FESTIVAL INTERNACIONAL DE TEATRO: 30 AÑOS  DE LA CELESTINA

 

Octavio Hernández Jiménez *

 

En 1499 se editó, por primera vez, la Tragicomedia de Calixto y Melibea. En 1988, durante el Décimo Festival Internacional de Teatro de Manizales, Rajatabla de Venezuela presentó  una espléndida versión de la obra, dirigida por Carlos Jiménez, quien falleció poco tiempo  después. Esta es una semblanza de aquel acontecimiento.

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La puesta en escena de la Tragicomedia, de Don Fernando de Rojas, en el Teatro Fundadores, se constituyó en un auténtico broche de oro para clausurar el Décimo Festival Internacional de Teatro de Manizales.

 

El Grupo Rajatabla de Venezuela apostó a atravesar a nado el inmenso océano de una obra tildada por Stephen Gilman como “hito en la historia de la literatura de Occidente” y por Don Miguel de Cervantes, cuyo juicio nadie se atrevería a poner en entredicho, como “divina si encubriera más lo humano”. Para la literatura española, el sustituto del Quijote si no se hubiera escrito Don Quijote.

 

Sentado, minutos antes, frente al gigantesco escenario, me sentí en otra plaza de toros cubierta de luto, expectante por la lucha entre el hombre y la fiera, entre el actor y la obra; perplejo ante el incierto resultado del duelo. La bestia podría cobrar caro la osadía del torero.

 

Inicialmente, el escenario mostraba reminiscencias de “Sobre las Arenas Tristes”, puesta en el mismo lugar, en 1986, por el Teatro Libre de Bogotá: los crespones negros y la rampa por la que ascendió, a la inmortalidad, Elvira y, en esta ocasión, Melibea.

 

Quizá los venezolanos tomaron nota en ese entonces pero, Celestina sería, con el paso de los minutos, otra cosa muy distinta. Desde cuando se lanza al escenario la figura endemoniada del halcón, ave que como otras, en Poe e Isaacs posteriormente, tendrá un designio agresivo, todos nos dimos cuenta que el trabajo alcanzaría el calificativo, ya escuchado en distintos mentideros, de deslumbrante.

 

Presenciamos, más que una historia pasional, la trama alegórica de los cambios críticos entre la Edad Media y el Renacimiento. A todos los valores se les estaba moviendo el piso: el honor, el amor, el placer, el interés, el dinero; todo, como ahora, estaba en crisis.

 

Fernando de Rojas, posible acróstico de un judío agazapado tras una conversión apurada para no partir de España al exilio obligado, sintetizó en esta obra los cambios diacrónicos entre dos edades, a la vez que el fenómeno peculiar de una España crucificada entre los postulados de Jesucristo, Alá y Yavé; prendiendo una vela a Occidente y otra a Oriente.

 

Los venezolanos exhibieron en ese Festival el escrupuloso resultado de su lectura. Si todo apareció muy medieval, español y judío por el tono severo y esa facha de rabí, (el amor y la picardía estuvieron congelados bajo un sudario hasta que llegó el destape), en la atmósfera sensual esplendía el sol del Renacimiento.

 

Por los turbantes y algarabía (hasta la palabra es árabe), aquello evocaba al almuédano gritando desde la torre de una mezquita aunque en determinados momentos el sonido épico se convertía en insoportable ruido. Música oriental con arpegios de crótalos en cestas de mimbre; torsos, odaliscas de piel resplandeciente.

 

Monumento literario con reminiscencias de los árabes que hacía contados años habían sido derrotados en campo de batalla cerca a Granada y que todavía tintineaban en los oídos  de los primeros lectores de Rojas (1499). Ropajes que alguno de los asistentes vio como muestrario de la mugre medieval pero que otros contemplaron como un efecto visual de tono encarnado propio para resaltar aquella tempestad histórica de pasiones.

 

Si el pasado se hacía presente en la oscuridad, la vida nueva se manifestaba en el vestuario de mercaderes opulentos y, el clímax, ¡ah!, en la apoteosis desnuda de los cuerpos. Erotismo que provocó movimientos compulsivos no sólo en los fotógrafos.

