DESCENDIMIENTO DE LA CRUZ

 

Texto final de las Siete Palabras, pronunciado por Octavio Hernández Jiménez, en la ceremonia vespertina del Viernes Santo, en el templo parroquial de San José de Caldas, el 25 de marzo de 2016, a las 7 de la noche.

 

El 28 de marzo de 1515, dentro de 3 días se cumplirán 501 años, nació Santa Teresa de Jesús, conocida también Teresa de Ávila, por el lugar de nacimiento, Teresa de Cepeda y Ahumada, por sus apellidos y Teresa la Grande por su obra y por haber sido declarada doctora, por la Iglesia. Fue escritora, poeta y reformadora persistente de conventos.

 

Santa Teresa está entre los posibles autores de ese clásico soneto  “No me mueve mi Dios para quererte/ el cielo que me tienes prometido/ ni me mueve el infierno tan temido/ para dejar por eso de ofenderte…”, poema que las abuelas repetían, en medio del éxtasis, como la más bella oración. Entre la abundante producción literaria de Teresa de Jesús, está la obra sobre su propia vida cuyo eje central es la misericordia de Dios.

 

Esta mujer enérgica, no desconfió jamás de la misericordia divina. La misericordia de haberla traído a la vida; la misericordia de haberle dado una buena y hermosa familia; la misericordia de la salud y el contento; la misericordia de poder jugar y leer obras de caballería, en su niñez; cuenta la historia de su padre moribundo que les encargó a los hijos que lo encomendasen a Dios y le pidieran misericordia para con él. Todo la hacía exclamar: “La gran misericordia que el Señor hizo conmigo”, entre las que también contaba el poder narrar su vida “para que se vea la misericordia de Dios y mi ingratitud”. En su clásica autobiografía llegó a hablar de la misericordia de las lágrimas y la misericordia de la oración mental, hasta exclamar con palabras que parecen escritas para el tiempo que nos ha tocado padecer: “Ya, Señor, ya, haced que se sosiegue este mar; no ande siempre en tanta tempestad esta nave de la Iglesia, y sálvanos, Señor mío, que perecemos”.  

 

Y tiene razón Santa Teresa en insistir en la providencia de Dios por quien existe todo lo creado y logra conservarse a pesar de los enormes envites del ser humano por destruir la naturaleza. Por la misericordia de Dios somos lo que somos y llegaremos a ser lo que, por su misericordia, podamos serlo. Existimos por su misericordia y ni pudiéramos respirar ni dar un paso, siquiera, si no fuera por ella.

 

Pero, en la historia de la salvación, llegó un momento en que Dios permitió que los seres humanos ejercieran una muestra de la misericordia divina activada en ellos por quien los había creado. Una mujer que se llamó a sí misma “esclava del Señor” fue la encargada de darle forma humana al Salvador.

 

Esa mujer estuvo al pie de la cruz y, con Ella, otros seres humanos recibieron la oportunidad bendita de apiadarse, en el crucial desenlace, el de la muerte, de hacer unos mínimos, circunstanciales pero no despreciables, favores al Cristo que acababa de expirar.

 

San Juan, testigo presencial de primera mano cuenta que “Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre; María la de Cleofás y María Magdalena y el discípulo al que amaba”. Fuera de estas personas también se encontraban “José de Arimatea que fue a pedir a Pilatos que le dejara tomar el cuerpo de Jesús y Pilatos se lo permitió; Nicodemo que “trajo una mezcla de mirra y áloe, como unas cien libras”. “Tomaron pues el cuerpo de Jesús y lo fajaron con bandas y aromas” (Jn. 19, 38-42).

 

San Marcos recogió de la tradición otros nombres que según los testigos, también estuvieron junto a la cruz: “Había también unas mujeres que de lejos lo miraban, entre las cuales estaba María Magdalena y María la madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén” (Mc. 15, 4041).  

