JAVIER ARIAS RAMÍREZ PARTIÓ, HACE 30 AÑOS

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Por treinta y cinco años consecutivos, Javier Arias Ramírez estuvo gritándole al mundo sus palabras. Ellas fueron su patria: “Son las palabras y las letras/ las únicas amantes que en la vida/ hasta la muerte viajaron conmigo”.

 

Fue una caja blanca de poesía lírica en cuyos muros “hubo muchos nombres escritos y muchas soledades”, nostalgias de futuro y tiempos distantes, sin espacio trajinado, como los árboles. En sus palabras, “ángel dulce, dentadura de miel, harina de cristal”, resonaban como en un “río invisible” las palabras moribundas y una “orgía de estrellas” que se precipitan en un torrente de olvido que es toda vida.

 

Javier Arias nació en Aranzazu en 1926. Emigró de su pueblo en 1940 y solo regresó a él cuando llevaba publicado su primer libro Grito de Arterias (1951). Desde 1950, este poeta decadente publicaba su poesía   a la par que Mario Vásquez, Hermann Lema Atehortúa, Efe Arango, Olario Navarrete y Juan Restrepo, sobre todo en la revista “Cosmos” pero, al contrario de lo que el mismo Javier Arias dijera un día, su labor literaria no se redujo a “admiración, vivas y trago”.

 

Desde el primer volumen, Grito de Arterias, su poesía se convirtió en la sensación prematura de un mal sueño. Elegía de lo cotidiano. Fruta que se apetece pero que está podrida. De trecho en trecho, más en la vida real que en la obra literaria, un toque de humor negro. Y él preguntaba entre carcajadas: Y, es que existe el humor blanco. El humor blanco no sería humor.

 

Publicó diez poemarios: Grito de Arterias, La sombra tiene un eco, Razón de la vigilia, Sinfonía homonésima, La muerte que me puebla, Una memoria escucho, Soledad inconclusa, En mi patria de sueños, Patria mía, Aranzazu; Cantasueño del aire pajariego.

 

Los lectores intuimos que, con la obra editada en 1972, venía a poblarlo La Muerte. ¡La Grande! Así tituló el libro de esta temporada: La Muerte que me puebla. Se empezaron a escuchar desde entonces apresurados pasos del que va a marcharse en la madrugada dejando a los adormilados residentes las manchas indelebles de una siesta sin fantasmas:

 

“Ven, amor, sepultemos nuestro fuego/ en los dulces temblores de la carne/ que ya la muerte llegará con rostro/ que no podrá en el sueño iluminarse”.

 

En los últimos años, luego de un breve hartazgo en el festín burocrático, inició el inventario de nombres, rumbo a lo que él llamó “En mi patria de sueños”: el árbol que “al saltar en la tierra/ quedaste anclado en ella como un barco”; el invierno “con bufandas de niebla”; el aire que “es invisible mas lo presiento”; “el tiempo que llega hasta mi rostro”; la hermana, “liana triste aferrada a los muros de la vida”; los días que “hacen y mueren, luego resucitan/ en su contante juego que no acaba” y, qué tal esto: “es un jaguar herido por la pena/ mi corazón sin selvas en el pecho”.

 

Es circular la summa poética de Arias Ramírez. Una tómbola que gira y gira alrededor del desencanto sin dejar de entonar su salmo como un condenado. Estuvo más cerca de Porfirio Barba Jacob  y Gabriela Mistral que de César Vallejo y Nicanor Parra a quienes invocó varias veces en sus versos. “Padre Porfirio, te amo por la sangrante rosa de tu vida,/ por tu herida sin lanza en el costado,/ por la crucifixión de tu locura/ sobre el demonio mismo de tu carne”.

 

Si se tratara de vincularlo a un “ismo”, no estaría del todo mal evocarlo como uno de Los Nuevos en cuyo listado quedaría acompañado de Arturo Camacho, Jorge Rojas y los poetas de Mito. Hasta se podría catalogar como piedracelista caldense: “Copas en las sensuales embriagueces/ de nuestro amor. Febricitante vino./ Mi lúbrico licor por el camino/ de tu piel que me bebo hasta las heces”.

 

Aunque cantó,  a veces, asuntos esplendorosos, juveniles, festivos y transparentes, al contrario de sus congéneres, por su temática existencialista, en buena parte de su producción, no logró consolidar o difundir su universo poético. Fue como aquellos bañistas que no logran sumergirse cuando se lanzan y se quedan intentando zambullirse con desespero en la superficie de las aguas.

 

Despojado el poeta de la palabra,  queda su ritmo limpio. De Javier Arias se salvará, para la historia de la lírica caldense, su entonación musical. Violonchelo en un espacio vacío. Disfrutó con las palabras en su boca como si fueran confites. Metáforas destellantes y, para qué más,  tres o cuatro sonetos dignos de la más exigente antología colombiana, como “Sabiduría”, retrato y testamento espiritual al estilo Machado que reiterativamente volvemos a entonar, despacio, ahora que lo recordamos, cuando han pasado 30 años desde cuando “en la oculta madera de la muerte se ha tallado su estatua dura y fría”:

 

“No me arrepiento de mi haber vivido;/ yo siempre hago lo que tengo en gana,/ no sacude mi sueño la campana/ ni mi pereza lo que no he tenido.// Así voy caminando hacia el olvido/ de la tarde, a medio día y de mañana/ con mi filosofía soberana/ de todo lo gozado y padecido.// Jamás he ambicionado la gloriola/ ni la importancia de los pavos reales/ ni tampoco del santo su aureola.// Yo solo aspiro a ser como la ola/ que inmersa entre sus móviles cristales/ va en medio de otras pero siempre sola”.

 

El 27 de agosto de 1986, la ola solitaria que era Javier Arias Ramírez se desvaneció en las playas de la muerte.

 

 

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