposan, a mano izquierda del labriego, una pala nueva y a la derecha un azadón también con borde brillante, a la espera de que Isidro se decida a trabajar. Al fondo del cuadro, un ángel de vestido blanco conduce los bueyes en el arado.

 

El ángel que arrea los bueyes evoca uno de los milagros que se le atribuyeron inicialmente al santo y que repujaron  en el ataúd de plata en que reposan sus huesos, en Madrid. Isidro había sido acusado ante el dueño de la tierra de ser perezoso y no trabajar. El dueño fue a cerciorarse y lo encontró orando mientras el ángel conducía la yunta en el campo por lo que el patrón nombró a Isidro administrador de sus campos.  Otro milagro fue el de que las cosechas en los sembrados en los que trabajaba Isidro siempre eran abundantes pues parte de lo que producían lo compartía con la gente pobre y los animales.

 

La tradición oral ha enriquecido su vida con situaciones no comprobadas como que su esposa fue la llamada Santa María de la Cabeza y tuvo un hijo, San Ilián. Fuera de eso se ha adornado su vida con un acopio enorme de milagros fruto de la imaginación popular. Siempre se ha asociado con el fenómeno del clima y, ante todo, con la lluvia. “San Isidro Labrador/ pon el agua y quita el sol”.

 

La pintura de San Isidro Labrador no tiene nada de extraordinario fuera de corroborar la caligrafía pictórica de Ángel María Palomino. El escenario bucólico que se abre como una ventana lo emparenta con el Bautismo de Cristo y la mirada perdida del santo con las miradas de La Dolorosa y San Juan del mismo artista.

 

Los rostros de San Isidro y de San Juan son idénticos. Parecen mellizos. Las tonalidades se proyectan idénticas en todos sus cuadros, más bien tenebristas, lo mismo que las sombras gratuitas y tenues que no dejan perder detalle de los objetos o los rostros por lo que, buena parte del corpus pictórico de Palomino se catalogaría como ingenua pedagogía gráfica. Se ha conservado intacto. Hasta 2016 no había sido retocado.

 

Observando el San Isidro y el Bautismo que se encuentran en San José se deduce que, en la generalidad de las obras de Palomino, los fondos son opacos, melancólicos y los rostros son  versiones  de un estado sicológico indescifrable. Se trata de personas mayores que pudieran hacer parte de la misma familia. Todo lo envuelve una luz crepuscular impregnada de nostalgia. Un misterio silencioso domina los cuerpos y sus alrededores. Se trata de obras para compartir en la intimidad. Pareciera que la fuente de luz estuviera cubierta por un velo de vapor o que naciera en los ojos de quien se ha puesto al frente a escrutar el cuadro.

 

José Domingo Osorio, conocido como ‘Chocolito’, fue el primer cura  nombrado en propiedad para San José, en 1925. Estimó tanto esa pintura que se hizo tomar una fotografía por parte de Ángel María Palomino en la que aparece sentado en el borde de una mesa, ante el cuadro, con un tocado poco visto sobre la cabeza, en compañía de su señora madre y de ‘Káiser’, el perro favorito.

 

Nadie se explica por qué milagro, este óleo se ha salvado del menosprecio o la ambición de venderlo expresada por varios personajes que han administrado la parroquia de San José Caldas. (Tal vez porque, anualmente, en junio, produce físico dinero).

 

Por la fragilidad del viejo lienzo, no lo sacan. Pero sí trajinan con otra imagen de San Isidro, elaborada en yeso, más pequeña que el tamaño natural, obra del taller de los Carvajal de Manizales, imagen que aún sacan a recaudar la contribución anual entre la gente del campo. El día de la Feria de San Isidro, en San José, colocan la escultura sobre una mesa, en el atrio, y le cuelgan un poncho blanco, un carriel y un sombrero aguadeño. Las personas que tienen fe pero carecen de ganado o finca para arrimarse con un  obsequio de mayor valor, se acercan a la imagen y, con alfileres, van cubriendo el poncho con billetes de distintas denominaciones. Abundan los billetes de denominaciones más bajas.