 

Y los evangelistas decidieron no echar al olvido detalles tan significativos como que José de Arimatea “compró una sábana, lo bajó, lo envolvió en la sábana, (antes de) depositarlo en un monumento clavado en la peña” (Mc. 15, 46). Todo lo que sucedió en esa tarde, fue dictado por la espléndida misericordia que, el Padre, en favor de su Hijo, concedió a quienes representaban a la humanidad al pie de la cruz.

 

No es correcto decir que los seguidores de Jesús, a excepción de Juan, huyeron despavoridos, desde el jueves santo en la noche. En el escenario del calvario, unos, cerca y otros, lejos, se encontraban no pocos seguidores y seguidoras de Cristo.

 

A los anteriores asistentes al drama del patíbulo, se añaden otros, conocidos y anónimos que, cerca y a la distancia, practicaban la misericordia divina con el crucificado. Pilatos, que se mostró pusilánime en el juicio, se revistió de entereza, luego de la muerte del Justo, y tuvo el gran gesto de misericordia, inaudito cuando se ha reseñado sus procedimientos ante los tribunales y la multitud de esa mañana: dar el permiso inmediato para que José de Arimatea sepultara  en la tumba nueva el cuerpo de Jesús.

 

Pero, más que muchos, sin ser débiles, las autoridades deben tener gestos misericordiosos para con aquellas personas que dependen de ellas. Quienes ordenan legalmente deben seguir el ejemplo de Pilatos que tuvo misericordia con el cuerpo de un reo condenado por el aparato de justicia del momento y ajusticiado.

 

Aunque eran de culturas distintas, la virtud de la misericordia, en Pilatos, le llevó a reconocer, en la solicitud de Arimatea, que el cuerpo del ser humano a pesar de no ser ya morada de su espíritu, merece el mayor respeto. Y así sucedió: lo bajaron de la cruz, seguramente que lo lavaron como se acostumbra en muchas culturas, lo perfumaron con la mezcla de mirra y áloe que había adquirido Nicodemo, lo envolvieron en una sábana blanca y lo depositaron en el hueco cavado en la peña.

 

El cuerpo de Cristo empezaba a helarse colgado de la cruz. Soplaba ese viento frío que acababa de rasgar el grueso velo del templo y que hacía bambolearse, en las afueras de la muralla, el rígido cuerpo de Judas, el discípulo que, obnubilado por la angustia, no consideró la opción salvadora de pedirle perdón a Jesús  que, con seguridad, hubiese sido misericordioso con el codicioso tesorero de la naciente comunidad.

 

Si lo primero que dijo cuando ya colgaba de la cruz fue una palabra de misericordia, y en el transcurso de esa agonía hubo otras palabras cargadas de ese mismo don divino, estas elucubraciones sobre el entierro de Cristo buscan presentar a un Jesús que no produce actos de misericordia sino que permite que los demás derramen su misericordia sobre Él.

 

Si hemos mencionado en tan cortos minutos varias veces esta palabra sonora y cargada de piedad, ¿en qué consiste y en qué se diferencia de otros términos como la limosna?    

 

El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE), comenta que viene del latín ‘misericordia´ que significa  “virtud que inclina el ánimo a compadecerse de los trabajos y miserias ajenos”. Luego, añade: “atributo de Dios en cuya virtud perdona los pecados y miserias de sus criaturas”, para concluir con que puede significar también “una porción pequeña de alguna cosa como la que suele darse de caridad o limosna”.

 

Y, ¿en qué se diferencia la misericordia de la caridad o la limosna que se da? Más que una “porción pequeña de alguna cosa” que se ofrece, como una “limosna”, la misericordia “es un atributo de Dios por medio del cual perdona los pecados y miserias de sus criaturas”. Pero, ese es un concepto muy restringido. Si se puede decir, la misericordia tiene que ver tanto con la fe intensa, con la esperanza y con la caridad ante las deficiencias y miserias humanas.

