EMBERA-CHAMÍES, HERMANOS Y VECINOS (II)

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Embera significa “gente” y chamí significa “cordillera: “gente de la cordillera”. Los indios embera, en cambio, viven en la selva y se encuentran divididos en dos grupos: los embera propiamente dichos que viven en las costas del Pacífico desde Chocó hasta Nariño y los embera-katíos, que viven en las cuencas del Urabá y el Sinú.

 

Han sido un pueblo nativo, en cuanto que poseen su cosmovisión, su comunicación con el más allá, su lengua y sus costumbres arraigadas. Jai, en chamí, es espíritu. Los jaibaná son chamanes encargados de un poder mágico que ordena la vida, la salud y otras formas de la naturaleza. El maíz y el chontaduro hacen parte de su cosmogonía.

 

Los embera-chamí que, hasta bien entrado el siglo XX habitaban la Loma de Anserma (Cuchilla de Belalcázar), en la segunda parte del siglo XIX, aún conservaban la morfología física de sus antepasados:

 

“Las indias chamíes, en su juventud, son esbeltas, bien proporcionadas, con senos que miran al cielo, como bonitas estatuas, y se mantienen así mientras les venga la menstruación, ya que inmediatamente después engordan; están en el apogeo de su belleza cuando van a convertirse en mujeres; la gordura (en las mayores) es excesiva, sin que hayan tenido contacto regular con hombres, porque esa relación todas las han tenido antes de la pubertad. Tienen de singular que aun cuando engorden el abdomen no les crece, de manera que su obesidad no tiene nada de deforme. El chamí es bajito, como todas las razas que viven en las cordilleras. Yo no he encontrado adulto de más de 1,70 mts, y menos de 150 de altura y su configuración es más fina que la de los Muiscas de la meseta de Bogotá” (Jean Baptiste Boussingault, 2008, p.97).  

 

Bajitos: Tal vez por falta de proteínas en la alimentación. Gordura “excesiva” en las mujeres adultas: Mientras el varón salía de cacería, pesca o a deambular,  las hembras permanecían sobre un petate (o estera),  comiendo harina de maíz humedecida con sal. Así las ví, en varias ocasiones, cuando mi papá pasaba con nosotros por los tambos de la vereda La Esmeralda (Risaralda), rumbo a la finca del tío Emilio. Leonas marinas varadas en rincones de los tambos. A comienzos del siglo XXI, el aspecto físico de los indígenas había variado drásticamente. Viejos y viejas con contextura enjuta; desnutrición aguda como preámbulo de la tuberculosis que hacía leña entre ellos.

 

En el año de 1875, el gobierno del Estado del Cauca al que pertenecía todo el occidente de los actuales departamentos de Caldas y Risaralda, permitió que los antioqueños dispusieran de las tierras de los resguardos indígenas con la condición de reservar 50 hectáreas para el área de población del resguardo. A los agrimensores les pagaron con extensos lotes restados de las 50 hectáreas pertenecientes a los indígenas.

 

Tomás Ladino, gobernador del Resguardo de Guática, por esa época, envió a las autoridades caucanas una carta que valdría la pena que tuviera mayor difusión. En ella habla de “advenedizos antioqueños que procuran hacerse dueños injustamente del terreno de nuestro resguardo y se han apropiado de parte de él sin las formalidades dispuestas por la ley… Hará cinco meses que atacaron en pandilla armada e hirieron al indígena Manuel Rivera y han ultrajado a otros amenazando a que nos van a quitar la vida”.

 

Razón tuvo el historiador Alfredo Cardona T., cuando concluyó su texto “La ocupación antioqueña de los resguardos indígenas” con esta exclamación: “Al fin, los paisas amangualados con las corruptas autoridades caucanas, se quedaron con las tierras de los nativos que quedaron arrinconados en minifundios” (2015).

 

El reloj interior de los indios que sobrevivieron a las hecatombes de las dos conquistas, la española y la paisa (a otros con el cuento medioingenuo de ‘la colonización’), no estaba sincronizado con el nuestro.