 

Llegada la feria, hay quienes se desenhuesan de los animales más destartalados obsequiándolos a San Isidro. Así lo vio, en su tierra del suroeste antioqueño, el renombrado trovero y coplero de esa época, Salvo Ruiz, nacido en Titiribí y muy amigo de Ñito Restrepo: “Un ternero a San Isidro/ le regaló don Rogelio/ que no es chucha, ni es lagarto/ ni es un mico, ni es ternero.// Yo no pude conocer/ el pestilente animal;/ la mayoría de la gente/ dice que es fenomenal.// Porque es un sietemesino/ que lo aborreció la vaca,/ y no pudieron curarle/ el curso y la garrapata.// En la grande se metió/ el viejito San Isidro;/ si le cura las lombrices/ no le cura el raquitismo.// Mil saludes le dejó/ San Isidro a don Rogelio/ y que le ponga otro en ceba/ para el año venidero”.,

 

El óleo de San Isidro, durante muchos años se resguardó de los elementos físicos, en el despacho parroquial y, luego, cuando decayeron las ferias en honor del santo, debido a que las parroquias no estaban empeñadas en obras costosas como templos, casas curales o colegios, además del desinterés de los párrocos y los nuevos rumbos en las creencias y descreencias de las gentes, fue lanzado al corredor que rodea el patio central de la casa cural, en el segundo piso, en donde recibió, en forma implacable, sol, ventarrones y huracanes.

 

El primero de enero de 1990, el Pbro. Fernando Clavijo y el que esto escribe, con la venia del señor cura, ubicamos la obra al templo, espacio para el que fue mandada a pintar, y la encaramamos, muy alto, en la pared al lado de la sacristía, junto al altar de la patrona. En una tarde soleada, una beata que de improviso entró a hacer sus rezos pilló a dos jóvenes forasteros tratando de encaramarse con la intención de bajar el cuadro. La señora salió despavorida. Con el aspaviento que hizo, los individuos desaparecieron del pueblo.

 

En 1997, al anochecer de un sábado, los que asistíamos a una ceremonia en honor de un pariente desaparecido, vimos que el cuadro de San Isidro no estaba en su sitio. Al concluir el ritual, un grupo de ciudadanos nos dirigimos a la sacristía a preguntarle al cura por el lienzo. Entre ellos iba Rogelio Escobar, director de la Escuela M.F.S. Al cura no le gustó la visita. Sobre el cuadro respondió, sin mirarnos, que lo había llevado a Pereira a que le organizaran “unos detallitos”, lo que nos pareció extraño, y al preguntarle que cuándo  volveríamos a verlo en su lugar habitual, de mala gana respondió que en ocho días. Abandonó la sacristía rumbo a la casa cural, sin agregar una palabra. Al sábado siguiente, un grupo más crecido de personas volvió al templo y la obra no estaba en su sitio. Entramos a la sacristía después de la misa y el cura nos pidió  ocho días más de plazo para cumplirle al pueblo. Le aseguramos que, a los ocho días, los mismos o más ciudadanos si se podía, estaríamos allí reclamando la obra. A los ocho días, San Isidro Labrador ya había regresado a su sitio.

 

En 2011, el cura de turno bajó la obra, desde la altura que había ocupado antes, a la mitad de la pared.  Si cuando la señora descubrió a los forasteros tratando de alcanzarlo, el cuadro hubiera estado a la altura en que la ubicó el cura, en 2011, hubiera tomado las de Villadiego. No se sabe por qué motivo, el obispo de Pereira cambió al cura y, en la visita de cortesía hecha a quien lo sustituyó, la gente le solicitó que, por precaución, volviera a encaramar el óleo del patrono de los agricultores. Y desde entonces, sigue allá arriba, como patrimonio cultural de San José.

 

 

 

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