 

Para encender con periodicidad y en momentos claves esos pebeteros simbólicos, los de Rajatabla tuvieron que haber digerido sabiamente el bellísimo texto “La Llama de una Vela” de Gastón Bachelard: “la llama es nacimiento fácil y muerte fácil”, como el amor de los amantes. “Vida y muerte pueden yuxtaponerse en ella. La llama ha tomado su opio de la sombra que la abraza. Y la llama, (como la lámpara que Pleberio ostentaba al final), tiene una buena muerte; muere durmiéndose”. De la juventud amenazante del fuego a la agonía azulada y breve.

 

Los venezolanos representaron la casa de Calixto, la residencia de Melibea y el recoveco de Celestina en un espacio indiviso. Existían razones conceptuales para no cambiar de escenario sucesivamente ni para saturar el espacio con talanqueras: la vida privada, la domesticidad de que hacían gala los protagonistas, era falsa. Todos, al escondido, se comunicaban entre sí. Celestina penetró en la hipócrita división social y la hizo trizas. (Hasta prestaba sus invaluables servicios a abades que, en el montaje de Rajatabla, tal vez para evitar truculencias, omitieron elegantemente). Ella era bien recibida por todos, en todas partes. Por eso, lo que aparentaba ser tres espacios distintos fue descifrado por el director, Carlos Jiménez, como un continuo de soledades y fingimientos.

 

La utilería fue, como ha sido en el teatro clásico, muy parca. Un recurso; no un muestrario de trebejos. Diríase que ideográfica. Polisémica. Variada atmósfera según quien ocupara la escena con palabras. Pero, esas palabras fueron sustituidas, a veces, por alegorías más ágiles sin alterar sustancialmente el texto original.

 

Lo de Rajatabla fue una buena traducción, no una versión literal. Así, el halcón, que en la Edad Media servía para la distracción de la nobleza holgazana y en el libro un apropiado recurso literario de Rojas, el autor, en la obra de Rajatabla se irguió como la fuerza incontrolable del Destino. De utilería ascendió a figura proteica.

 

Y, al contrario: la rodadita final de Calixto y el lanzamiento de Melibea desde lo alto de la torre no habrían podido representarse en el escenario si no con la colaboración de acróbatas y bomberos que serían, en la época actual, los más idóneos para poner en funcionamiento la consigna de los antiguos: Deus ex machina. Rajatabla trocó esas dos escenas policíacas y hasta cerriles por una más hedonista y filosófica, síntesis de esas vidas que se habían fusionado en una: La muerte no como castigo moral; la muerte, en la tierra, como apogeo de un éxtasis de amor.

 

Suspiramos por Melibea cuando su padre reveló ese cuerpo, en Fundadores y, como lo dijo la alcahueta, “Dios le deje gozar su noble juventud”. Antes, con la lectura individual había imaginado a esa muchachita un poco más ingenua pero, en esta ocasión, conocimos una ardorosa Melibea caribeña. Apareció acicalada como una Miss Universo de esas que brotan en Venezuela. Su cuerpo representaba la lectura siglo XX, un tanto maxfactorizada, del personaje que, por las calendas del libro, debió ser, con sus veinte años, más gordita, por gustos de la época y menos acrobática al hacer el amor.

 

Tanto en este montaje como en el texto original la palabra provoca el milagro del desenlace, apoyada por los gestos y el registro de magníficas voces, entre las que resaltaron la impostada de Celestina y la reposada de Pleberio en su litúrgico monólogo final: “¿Para quién planté árboles; para quién fabriqué navíos? Oh tierra dura, ¿cómo me sostienes? ¿A dónde hallará abrigo mi desolada vejez? Oh fortuna variable...”.

 

Los cánones del teatro clásico distribuyeron los caracteres de tal manera que a los nobles correspondieran los papeles trágicos y a los plebeyos los papeles cómicos. Los unos, dignos de admiración y los otros, del ridículo. En cuanto a la representación de Rajatabla, los compinches de Celestina, con sus mañas y ademanes grotescos, merecieron tantas palmas como los personajes nobiliarios de la obra. Nadie olvidará aquella hoja de vida que de Celestina hizo el Pármeno venezolano, con unos recursos propios de excelente actor, recursos que favorecieron al texto literario y a la puesta en escena, en su aspecto catártico, cómico y dinámico.

 

Esta, que aplaudimos una vez más, ha sido una de las mejores realizaciones a nivel internacional que se han presentado en nuestro escenario mayor de un texto redescubierto para el teatro, a diez años de cumplirse su quinto centenario.

 

 

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