DE UNA CULTURA A OTRA, EN EL GRAN CALDAS

                                                                 

Octavio Hernández Jiménez

 

El Gran Caldas se urbanizó sin necesidad de abandonar el campo; vive el modernismo sin haber alcanzado la modernidad.

 

Es conveniente aclarar que las llamadas cultura popular, cultura de élites y cultura de masas, fuera de las subculturas que revientan como tumores  en el vientre de nuestra sociedad, son variables pertinentes de la cultura occidental, judeocristiana o grecorromana.

 

Lo que ha hecho la cultura de masas es multiplicar para la venta aquellas formas de la cultura de élites o cultura popular que, debido a una  adecuada estrategia publicitaria, se convierten en artículo de primerísima necesidad.

 

La  cultura de masas no se puede confundir con la popular aunque el pueblo haya engrosado el número casi infinito de consumidores, ya que la popular es producto de la herencia  ancestral y la de  masas es producto de un utilitarismo espurio, sin nexos con la educación comunitaria, la responsabilidad, la convicción, las necesidades individuales y sociales.

 

El tránsito de una cultura a otra ha sido doloroso porque se ha perdido la brújula, la estrella polar que llamaban antes. Ese ideal se expresó en la cultura de occidente a través de un imperativo ya fuera hedonista, estoico, escéptico, pragmático, kantiano, que siguió cada civilización. Todos ellos buscaban afanosamente la felicidad. Era asunto de principios que hoy, en la cultura de masas, se ha trocado por el placer intenso, la posesión de cosas físicas o por la tendencia desesperada hacia aquello que, antes, se juzgaban como simples medios.

 

En la cultura de masas se pudrieron del todo los valores por los que luchó Don Quijote, como fueron el Amor, el Honor, la Justicia y la  Gloria. Por esto es por lo que todos juzgan a viejo manchego como un loco de remate. Estamos en otra onda. Ahora juegan ese mismo rol valores como la competitividad encarnizada, la fama pasajera, las apariencias que convencen, aquella cosa neutra  que, después de una serie televisiva nacional, en todo Colombia llamamos locha, distinta a lo que antes llamaban molicie, la pereza en vez del ocio, el sexo exhaustivo en lugar del amor compartido. La vocación cedió el paso a la profesión cuando, según el ideal anterior de la cultura, se trataba loablemente de perfeccionarla. Urge una cumbre con invitación especialísima a Dios y al Diablo para rediseñar un nuevo catálogo de  pecados capitales.

 

Hoy, como nunca, se debate el tema sobre el papel de la educación formal, tomándose ésta como la manera adoptada por el Estado para perpetuar y difundir la cultura a la que se ha afiliado. Se parte de una diferencia que se olvida cada rato entre educar e instruir; quiénes tienen a cargo una y otra misión; los contenidos indicados por el Ministerio de Educación (no de Instrucción)  obedecerán a la filosofía aceptada y esta se basará  o no en las necesidades de la población. Hacia donde uno mire observa el caos.

 

Se falla inicialmente en los principios. Ni siquiera los profesores, que son los sucesores de los viejos maestros, dan señales de conocerlos. El gobierno cree que cumple con el deber pagando horas cátedra a precios miserables y los profesores de tiempo completo han creído siempre que cumplen con dictar tantas horas cuantas les hayan asignado más otras actividades expresamente acordadas por reglamento. Repetidores de contenidos desuetos en la mayoría de los casos. Egresan de  universidades y  vuelven a las manías y las mañas que aprendieron cuando eran alumnos de primaria o secundaria. Corchos varados en un remolino escasos de imaginación o decisión para desterrar un pasado mandado a recoger.

 

Cada ministro y su cuadrilla cambian  de política educativa. No se educa para la paz, ni para la convivencia, ni para la libertad, ni para el respeto, ni para la ciencia, ni siquiera con el anzuelo efectivo del progreso y el futuro. Y eso que damos pasos en ese milenio tan ansiosamente esperado. De ahí el cuestionamiento del formato educativo.

 

Mario Benedetti, en su ensayo La Clandestinidad del Sentimiento se extrañaba de que, en la realidad presente pero, curiosamente, en los novedosísimos planes educativos de los gobiernos y los mass media, se hubiese excluido la parte más amable y más noble de las personas. No se enseña, en el hogar, la escuela, el colegio, la universidad, y menos en la calle, a agradecer porque, según la nueva pedagogía de los sentimientos, eso de la gratitud, la solidaridad, la   admiración, el respeto y la sinceridad,  son formas cobardes de relaciones públicas.

 

“La violencia como abrumadora propuesta de los medios audiovisuales, la desaforada obsesión del consumismo y la inescrupulosa persecución del sacrosanto Estado; el fundamentalismo del confort; la plaga universal de la corrupción; la represión legal, y la otra, la autorizada; la antigua brecha, hoy convertida en profundo abismo, entre acaudalados y menesterosos; todo ello conforma un azote colectivo que castiga las emociones, cuando no las expulsa, las exilia. Acorralados y escarnecidos, los sentimientos pasan a la clandestinidad. A veces hay que esconderlos para ejercer o recibir la solidaridad”.

 

Caldas, en cuanto a resultados cualificables, se ha quedado rezagado con relación a otras zonas del país, a pesar de su fama como departamento culto, más bien diríamos  panzudo y orondo. Hasta nuestros  mejores bachilleres ocupan un discreto lugar en el contexto nacional. Así lo reconoció un secretario departamental de Educación,  hace varios años. Como para  sentarse a llorar. Y él tenía por qué saberlo.