 

El bogotano Carlos José Reyes, autor de la obra, en 2 tomos, “Teatro y violencia en dos siglos de historia de Colombia”, comenta: “Hay un período entre 1903 y diciembre de 1928 en el que aparentemente no hay guerras civiles, ni hay una situación de violencia tan clara, pero yo planteo que existió una muy fuerte violencia étnica, y hay obras que revelan la discriminación hacia los indígenas”. En asunto de narrativa, La Vorágine de José Eustasio Rivera hace una denuncia de esa situación inhumana padecida por los indígenas de la amazonía con el terrorífico negocio de las caucherías.

 

En el Bajo Occidente de Caldas, sobreviven de milagro algunos asentamientos, parcialidades y resguardos indígenas de procedencia embera-chamí, en las veredas Acapulco (Belalcázar), La Albania (San José y Risaralda) y el Pacífico (San José). Hay uno que otro tambo en Buenavista y La Rueda junto a la finca de Lorenzo Antía y La  Morelia (Risaralda).

 

El nombre Tamboral (sustantivo genérico de origen quechua que significa albergue, rancho), dado a una vereda de San José, sirve de indicio para suponer que, por esos lados hubo, in illo témpore, un caserío indígena. Hay veredas o parajes con el nombre de Tamboral en Manizales, Neira, Santa Fe de Antioquia y muchos municipios más. Tal vez, abajo, en las márgenes de la quebrada de La Habana, en donde el clima ha sido más benigno, tenían  pesca, a la mano, y abundantes animales de caza. También existe, en el municipio de San José, la vereda Guaimaral, la quebrada y paraje Changuí, en el valle del Risaralda, la quebrada Guapacha cuyo nombre también es apellido indígena y la quebrada Tamaspía que traza el límite norte con el municipio de Anserma.

 

Por la Calle Real de San José, en la primera mitad del siglo XX, pasaban, con frecuencia,  indígenas, con paso rápido, como si hubieran hurtado algo, llevando, entre varios, colgando de una guadua,  alguna una vaca muerta debido a la enfermedad de la ranilla que se manifestaba por un sangrado que liquidaba las reses, por “carbón sintomático” que mataba el ganado vacuno en forma fulminante o el “mal de tierra” o aftosa que la pobre gente trataba de combatir con azul de metileno restregado con un trapo, en la lengua de los animales enfermos.

 

En otras ocasiones pasaban con cerdos muertos. Iban y desenterraban, a hurtadillas,  vacas muertas o cerdos,  para asarlos, en la candela, antes de repartirlos entre los habitantes del tambo. Cuando la gente del pueblo les hacía el reproche por comerse esos animales apestados, contestaban a media lengua: Candela matar todo. De esos emplazamientos quedan las piedras de los fogones y una que otra herramienta o tiestos de alfarería. El oro que extrajeron en tiempos inmemoriales y con el que decoraron sus cuerpos y rindieron culto a sus dioses, no se volvió a ver. Estamos hablando de conglomerados miserables, saqueados con anterioridad, en las sucesivas oleadas de la conquista paisa.

 

Muchos indígenas aparecían muertos por los caminos que transitaban, con tiros de escopeta, sin aspavientos por parte de los habitantes del pueblo que, en muchas ocasiones, sabían con anterioridad de qué se trataba. Se espantaba a los sobrevivientes para apoderarse de tierras preciosas. En los que huían se extinguían las esperanzas, los sueños, las ambiciones y las iniciativas de una etnia. De su capacidad de combate quedó la leyenda. Los que se pusieron a salvo se volvieron retraídos y ariscos.

 

“Ante la enorme presión de los notables de Riosucio y Manizales que pretendían apoderarse de las tierras fértiles a orillas del río Cauca y de las minas y salados de la región, el gobierno disuelve el Resguardo Escopetera-Pirza y otros resguardos de la región. A partir de 1943, desaparece la organización indígena de la Escopetera-Pirza; los campesinos pierden todo su poder y se atomiza el territorio, incrementándose la pobreza y el subdesarrollo” (Alfredo Cardona T., 12 de abril de 2015, p.7).

