CONFLICTOS INTERNACIONALES DE COLOMBIA

 

Octavio Hernández Jiménez

 

En toda la historia como república, Colombia ha enfrentado la arremetida de otros países y, casi siempre, el nuestro ha salido perdedor. En 1830 perdió a Venezuela y Ecuador y otros tajos fueron quedando en poder de Perú, Brasil y Nicaragua. En 1903, Panamá se independizó de Colombia cuando era ministro de relaciones exteriores Clímaco Calderón Reyes, primo hermano de la abuela de la canciller María Ángela Holguín durante el gobierno de Juan Manuel Santos, entre 2010-2018. Esta canciller tuvo como tío bisabuelo al presidente Carlos Holguín, el que regaló el Tesoro Quimbaya a la reina de España, en 1892, aunque si ese tesoro no lo hubieran llevado para un museo en Madrid lo hubieran fundido, aquí, para hacer dientes de oro ya que faltaban más de 40 años para conformar el Museo del Oro. No existía en Colombia una cultura que propendiera por conservar el patrimonio cultural. En la colonia y la república, todo el oro ha sido llevado para el exterior o fundido.

 

En 1922, se firmó el tratado Lozano-Salomón, por medio del cual Colombia cedió a Perú la zona comprendida entre el río Putumayo y los ríos Napo y Amazonas. En 1952, el presidente Roberto Urdaneta, casado con Clemencia Holguín, prima hermano del abuelo de María Ángela Holguín, entregó a Venezuela el Archipiélago de los Monjes. Esta canciller con el presidente Juan Manuel Santos, en 2012, presenciaron impávidos que la Corte Internacional de Justicia le arrebataba a Colombia 75.000 kilómetros del mar Caribe y se los entregaba a Nicaragua. Colombia jamás ha tenido diplomacia profesional pues los cargos más delicados en el exterior se han entregado a politiqueros que perdieron las elecciones pasadas y los gobiernos triunfantes tienen que ubicarlos en cualquier parte para que dejen de estar molestando. En Colombia, político perdedor, diplomático seguro.  

 

El pueblo raso participa en la diplomacia colombiana pero de otra manera. Cuando el caserío era un  corregimiento ignorado, en el panorama nacional, varios sanjoseños participaron en dos conflictos internacionales.

 

El primero de ellos fue la Guerra de Colombia con Perú, entre 1932 y 1933. Trescientos hombres del ejército peruano se tomaron a Leticia el 1° de septiembre de 1932. El presidente de ese país, Luis Miguel Sánchez Cerro, dijo que se trataba de las “incontenibles aspiraciones de civiles peruanos de recuperar un territorio que juzgaban suyo y que habían perdido tras la firma del Tratado Salomón-Lozano, en 1922”.  Ese acuerdo le dio a Colombia soberaría sobre el territorio al norte del río Amazonas. Laureano Gómez pronunció la frase “Paz en el interior; guerra en las fronteras” que aglutinó a los colombianos alrededor del presidente Olaya Herrera.

 

Desde mayo de 1913, por carteles y por bandos desde las tribunas principales de los pueblos, el gobierno nacional informó que todo individuo que llegara a los 21 años de edad estaba obligado a inscribirse, en las inspecciones municipales, para ir a pagar servicio militar obligatorio. Antes agarraban a los de ruana en las plazas de los pueblos y amarrados se los llevaban sin siquiera poder despedirse de la familia.

 

En 1932,  muchos jóvenes y sus familias olfatearon que la situación se estaba complicando por lo que, con seguridad, el gobierno recurriría al método viejo de echarle mano, en las plazas de mercado y negocios de los pueblos, en forma sorpresiva, a quienes pudieran cargar un fusil para conducirlos a la guerra. Infinidad de padres escondieron a sus hijos varones o les permitieron que buscaran refugio en lugares menos concurridos que un Camino Real.

 

El Gobierno distribuyó unos volantes con un texto que empezaba así: “Queremos, hombres del campo, llevaros en este mensaje la verdad sobre el conflicto planteado por los habitantes del Perú. Y lo hacemos fundados en la palabra oficial y en las circunstancias especialísimas que rodean este grave asunto. Sabemos que muchos de vosotros empezáis, como en los días negros de nuestras guerras civiles, a buscar en la selva un refugio para libraros del reclutamiento forzoso, sin duda porque ignoráis el carácter de la guerra que se avecina. No os culpamos. Honradamente creemos que estáis en un error al confundir este conflicto con nuestras nefandas reyertas civiles, cuando el fusil del hermano se tendía señalando el corazón del padre, sin que los ríos sagrados de una misma sangre merecieran siquiera un sentimiento de compasión…”.