 

Hay, en el caso nuestro, un agravante: nada se está haciendo para que los jóvenes de las distintas zonas del departamento se integren entre sí. Algunos vienen a conocerse cuando logran ingresar en las universidades de la capital. Luego, los que regresan, si es que alguien después de abandonar su terruño vuelve a él, tornarán a enclaustrarse en uno de esos compartimentos oscuros  en que está dividido lo que queda del Gran Caldas.

 

El Gran Caldas urge de  unidad espiritual que, a la larga generará una identidad cultural. Es una labor educativa que corresponde adelantarla a  pioneros, en los estamentos gubernamental, académico, social y laboral de las tres capitales. Que les duela la tierra. Nos unimos en el descubrimiento de quienes nos rodean, en la estima y el respeto que provocan el conocimiento, o seguiremos condenados a próximos descuartizamientos o, yéndonos bien, a un lamentable autismo social.

 

Si se detectan síntomas de deterioro o estancamiento es, en buena parte, porque nuestro corpus  expresivo coincide, por lo reducido, con la estrechez mental del universo que anida en nuestro cerebro. Lo aclaró Wittgenstein cuando dijo: “los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo”.

 

Pertenecemos a una de las áreas de pensamiento más provinciano que hay en el país. Vivimos intelectualmente en un mundo semejante al europeo antes del gran descubrimiento de Colón cuando, según Arnold J. Toynbee, en la obra mencionada, “cada sociedad estaba convencida de ser la única sociedad civilizada del  mundo y de que el resto de la humanidad eran bárbaros, intocables o infieles”. Por los lados de Manizales, como en ninguna  otra parte, aun pelecha el mito del Pueblo Elegido. Bajémonos de esa nube.

 

Cierto que nuestro lenguaje ha perdido aceleradamente una enorme carga de regionalismos que como lastre se conservaba desde la colonización paisa. Los medios masivos de comunicación, sobretodo la televisión y la radio, son responsables, en buena parte, de esas innovaciones. Ya nuestras formas de expresión poco se parecen a las que consignó en su obra Don Tomás Carrasquilla que, según un crítico extranjero, vino a heredar, en  la Antioquia de los abuelos, la parla  espontánea  que consagró Santa Teresa. Pero, a falta de pan, buenas son tortas.  “Lo que se perdió en perfección se ganó en naturalidad”.

 

La industria cafetera, la de los cítricos, las microempresas que han vuelto a florecer en la provincia con nuevas técnicas, el comercio febril con el Valle, Medellín, Bogotá y las naciones del mundo con las que comerciamos, ha oxigenado el léxico con tecnicismos, neologismos y un lenguaje estándar más abierto. Vivimos, además, la edad de oro de los vulgarismos, la violencia en el lenguaje, y el argot de los bajos fondos paseándose gloriosos en los venerables labios de autoridades competentes o en los exuberantes de bellísimas damas. Algo tiene que quedar como remanente histórico de las subculturas que, desde hace tiempos, venimos padeciendo.

 

Sería conveniente averiguar qué tiene de cierto, en nuestro medio, lo  afirmado por la revista Fortune para la cual, el decaimiento en los proyectos de grande envergadura  de los que ya no hacen gala los gringos tiene mucho que ver con el decaimiento en la lectura de literatura clásica pues, según la publicación de orden económico, al leer a los grandes autores, renace la imaginación y en determinados momentos florecen, casi por milagro, métodos sorprendentes para el análisis y la exposición de proyectos ajenos a lo leído. De esto concluiríamos que, nuestro subdesarrollo se genera en la mente antes que en el bolsillo.

 

Los habitantes del Gran Caldas que, en una época del siglo XX, hacían salpicones con trocitos adulzorados de Esquilo, Goethe, Wilde y Nietzsche produciendo como resultado una cultura de pastillaje que mereció la admiración propia o la burla socarrona de algún boyacacuno, dejaron de deleitarse con aquellos tribunos de voz tronante para acomodarse, como el resto de  mortales, al nivel expresivo de los programas de humor o las telenovelas mexicanas o venezolanas. La mediocridad se ha convertido en la medida de todas las cosas.

 

Las universidades de la región, sean públicas o privadas, tienen la responsabilidad histórica de divulgar, por diferentes medios, el trabajo cultural de sus integrantes, entendiéndose por tal la producción y culto a las bellas artes que siempre ha sido el objetivo general de las oficinas tradicionalmente dedicadas a tan  loable misión, como la que generó este texto pero, también, y,  creo yo que en forma prioritaria, fomentar la investigación, el análisis, la confrontación crítica y la divulgación eficiente de aquellos estudios científicos sobre la cultura que, sistematizados, podrían llegar a conformar la compleja idiosincrasia  caldense.

 

Aun más: Todos los estamentos universitarios tienen que cambiar la burocratización por la creatividad. No se piense que se trata de una utopía: tendamos las manos y el espíritu hacia la alborada de una nueva civilización o, por lo menos de un nuevo siglo. No hay otra tabla de salvación.

 

Es conveniente repasar en público estas  cuestiones pues, de no hacerlo,  corremos el riesgo trágico del pobre Edipo a quien le cayeron encima todas las desgracias por ignorar su origen, su condición y su destino.

 

 

“LOS PROFUN Hernández Jiménez

 

 

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