DE LA VIDA DOMÉSTICA, ENTRE EL SIGLO XVIII Y XIX

 

                                                                             Octavio Hernández Jiménez

 

Muchas casas de habitación de  familias acomodadas, en tiempos de la colonia, albergaban esposos, hijos, abuelos, tíos, primos y aún personas sin parentesco alguno como la servidumbre, los adoptados y aquellos a los que por caridad cristiana les daban hospitalidad. Los habitantes, con todos los gastos que demandaban así como las comodidades con que estuvieran dotadas las casas en que pasaban sus vidas, ofrecían simbologías basadas en la economía, la situación social, la educación, la actividad laboral y otras consideraciones que los extraños leían o deducían, desde fuera o adentro, por la  amplitud, distribución de los espacios, muebles, vajillas, decorados con  lámparas, cortinajes, cuadros e indumentaria de las que hacían gala los moradores.

 

A los bohíos y casas de un piso con techo de paja, en los siglos XVIII y XIX, sucedieron las casas de dos pisos cubiertas con teja de barro conocida como teja romana, española o andaluza. Se necesitaba de buenos ingresos para mandar a levantar casas amplias, de buenos materiales y digna arquitectura como las casonas de muchas haciendas pertenecientes a terratenientes latifundistas, en el Cauca, el Valle del Cauca, Boyacá y Cundinamarca o las casas de barrios como el Santiago de Tunja, la Candelaria de Santa Fe de Bogotá, La Merced y Santa Rosa de Cali, la Plaza y el Centro de Medellín. La mayoría de viviendas en la Nueva Granada tuvieron constructores anónimos. Por lo general, en las casas urbanas de dos pisos, asignaban el primero para comercio, bodegas en la trastienda, servidumbre y esclavos. El patio interior con viejos árboles fue un complemento ambiental de las casas coloniales más destacadas. En el segundo piso quedaban las habitaciones principales con el comedor, la sala, el oratorio y la cocina. Cuando el jefe del hogar era comerciante, para ejercer su oficio seleccionaba la parte más estratégica del primer piso, como sucedió en la llamada Casa del Florero, en Santa Fe de Bogotá. En otras ocasiones, los miembros de la familia ejercían cierto oficio para lo cual destinaban un lugar discreto de la misma casa para ejecutarlo. Las mujeres contaban con espacio propio para reunirse a tejer, bordar, tomar las onces y hacerse visita. No es muy acertado decir que los varones ejercían las artes y oficios en lugares exteriores a sus viviendas. La mayoría de panaderos, zapateros, herreros, carpinteros, curtidores, sastres, sombrereros, plateros, cigarreras, tejedoras, costureras, hilanderas, encajeras, pintores, músicos y muchos otros artesanos y oficiales tenían su lugar de trabajo en la propia casa. Aún, muchos profesionales de la medicina, el derecho y los párrocos  despachaban desde sus propias residencias. Los quehaceres familiares iban trazando buena parte de la vida cotidiana y el futuro de la familia. Los oficios más comunes en un sector daban el nombre a las respectivas calles: Calle del comercio, calle de los herreros, calle de los plateros, calle de las chicherías que desembocaba en la Plaza Mayor de la capital del virreinato, evocada por Salvador Camacho Roldán, en Mis Memorias: “Las chicherías eran sucias, oscuras y en ellas se expendía, fuera de la chicha, manteca, piezas de carne de marrano crudas o ya cocinadas, pan negro y mogollas, leña y carbón. Se expendía la bebida popular en totumas coloradas y no en vasos limpios como hoy”.

 

Las herramientas de cada oficio se incorporaron a la vida cotidiana entre ellas las vajillas que son instrumentos de los que se valen los comensales para alcanzar el  propósito de alimentarse.

 

Los pueblos indígenas y luego las comunidades que configuraron las poblaciones en la mayor parte de la Colonia española utilizaban como vajilla los frutos de la palma de coco, de totumas jechas y de madera labrada. Los indígenas diseñaron vasijas utilitarias y vasijas ceremoniales, en barro seleccionado, que luego fueron utilizadas por familias españolas y mestizas, a veces sin el más mínimo respeto por una tradición como fue servir las sobras de los alimentos a los animales domésticos en esas vasijas o bateas. Unas tenían decoración y otras carecían de ella. Unos recipientes tenían y otros carecían de asas u orejas. Modelaban múcuras o tinajas en cierta arcilla que resistiera el calor y preciosas vasijas ovoidales para cargar o conservar el agua. Desde tiempos precolombinos y luego durante la colonia y la república se pulieron, en piedra de ríos, morteros y bateas con sus respectivas “manos” adecuadas para moler y macerar los granos propios de la alimentación indígena como el maíz y la quinua.   