 

En la plaza de mercado de San José le echaron mano a un grupo de muchachos a quienes les tocó empuñar las armas para defender la patria, en la frontera con Perú. Uno de los caídos en la redada para ir en defensa del territorio nacional fue José Luis C., el novio de Clara Rosa Hernández. Él  envió a su amada un telegrama a finales de 1932, desde Neiva, pero, por una absurda distribución de los documentos encomendados a los Telégrafos Nacionales, apenas llegó a manos de su destinataria, más de 65 años después, en febrero de 1997 (¡!). De Florencia (Caquetá) les esperaba una dificilísima navegación por el río Orteguaza, el Apoporis, los rápidos de Araracuara y La Pedrera, sitios consagrados en La Vorágine de José Eustasio Rivera. Los enfrentamientos con los vecinos, en la frontera, duraron tres meses. El grito de batalla, en esta guerra, fue: “¡Que viva Colombia; lo demás es nuestro!”. Con la izada de la bandera de Colombia, en Leticia, por parte de la Sociedad de Naciones, nuestra patria siguió aferrada al Trapecio Amazónico. Brasil redactó el documento de intención pero los peruanos no lo aceptaron. Luego, Brasil se inclinó a favorecer los intereses de Perú.

 

El 18 de septiembre de 1932, por la mañana, se llevó a cabo una gigantesca manifestación en Manizales en la que participaron más de diez mil personas indignadas por lo que llamaron la felonía del Perú. Orador principal fue el doctor Fernando Londoño, abogado caldense graduado en Popayán y que hacía los primeros pinos como político y orador elocuente. Una cajita de música. Después habló el gobernador Gartner; el riosuceño Simón Santacoloma leyó una poesía emotiva y un grupo de damas agitó banderas tricolores para aumentar el fervor nacionalista. El desfile parecía un viacrucis pues en cada tribuna salía un espontáneo a enardecer la gigantesca multitud. Antonio Álvarez Restrepo, en el parque Caldas; Guillermo Guingue salió por Fundadores, Jaime Robledo habló desde la casa de José Pablo Escobar, luego el doctor Néstor Villegas y, como si fuera poco, doña Soffy Tobón de Arango habló embriagada de celo patriótico. Los presos ofrecieron sus vidas por la Patria. En la tarde del mismo día, armaron otra manifestación con la banda departamental y el Batallón Ayacucho. El pueblo cantaba: “Hoy que la amada patria se halla herida/ hoy que debemos todos combatir/ combatir/ vamos a dar por ella nuestras vidas/ que morir por la patria no es morir/ no es morir”.Desde los balcones lanzaban flores al ejército y, como si no bastara la palabrería de la mañana, por la tarde se escucharon más discursos pronunciados por Juan David Robledo, Ernesto Arango y Aurelio Jaramillo.

 

En los grandes incendios ocurridos en Manizales en 1925 y 1926, brigadas de rescate con picas y palas se desplazaron  para colaborar en las fervorosas manifestaciones en honor de la Patria y de las que tenían conocimiento por la radio. Algo parecido ocurrió con las manifestaciones con motivo de la Guerra con el Perú. Contaba Ana Matilde Hernández que, en la capital del departamento,  las actividades patrióticas  se incubaban, sobre todo, en el Teatro Olympia de donde las gentes radiantes de amor y furia salían a recorrer las calles gritando: ¡Viva Colombia!,con banderas de la patria flotando entre las manos. Por más de cinco décadas la bandera que la tía María de los Ángeles madrugaba a sacar a la ventana, en San José Caldas, en las fiestas nacionales, fue la que paseo por las calles de Manizales, en las manifestaciones patrióticas que ella no se perdía.

 

La tía Clara Rosa contaba que, en San José, a las seis de la tarde muchas mujeres se dirigían a la parte de arriba de la casa de los Gutiérrez a escuchar, en compañía de las mujeres de esa familia, las noticias en el radio que resonaba, abajo, en el Café de los Patos (Gutiérrez), ubicado en el primer piso. Por asuntos de pacatería de la época les estaba prohibido a las damas entrar a los negocios frecuentados por varones.  

