EL FALSO PLAN COLOMBIA

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Cuando llegué, el sábado 26 de enero de 2002, la gente de San José de Caldas estaba güete. El Pbro. Pablo Grajales había anunciado en la misa del viernes por la noche que, al otro día, empezarían los trabajos de restauración del templo parroquial, ¡con dineros del Plan Colombia!

 

Ante tanto entusiasmo, mi hermano Tito y yo visitamos al párroco, en la casa cural, para que nos explicara de qué se trataba. La casa cural, con su patio interior, estaba atestada de flores, helechos y enredaderas. Los pisos, de maderas desportilladas, brillaban por el aseo y la cera roja que le untaban.

 

Nos comentó, eufórico, que Teresa Castaño, dirigente política, lo había llamado para ofrecerle alguna ayuda económica para las obras parroquiales, en la temporada preelectoral de elección de senadores y representantes, en marzo próximo.

 

El párroco comentó que en esa misma semana el presidente de la república estaba liquidando en Armenia el Forec, entidad  que había patrocinado la reconstrucción del Eje Cafetero con motivo del terremoto de enero de 1999, pero que el templo parroquial de San José se había quedado sin reparar. El anterior cura de San José y el alcalde de Risaralda se habían disimulado. La parte central y superior del frontis, después de tres años, seguía averiada esperando, Dios no lo quiera, un terrible accidente en alguna de esas aglomeraciones que se forman a la salida de cualquier ceremonia. Para eso se construyeron los atrios: para encontrones e intercambio social de saludos, algún chismecito y hasta luego.

 

Teresa le comentó que las obras que no se habían logrado evacuar por el Forec pasarían a ser realizadas con dineros del Plan Colombia, una empresa gigantesca de más de dos mil millones de dólares propuesta por el gobierno nacional y aprobada, entre muchos tropiezos y gran escándalo, por el gobierno de Estados Unidos, Japón y Europa, en el año 2000, para tratar de contrarrestar los cultivos y comercio de narcóticos (cocaína, heroína y marihuana) y mitigar la crisis social y económica por la que atravesaba Colombia, en ese tiempo.

 

Al otro día llamaron “de las oficinas del Plan Colombia en Bogotá” al cura párroco anunciándole que llegaría una comisión para iniciar trabajos de reconstrucción y que esperaban que el señor cura les mostrara todo lo que había que hacer no solo en la fachada sino dentro del templo.

 

El sábado llegaron tres individuos, con calculadoras en mano. El sacerdote empezó a mostrar necesidades por doquier. Los tres enviados nunca se inmutaron. Todas las necesidades las incluían en sus agendas como si nada. No podían faltar los noveleros con la boca abierta ante tanta largueza. Consiguieron ocho obreros, nombraron a “Sancho” (Felipe Grajales) como capataz  y empezaron a tumbar maderas carcomidas por el comején y la broma, en los cielos rasos de la sacristía y las naves laterales del templo.

 

El párroco nos dijo, entusiasmado, que les había puesto varias condiciones que ellos acataron sin chistar: En primer lugar, no se trataba de construir una nueva obra sino de remodelar el templo conservando intactas las líneas de su arquitectura original.  Igualita a la vieja. Sólo le sustituirían lo podrido. Les advirtió que la iglesia hacía parte del Patrimonio Cultural de San José. Les comentó que la nueva madera no se pintaría de color amarillo crema y azul celeste, como estaba en ese momento, sino que se rescataría el color de la madera taponada, tono miel, como el interior de la iglesia de la Inmaculada, en Manizales. ¡Todo un mundo feliz!

 

El domingo continuó el trajín de los martillos y la madera podrida lanzada de lo alto. Por la tarde recibí la vista de mi hermano Francisco Javier y visitamos la iglesia para observar la obra iniciada.  Según el director del Plan Colombia, quien había conversado varias veces con el párroco, por teléfono fijo, había dispuesto, de inmediato, doscientos millones de pesos (cien mil dólares) para cubrir los costos de semejante trabajo. Según los tres enviados especiales ya habían hecho el primer pedido de madera de cedro por un valor, según ellos, de cincuenta millones de pesos. La cuarta parte del total. Cedro como para el templo de Jerusalén. ¡Qué maravilla!