 

Dentro de este contexto, en el Año de la Misericordia, convocado por el Papa Francisco para el año de 2016, se invita a implorar la misericordia de Dios sobre sus criaturas, sobre sus vicisitudes, sobre sus miserias además de poner en práctica esa virtud que, como reflejo de las virtudes que Dios ha sembrado en nosotros. Se nos invita a que no exageremos y más bien perdonemos las faltas y miserias de quienes nos rodean o nos ofenden.

 

Colombia ha sido un país urgido de misericordia. No son pocos los delitos que, a través de la historia, se han cometido en todos los centros y rincones de nuestra ensangrentada patria. Se ha llegado a catalogar a nuestro país como una nación enferma. Como si  estuviéramos poseídos de una tara social. De unos genes que estropean el normal funcionamiento de nuestra sociedad y hay que mejorarlos o vencerlos.

 

El primer acto de misericordia de que debemos hacer uso permanente es el de respetar la vida ajena y la propia y los cuerpos en que ella se manifiesta. Es misericordia recordar a cada paso que la vida es sagrada y el cuerpo humano también es sagrado. No solo respetarlo sino hacer lo posible para que no se conculque su dignidad. Defender la vida es uno de los actos más admirables de misericordia. Reducir la vida y el cuerpo a simple mercancía y objeto desechable es hacer caso omiso de la misericordia inculcada por Dios desde el Edén cuando hizo al ser humano a su imagen y semejanza.  

 

Misericordia que emana de Dios es mirarlo como padre insustituible; es pensar y soñar en un camino que debemos recorrer con sabiduría; es llevar la cruz con fortaleza y, en muchas ocasiones, compartirla con nuestro prójimo; es mirar la comunidad a la que pertenecemos como un edificio del que hacemos parte y empeñarnos por adecuarlo y mejorarlo; es perseguir la Verdad, el Bien, la Autonomía y la Libertad. Misericordia es prepararnos, a diario, sobre todo para aprender y, si es menester, también para enseñar, en el diario vivir.

 

Misericordia es perseguir la convivencia pero a la vez, como lo recuerda el filósofo Sören Kierkegaard, el cristianismo es la religión de los violentos, de los que lo desprecian todo en este mundo para tomar el partido único de Cristo. El partido del perdón. Y, claro está que la cristiandad cuenta con muy pocos violentos de este temple.

 

Tratemos de ubicar, en un tiempo tan insensible con las promesas evangélicas, la imagen acuñada por Santa Teresa, cuando dijo algo así como que la misericordia “es la bandera de Cristo”; que con ella “renacen las alas para bien volar”. Y si continuáramos leyendo embelesados la autobiografía de la santa española del siglo XVI, por la misericordia, como Cristo desde la cruz,  “podemos mirar a los de abajo como quien está a salvo; quien se ha fijado en la misericordia divina ya no teme los peligros, antes los desea como quien tiene la seguridad de la victoria”.

 

Cristo, en la cruz, es “el divino Sol que nos deslumbra con su claridad”. Contemplémoslo mientras, quienes evocan a los llamados “santos varones” le hacen la misericordia de que descanse del tormento de la cruz; de que sus brazos y sus pies no sigan aprisionados por clavos cargados de moho; ni que su frente siga soportando las mortales espinas. Por las heridas de esos clavos y esa corona se escapó la preciosa sangre redentora.

 

Per crucem ad lucem. Por la cruz alcanzaremos la luz. Para lograrlo renovemos la alegoría de que, el agua expulsada de su costado cuando fue herido por Longino, nos purifique y, en sus llagas, encontremos abrigo; no desconfiemos de una posible salvación. Para ser coronados con los laureles de la gloria, merezcamos con nuestras obras la misericordia de Dios; misericordia que nos dará fuerzas para seguir persiguiéndolo, en el transcurso de nuestras vidas. Si seguimos sus huellas ensangrentadas, ganaremos la verdadera humildad y lograremos que se esfumen tantas vanidades y tantas grandezas falsas. Por su misericordia, Dios nos hace comprender que nada es imposible.

 

 

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