 

 Sesenta años después de los acontecimientos, ella aún recordaba, como si se tratara de una reciente lección de historia patria que, por esos tiempos, un buque alemán  llegó con aviones de guerra y cañones, a Barranquilla, con destino al ejército colombiano. Desde Barranquilla despacharon el arsenal en lanchas, río Magdalena arriba.  Pasaban por Florencia (Caquetá) y, río abajo, se llegaba a Leticia (Amazonas), en donde se concentraban las operaciones militares. Región inhópita, ríos torrentosos, trocha y selva. Para llegar a Leticia necesitaban 10 días navegando por el río Putumayo. No existía aún la aviación en ese sector. En diciembre de 1932, anunciaron desde Brasil que el ejército colombiano marchaba a recuperar a Leticia. Los peruanos se apeltrecharon en fronteras con Ecuador y, en Lima, organizaron comités para recoger dinero destinado a la financiación de la guerra. A principios de 1933, los peruanos atacaron con aviones a Leticia y, en Lima incendiaron la embajada de Colombia. El gobierno nacional, temiendo la extensión del conflicto,  instaló defensas antiaéreas en Pasto, Popayán, Cali y Manizales.  

 

El Presidente Enrique Olaya Herrera convenció a los partidos y a la oposición de apoyar la causa común y montó una ofensiva para sostener el costo económico y humano de la defensa de Colombia. El programa “Fondo de Defensa Nacional” logró reunir 10 millones de pesos en bonos. Se multiplicaron los “bazares patrióticos”.  En el país, los colombianos donaron vajillas de plata, marcos, candelabros, relicarios que las familias tenían en la mayor estima.

 

En San José de Caldas, la ciudadanía firmó un telegrama de apoyo al Presidente de la república. Durante la misa mayor del primer domingo de septiembre de 1932, se recogieron las ofrendas en monedas de oro (patacones), anillos, aretes y aritos, prendedores, diademas y demás objetos decorativos de valor monetario. Los casados entregaron hasta las argollas matrimoniales, en medio de plegarias y una acendrada conmoción patriótica. Los niños llevaron sus alcancías para que las abrieran como admirable acto de amor a la Patria. La guerra con el Perú se fue extinguiendo pero no se acabó del todo. Aún en 1938 se presentaron escaramuzas del ejército peruano sobre territorio colombiano. Los colombianos vivieron muchos años en estado de zozobra.

 

El segundo conflicto en que participó algún parroquiano de San José Cds., fue la Guerra de Corea que se inició el 25 de junio de 1950, cuando Corea del Norte lanzó una ofensiva  y desencadenó las batallas contra Corea del Sur. Duró hasta el “cese del fuego provisional” firmado el 27 de julio de 1953. Según cálculos, en ese conflicto murieron 3 millones de personas. Colombia participó con un contingente de 5.100 soldados, solicitados por la ONU, junto con soldados de otros 20 países.

 

Contaba el coronel (r.) Alfredo Forero que el hecho que más lo marcó de esa guerra fue el siguiente:  “Estaba hablando con un cabo cuando se sintió una explosión terrible. Creo que caí, no me di cuenta. Fueron unos segundos. Me levanté y estaba mojado. Quise prender una vela y noté que un tiro pegó en la esquina de la tronera y le quitó la cabeza al cabo. Lo que yo sentía era el chorro de sangre que me salpicaba. Quedé paralizado. Pensé que estaba viendo esto en una sala de cine”.

 

En la Guerra de Corea murieron 213 colombianos. Entre los soldados que envió Colombia,  tomaron parte dos sanjoseños: Ramón Flórez, hijo de don Francisco y doña María, y Raúl Ramírez, hermano de José “Yarumo”.  La base de sus operaciones militares quedó en Panmunjom. Ramón retornó con muchas experiencias vitales. Por eso días, yo todavía era niño y, sin embargo, pusieron ante mis ojos las primeras fotos de desnudos que veía en mi inocente vida. Entre el vapor caliente y húmedo de un baño turco se distinguían los cuerpos lascivos de sonrientes soldados y esbeltas mujeres ojirrasgadas que los acompañaban. Con la cabeza inclinada y el corazón contrito, tuve que confesarme, para poder comulgar el primer viernes de mes, por no haber cerrado los ojos en el instante en que me mostraron esas fotografías. Pasados los años, me arrepentí de haberme arrepentido.

 

 

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