 

Los domingos, con el Indio Víctor a la cabeza, salían los indígenas de Buenavista a San José de Caldas en donde se emborrachaban en el andén de la tienda de papá Daniel, ubicada en el primer piso de la casa de la familia, frente a la plaza del pueblo. Entraban a comprar “bayarrum” y “kola” (gaseosa); hacían la mezcla y, hombres y mujeres se dedicaban a bogar ese veneno, sentados en el andén. Era frecuente que, en la mañana de los lunes, entre 1950 y 1956, se vieran arrumes de indígenas durmiendo la rasca en el lote que quedó al tumbar la escuela que había en la curva en donde fue levantado, poco después, el Puesto de Salud convertido luego en Hospital. ¡Qué juma! 

 

Para la gente del occidente colombiano, por no hablar de todo el país, los indígenas pertenecían a una categoría miserable ubicada entre el animal y los mendigos. Parias absolutos.  El gobierno no legislaba en beneficio de ellos, aunque lo hiciera para mal, a nivel nacional, departamental y municipal. En 1914, cuando se envió a la Asamblea de Caldas el Memorial para que San José volviera a ser corregimiento de Belalcázar segregándolo de Anserma, la corporación departamental respondió que no había aceptado el Memorial porque iba firmado por menores de edad, mujeres y “un número considerable de indígenas”.

 

Los misioneros vallunos procedentes de Cartago y Buga realizaron campañas religiosas en la región, en los años anteriores a 1914. Después de esa temporada, los curas diocesanos poco mencionaban a los indígenas, en sus prédicas y los indios no acudían a los ritos, en los templos parroquiales, a los que no faltaban los pobladores de raza blanca y mestiza.

 

A mediados del siglo XIX, J. B. Boussingault, comisionado por Bolívar para explotar las minas de oro de Marmato, había escrito: “No creo que jamás se haya obtenido un buen cristiano de un indio; las ceremonias religiosas los divierten, nada más. Mi excelente amigo, el Padre Bonafonte, el viejo y venerable misionero, estaba persuadido de ello; me contaba que su sacristán nacido en Chamí, robaba vino de misa y revolviéndolo con agua, lo avinagraba, y, riendo, me decía: Ese bandido me ha hecho pasar más de una vez el Cuerpo de Cristo a la vinagreta” (ibid., p.96).

 

Arrinconados y despreciados. El pueblo raso de raigambre paisa sentía por ellos una compasión impotente. Los pensadores suponían que el cerebro del indio no había alcanzado pleno desarrollo. Se alimentaban, si mucho, con harinas de maíz y algunos tubérculos, micos, culebras, iguanas o tórtolas. En San José, las indias se iban detrás de las casas a coger los cogollos de las matas de cidra, decían que para hacer sopa; no les gustaba comer los frutos de la cidra.

 

Con una planta venenosa llamada “barbasco”, arrasaron los peces que habitaban las quebradas. En sus tambos, por lo menos durante el siglo XX, no cultivaban huertas ni cuidaban animales domésticos fuera de una perra escuálida como la de Marroquín. Las proteínas no hacían parte primordial de su alimentación.

 

 

Antes del entierro, a los católicos los velaban en las casas de familia del pueblo o del campo pero  a los indígenas muertos los dejaban en la Pieza del Meme ubicada en el primer piso de  la Corregiduría, entrando por la Calle de las Travesías, en medio de cuatro velas clavadas en el suelo o en botellas, mientras los llevaban a la iglesia para el rezo, a la carrera, de unos cuantos responsos. Los indígenas que acompañaban al difunto se emborrachaban en el patio de la inspección con bayrum (el licor más barato que “los civilizados” utilizaban para untarlo en el cuerpo de los que se golpeaban o machacaban. Los indígenas revolvían el bayrum con alguna gaseosa como la Calmarina. Dentro del ataúd, armado con unas tablas baratas a veces sin cepillar, los memes le echaban al difunto libras de maíz, fríjol, panela y alguno que otro alimento. Después de los responsos en la iglesia, los memes se iban para el cementerio tomando bayrum pero se detenían en las esquinas para bailar alrededor del muerto. Un día se pusieron a llorar y gritar desesperados porque “¡se acabó bayarrum!, ¡se acabó bayarrum!, ¡se acabó bayarrum”!, y carecían de dinero para comprar más veneno con el que se estaban suicidando. 

 

 

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