 

Es de admirar que los pueblos aborígenes y los conglomerados en tiempos de la colonia española persistieran en conservar sus características como comunidades a costa de sus individualidades. Los integrantes aprendían determinados oficios en los que repetían los quehaceres con su pedagogía, materiales, formas, procesos. Así y todo, había una magnífica creatividad que exigía capacidades y la posesión en alto grado de determinado saber. Se establecía, entonces, una hermosa relación entre vida y sabiduría cotidiana. Sabiduría a nivel de  disciplina, de diseños, de técnicas. Una cotidianidad que iba fortaleciendo el desarrollo de la comunidad. Lo social no les era indiferente.  

 

Los artesanos, campesinos y las capas superiores de la sociedad consumían con frecuencia el famoso ‘pescado capitán’ del río Bogotá y sus afluentes. Abundaron las fórmulas culinarias con ese pescado: el plato del pescador, pescado capitán a la bogotana, pescado sudado, pescado a la marinera, pescado relleno, pastel de pescado pescado asado, pescado con vino… Comían ajiaco con carne de res o de oveja cocinada con papas y sazonada con ajo y cebollas.  Cuenta Jerónimo Argáez en su obra El Estuche que los trabajadores también se alimentaban con salchichas, tocino y grasas. “Las comidas las toman cerca del fuego; no hay mesas, si mucho algunos bancos o butacas; el chocolate se toma en la mañana y en la noche, seguido de un vaso de agua. En los almuerzos se consume la chicha, bebida muy fortificante y con mucho mayor contenido de alcohol que la cerveza europea”.

 

El científico y observador francés Jean Baptiste Boussingault, quien residió en la Nueva Granada por un largo período a partir de 1822, comenta que entre los pueblos arraigados en la sabana de Bogotá y en otros espacios, “no había entonces cocinas propiamente dichas; no era necesario tener una cocina como las acostumbradas en Francia: en una pieza colocaban a nivel del suelo tres grandes piedras que hacían el oficio de trípode y entonces venía lo que Bergman llamaba las inmundicias de la atmósfera o sea el polvo en el aire,  teniendo en cuenta que la escoba era un instrumento muy poco conocido y los cabellos abundaban en esa mugre, porque las damas y sus esclavas se peinaban en la cocina… Sobre los huevos revueltos, los cabellos conservaban su apariencia  y por su color se podía adivinar la procedencia. Al masticar sentía yo terrible disgusto; antes de comer retiraba tantos cabellos como me era posible, tal como lo habría hecho con las espinas de un pescado; en cambio, en los huevos fritos, debido a la temperatura aplicada a la grasa, se tostaban y se quebraban, de manera que tragaba sin que uno se diera cuenta”. 

 

Los huevos del desayuno, en 1823, venían compañados de papas fritas o de plátanos maduros azucarados. Boussingault describe un almuerzo corriente en casa de un abogado: “Primero se pasó la ‘olla podrida’ de los españoles que es un revuelto de carne de res hervida con papas, manzanas, duraznos verdes, garbanzos, arroz, repollo y tocino. Luego el caldo caliente; el pan estaba muy bueno mucho mejor que el pan francés cuya reputación, para mí, es inmerecida. En seguida apareció una bella colección de confituras de guayaba y de cidra; a una señal del anfitrión trajeron grandes vasos de plata llenos de agua fría”. 

 

En la obra El Alférez Real de Eustaquio Palacio (1886),  en estilo costumbrista, se detiene en la trata de esclavos, (entre 1789 y 1792), el negocio del azúcar, en la Hacienda Cañasgordas y las costumbres en la Cali de entonces.  En ella, el autor relata la cena, en unas de esas Bodas de Camacho  celebradas, en el Valle del Cauca, entre finales de la colonia y comienzos de la Independencia. En lo servido ya no se distingue lo nativo de lo europeo: “Comenzó el servicio por la tradicional sopa de arepa con gallina; a este plato siguieron pasteles de ánade (pato), piezas de guagua bien condimentadas, lengua de vaca en adobo, pescado salpreso y barbudo fresco, lomos de cordero y chanfaina (guisado de bofe) del mismo… Después condujeron a la mesa un lechón asado al horno; iba echado de barriga en ancha fuente de loza fina, como una gallina en su nido, y llevaba en la boca una mazorca de maíz atravesada… Después del lechón apareció el bimbo (pavo) en una bandeja, llevando en el pico un ramo de flores… Sirvieron al fin muchos postres y el infalible manjar blanco con dulce en caldo (almíbar con brevas) y queso fresco…”.

 

A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, la Revolución industrial y la Revolución francesa abrieron puertas hasta entonces selladas. Surgieron nuevas ciencias y otras fueron cambiando como la economía, la filosofía además de muchas áreas de la vida diaria entre ellas la gastronomía con nuevas influencias y modos de hacer las cosas.

 

 

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