En el día, habían sacado muestras de la madera de las columnas del templo, de los rosetones superiores, de los cuadros del coro que dan al templo y de otros lugares con el fin de mandarlos a tallar, sobre medidas, en Manizales. Les pregunté si también cambiarían el piso de las escaleras a la torre y del coro que estaba podrido. Se sorprendieron pues no habían visto “esos detalles, por mirar para el cielo raso”.

 

La obra  estaría lista en cuatro meses. Se consagraría, con toda pompa, el nuevo templo, en el novenario de la Virgen del Carmen, en julio, cuando se iban a celebrar las bodas de diamante (75 años) de las fiestas patronales. El obispo de Pereira, ante la noticia feliz que el cura le había dado por teléfono, estaba güete y anunció visita para esa dichosa mañana. El Padre Pablo dispuso que, de inmediato, las misas de la semana se seguirían celebrando en la Escuela San José, a un lado de la Alcaldía; las de los domingos en una carpa en el atrio del templo y la semana santa se realizaría en el kiosco contiguo al Hogar de los Ancianos, a la entrada del cementerio, si todavía no habían concluido.

 

Durante la semana siguiente,  a Manizales llegaron rumores sobre una estafa a la parroquia de San José y sentí gran desaliento cuando pretendí  confirmarlas por teléfono. Esperaría al fin de semana cuando volvería a San José a la celebración del quinto aniversario de la muerte de la tía Teresa.

 

En San José se ha presentado el fenómeno de un templo repleto de personas cuando, en las casas y calles, olfatean que el cura prenderá la hoguera inquisitorial, rayará una maldición, expresará un disgusto, se ensañará contra alguien o tratará de rebatir un chisme.  Un cura histérico, que maldiga, se desenjalme, suelte su berrinche y su bilis verde, gusta mucho en los pueblos. La gente es morbosa y busca, de vez en cuando, escapar de la monotonía. Recibir choques eléctricos en forma gratuita. Por algo, gustan las peleas de gallos aunque, con el cura, los humildes mortales están en desventaja por no poder utilizar los mismos recursos mediáticos de los que él abusaba. El pueblo farfulla, cuchichea con la boca torcida o se toca con la rodilla, cuando el que hay al frente, sin control en su verborrea, aplasta inmisericorde a quien carece, en sus manos, de la misma arma para defenderse. Otras dos ocasiones en que se ve atestado el templo que el obispo encomendó al cuidado de un sacerdote es el domingo siguiente a su llegada como párroco cuando la gente va a atisbarlo y formarse algún preconcepto sobre el forastero y la otra ocasión es cuando el mismo cura convoca a la feligresía para despedirse, tiempo después, si es que no se va bravo, sin abrir la boca. Cuando convoca para despedirse, el público va a adivinar a quien le dedicará sus directas o indirectas guardadas como pan para la leche. La hiel de amarguras ajenas. Fuera de estas dos ocasiones, más las de un entierro importante, tiene que ser mucha la expectativa para que la gente acuda masivamente al templo. A varios curas poco les ha interesado, a no ser por las limosnas, el templo lleno o vacío.  Menos testigos de su hastío, omisiones, frustraciones y desaciertos. Para interesarles por motivos distintos se necesita que sean santos misioneros.

 

El viernes primero de febrero, el templo se llenó hasta el tope, al llamado del párroco. Cuando apareció en la puerta de la sacristía, los asistentes, de pies, lo aplaudieron, en señal de respaldo. Todos se habían sentido embaucados, alucinados por los estafadores. El padre Pablo, con su hablado despacioso y sereno, soltó todo el rollo. A la parla metió uno que otro chistecito para descargar la tensión nerviosa.

