CINCUENTA AÑOS DE “CIEN AÑOS DE SOLEDAD”

 

Octavio Hernández Jiménez

 

El macondismo no existió solo en el Caribe colombiano. En la colonización y fundación de pueblos y caseríos de la colonización antioqueña abundaron formas extrañas de neurosis como en Cien Años de Soledad. No son escasas las sombras femeninas que jamás abandonan las cuatro paredes de sus casas. Eso sucedió, por ejemplo, con doña A. de B. y con misiá M.de L. Las dos, cada una sin hablar con la otra, decidieron no volver a salir, no pisar el empedrado de la calle, ni siquiera asomarse a los portones cuando ocurrieron varios temblores de tierra de esos que hacen salir corriendo hasta al más tranquilo. Comentaban que doña A. era bruja y que recorría los zarzos de las casas, con mucha frecuencia, no se sabe buscando qué.  Autosepultadas por días y años. En la calle, sus esposos e hijos jamás las mencionaban en las charlas con los amigos y nadie les preguntaba por ellas. Murieron para el mundo y para el engranaje del pueblo. Por respetar su aislamiento nadie las visitaba. Bajaron la voz y dejaron de cantar. M. se cubría el rostro con una toalla para ir de los cuartos a la cocina por un corredor que se divisaba desde las casas vecinas. Desde el vecindario se veía como un espanto tratando de escapar. Cuando su esposo compró otra casa y decidió mudarse a ella, la gente con disimulo esperaba el momento en que misiá M. iba a  caminar por la calle hacia la nueva residencia. Pero no pudieron verla porque ella esperó que fuera media noche. A esa hora, dos hijos grandulones que tenía salieron con ella sentada en un taburete. Y para que no viera el pueblo ni pudiera  ser vista, la pasaron cubierta, de la cabeza a los pies, con una sábana blanca.

 

Hasta bien entrado el siglo XX, en San José de Caldas, no hubo médico profesional y para los nacimientos no había más que parteras o comadronas. Claro que el personaje que contó con mayor clientela para los partos, sobre todo del campo, fue el apodado “Zambo Manuel”. Según Inesita Cárdenas, quien había ido desde Manizales a vivir en San José pues a su papá lo habían nombrado como estanquero (expendedor de licores oficiales), el Zambo “era un trozo de negro, alto, fornido, enmantecado y cochino”. Mandó a hacer una cama para atender los partos de las que traían del campo; era tan fuerte, que antes de pagarle a Juvenal Jiménez el valor de su trabajo, puso a cuatro tipos enormes a que se dieran puños encima de la cama para comprobar que resistiría el trajín de un parto complicado sin anestesia. La cama permaneció incólume. Inmediatamente, El Zambo pagó a Juvenal el mueble construido para perpetua memoria.

 

Siempre han abundado los ejemplos de coraje y orgullo. García Márquez ya lo anunció en Cien Años de Soledad: “La laboriosidad de Úrsula andaba a la par de su marido”. En San José de Caldas, la señora F. C. quedó a cargo de sus seis hijos cuando desapareció su marido. Se puso a coser ropa ajena para sostener la familia. Las casas eran de bahareque y en una se escuchaba lo que hacían o decían en la otra. Enseguida de su casa vivía el rico del pueblo. Por la tarde oían cuando la mujer del rico entraba a la cocina a fritar chicharrones o chorizos para la cena.  Para que la mujer del potentado pensara que enseguida tenían qué comer, la costurera se levantaba de la máquina de coser, iba a la cocina, subía el sartén al fogón, esperaba que se calentara y, entonces, se mojaba las manos en agua y la esparcía sobre la vasija hirviendo. El sonido era igual al que se escucha cuando se echa una carne en el sartén. Así, lejos de pedir limosna, ocultaba la pobreza vergonzante que los aquejaba.

 

Luego, en “El Coronel no tiene quien le escriba”, la esposa del protagonista cocina piedras en la olla del fogón para que los vecinos supusieran que tenían qué comer.

 

En Apía, próspera ciudad del Viejo Caldas, un compañero de décimo (5° de bachillerato), en 1962, se sintió incapaz de declararle su amor a una amiga mutua, por medio de una carta, en una época en que no existían ni los computadores ni los celulares. Me propuso que se la redactara. Lo hice y cuál no sería mi sorpresa cuando la destinataria me llamó para mostrarme la carta que el amigo le había enviado. Cuando la leí me insistió que le hiciera el favor de contestársela.  Cambie de color de papel, color de tinta, letra y un poco de redacción para responderla. El amigo me llamó feliz a darme la noticia de que la niña aquella había aceptado ser su novia. Me tocó continuar con mi oficio de escribano de los dos. Cuando me cansaba de que la relación fuera bien, yo provocaba la pelea. Mejor dicho, me enojaba conmigo mismo hasta que, aburrido porque no me escribían ni tenía quien contestar las cartas, decidía renovar la extraña correspondencia conmigo.

 

Siete años después, el 30 de mayo de 1967, en la editorial Sudamericana de Buenos Aires, apareció publicada Cien Años de Soledad, novela en la que García Márquez relata la historia de aquel que escribía cartas ajenas. Cinco días después la pusieron en venta.

 

Las directivas del Colegio Santo Tomás, colgaron en los salones de clase un triángulo con un ojo central y una sentencia igual a la que existía, según la novela de Gabo, en la entrada de Macondo: “En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios existe”.  Extraño que en el pueblo novelado se les ocurrieran esos nombres cuando se dieron cuenta de una peste del olvido que los invadía. Curioso que en el interior del país no nos hubiésemos percatado de eso, pues cada día nos damos cuenta que seguimos siendo víctimas del “tremedal del olvido”.

 

Era sastre Pastorcito García, padre de Solnelly; a él lo mordió un perro callejero, con hidrofobia, y se salvó porque le llevaron a tiempo, las vacunas que mi papá gestionó por teléfono primero en Manizales, pero, ante la carencia de esas inyecciones en la capital caldense tuvo que buscarlas por teléfono en Medellín. Había sucedido que, el mismo día  que a Pastorcito, me había mordido un gato en la entrada a mi casa.  De Medellín las mandaron en avión a Pereira; en carro hasta Asia y de allí las subieron a San José a caballo pero, como las entregaron en la Inspección de Policía y ellos no sabían de mi situación, corrieron a llevarlas a casa del sastre. Le tocó a mi papá empezar de nuevo las gestiones para conseguir otra dosis mientras el reloj del tiempo acortaba las horas pero, luego de angustiosas llamadas telefónicas, envío por avión, carro y a caballo, llegaron las cuarenta inyecciones para ser aplicadas en el ombligo, antes de la hora fatal.   

 

En el Viejo Caldas, a Dios gracias, no sucedía con los mordidos por animales con hidrofobia, lo que pasaba en Macondo: “Cuatro soldados arrebataron a su familiar una mujer que había sido mordida por un perro rabioso y la mataron a culatazos en plena calle”. 

 

 

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