 

Le bajó decibeles al asunto. Se solidarizó con el concejal Carlos Patiño por haber caído en la trampa con “una platica” que le pidieron prestada “los gerentes esos”. Además, le habían solicitado una volquetada de cemento que, según aclaró el damnificado, no se la entregó. Fernando Marín, “Musingo”, tan atento con los forasteros, les prestó “unos pesos y el teléfono celular para que hicieran las llamadas que necesitaran a las oficinas del Plan Colombia” y también se fugaron con eso. Ruth Sánchez les dio comida a los tres y el licor que pidieron, en la Rudoteca, por lo que se marcharon del pueblo “tremendamente enguayabados”.  Los ocho obreros y Sancho se quedaron mirando pal páramo pues se fugaron debiéndoles varios días de jornal. Y ellos que pensaban que iban a despegar la aguja para largo rato.

 

A pesar de los ruegos de los estafadores para que les prestara más dinero “mientras llegaba la plata de Bogotá”, el curita “apenas les había soltado doscientos mil pesos” (cien dólares) y no accedió a darles posada en la casa cural. ¿Qué hubiera pasado? Los demás estafados guardaron silencio para no convertirse en reyes de burlas.

 

Como no hay mal que por bien no venga, si no destapan los rotos que destaparon en la sacristía y el templo no se hubieran dado cuenta del estado tan lamentable en que están las maderas y, decía Sancho, que las instalaciones de la luz eléctrica estaba peores, cosa que me parece extraña ya que no hace diez años que la administración del municipio de Risaralda pagó cambio de redes que, según contaban, se le encomendaron al ingeniero eléctrico Fabio Salazar, hermano de Javier. Una junta pro-templo empezó a trabajar; en la reunión ofrecieron al cura dos novillas para rifar.

 

Estos trabajos aparecieron en el momento de mayor peladez. Aunque los graneos de café no faltaban en tierra fría y en las laderas, el precio estaba tan alicaído que ni justificaba cogerlo. Hacía 25 años había pasado la bonanza cafetera. Hubo plata hasta pa’tirar pal zarzo. Como para celebrar las bodas de plata de la bonanza va este dato: el 6 de febrero de 1977, el café en Nueva York se cotizó a 3,28 dólares la libra, precio récord. (El Tiempo, 6 de feb. 2002, p.2-4). Veinticinco años después, el precio en Nueva York era de 0,60 (sesenta centavos de dólar la libra). Para sentarse a llorar.

 

El domingo 3 de febrero, Héctor Cardona, “Sancocho”, uno de los trovadores del pueblo, salió a vender, a dos mil pesos (un dólar) la fotocopia de las trovas paisas que le suscitaron los acontecimientos de la picaresca parroquial. Por la premura en la elaboración del producto se explican sus deficiencias:

 

EL PLAN COLOMBIA:

 

“Al pueblo de San José/ tres ladrones llegaron/ y a Musingo y a Patiño/

sin compasión los tumbaron.//  Con este caso toda la gente se asombra/ pues llegaron donde el cura con mentiras/ que era una ayuda del Plan Colombia.//

 

Muy caripelaos estos tres ladrones llegaron/ hasta el despacho parroquial/

y sin ninguna moral por el cura preguntaron/ y como ingenieros se identificaron.//

 

Cuando al pobre ya lo engrupieron/ ellos para la calle salieron con ganas de reír/ pues gente hay que conseguir para el trabajo comenzar/ los que quieran trabajar ligero deben de venir.//

 

A Ruth Sánchez le recomendaron/ para que alimentara la gente/ tráiganos más aguardiente/ que el trabajo es largo, señora,/ plata no hay ahora,/ pero sirva sin cesar/ y ella contenta servía inocente/ de que también a ella iban a estafar.//

 

Con cuarenta trozos de guadua/ Alberto entró a la tumbada pues se perdió la sudada/ dijo el pobre mamón/ pero él le pide al Señor que esa plata/

no les sirva para nada.//

 

Pasando yo por la calle/ caían tablas y cuartones/ pues arriba estaban los ladrones/ tumbando la iglesia de prisa/ esto da pesar y risa/ de ver lo que aquí ha ocurrido/ los maleantes han venido/ muchos estragos hacer/

pero ellos tienen que caer/ al Señor con amor le pido.//

 

El pobre Musingo un celular les fió/ y como si fuera poquito/ un paquete de cigarrillos también les regaló.//

 

Ruth y las muchachas/ a mí me lo dijeron que lo que más les duele a ellas/

fue todo lo que se comieron.//

 

Dicen que aquí el Plan Colombia/ lo está manejando el yepismo,/ entonces sin egoísmo/ deben de colaborar pues/ destapada la iglesia no se puede dejar.//

 

Por favor un poco de cuidado/ le pido a la administración/ pues aquí llega un ladrón/ y nada se nos da/ donde está la autoridad/ que en esto tiene que andar/ pues si nos dormimos/ al pueblo se pueden cargar.//”

 

La picaresca         criolla, desde la llegada de los españoles a América, ha estado a la orden del día. Nietos y tataranietos de Lazarillo de Tormes y del Diablo Cojuelo, la obra de Luis Vélez de Guevara (1641), en la que el Diablo va por toda España, no cambiando techos de iglesias sino levantando los techos de las casas para averiguar chismes.

 

Por los mismos días en que tuvo lugar este sainete, en San José, llegaron a Aranzazu  tres individuos (tal vez los mismos), con cámaras fotográficas y complicados aparatos de topografía por donde miraban y se hacían que estaban levantando planos sobre medidas. Las gentes, desde las ventanas, los miraban mientras ellos dibujaban en sus libretas. Unas viejas se acercaron para inquirir de qué se trataba y ellos les explicaron:

 

Estamos trazando la Carretera Troncal del Norte de Caldas.    

  

Y, ¿por dónde va a pasar?

 

Como a trescientos metros del área urbana pero si los vecinos de estas cuadras se reúnen y nos dan algún dinero podemos hacer una excepción y echar el trazado más cerca del casco urbano, y eso valorizaría las propiedades y  convendría mucho para la actividad comercial de este pueblo.

 

Las señoras, alborozadas y alborotadas, se nombraron ellas mismas en comisión semi-secreta y, de puerta en puerta, lograron reunir alrededor de un millón de pesos  que, con el mayor sigilo, entregaron a los ingenieros de pacotilla para que acercaran, a sus casas, la flamante autopista. Con la plata en los bolsillos, los estafadores alzaron bártulos y abandonaron el pueblo.

 

Mario Restrepo fue un viterbeño dueño de una hacienda por los lados de la quebrada de Guarne que sale de los repliegues de la cuchilla de Apía, por las vegas de Belén de Umbría en donde, para algunos, ocurrió la primera fundación de Santa Ana de los Caballeros, en 1539. Allá aparecieron ciertos personajes cargados de  extrañas herramientas, presentándose como arqueólogos y antropólogos de la Universidad Nacional (sede Bogotá) y el Instituto Colombiano de Antropología. Armaron toldos y se pusieron a medir el terreno con cuadrículas y demás procedimientos. Mario preguntó qué iba a pasar con su tierra. Los visitantes le comentaron que el gobierno lo avaluaría y con seguridad lo adquiriría pues se tenía la certeza de que allí había ocurrido la primera fundación de Anserma. Con disimulo de confiaron que ellos adelantarían ese papeleo en la capital y, si él quería, le subirían el precio de tan bella tierra pero, para lograr  eso,  le exigieron, en pleno 2002, una cuota de un millón de pesos. En ese momento, Mario carecía de ese dinero. Salió a Viterbo y tramitó en el Banco Agrario un avance extrarrápido. Les entregó el dinero, ellos se fueron a tramitar esos papeles en Bogotá y, 15 años después de esa visita, el propietario de esa hacienda no había vuelto a tener noticias de los avivatos que, para la estafa, se presentaron como avezados conocedores de la historia regional.

 

 

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