LAURA MARCELA HOYOS Y LA BANDERA COLOMBIANA

 

Octavio Hernández Jiménez

 

No solo las arrugas y los achaques son indicios del paso del tiempo. La evolución de las costumbres nos alerta sobre su fugacidad de acuerdo con las necesidades, inutilidades, conquistas y exigencias de la sociedad que lo mide. Hay tantos tiempos cuantos seres medidos. El tiempo es nacimiento constante y  muerte implacable aunque, como dijo Javier Arias Ramírez refiriéndose al tiempo, “todos te nombramos sin rencor en los labios”.

 

Desde la prehistoria, las banderas, los pendones, los heraldos, han sido trapos significativos y sagrados para muchos pueblos; sin embargo, a la seda de las banderas y lo que ellas significan también les ha carcomido la polilla del tiempo. El tiempo las ha vuelto jirones.

 

En épocas pretéritas, las banderas propias eran amadas y las banderas del enemigo, codiciadas. Los vencedores hacían la entrada a las capitales, a caballo, en medio del estruendo de los tambores y el arrogante flamear de banderas propias y el oprobio de las banderas ajenas. El triunfo se medía por el botín y las banderas arrebatadas al enemigo. Ahí aparecían los gritos, los aplausos y las hijas de los vencedores agasajaban a los héroes con  coronas de oro y laurel.

 

En Colombia esa forma de representar el triunfo de la patria en las campañas fue cambiando. El ritual de los vencedores en Boyacá, al ingreso a la capital del virreinato se repitió, más o menos, hasta comienzos del siglo XX,  cuando la patria, desangrada, había agotado su juventud en las guerras civiles.

 

Hace cien años, pocos después de la guerra de los Mil Días y del despojo de Panamá, la prensa capitalina divulgó este comentario sobre la celebración del Día de la Independencia en la capital del país: “La celebración del 20 de julio se realizó con más frialdad que entusiasmo. No se vio la típica animación popular, ni la ciudad pareció tan engalanada como otras veces, y eran pocas las casas que ostentaban banderas; incluso, el mismo presidente, José Vicente Concha, no asistió a la revista militar, la cual fue deficiente” (El Tiempo, 23 de julio de 1916).

 

La mayor parte del siglo XX, en asunto de homenajes a la patria, pasó, no tanto en la celebración de los triunfos, que fueron mezquinos, sino en los funerales de las víctimas de sucesivos enfrentamientos. Las fechas especiales transcurrieron en desfiles por la calle real con las banderas que rendían honores a victorias  desuetas y archivadas.

 

Se levantaron estatuas, se grabaron placas, se cantaron himnos, se declamaron poemas y, en las fechas acordadas del 20 de julio, el 7 de agosto, el 12 de octubre y el 11 de noviembre, se engalanaron las tribunas con banderas guardadas en los escaparates con olor a naftalina.

 

Con la aparición de los deportes masivos como el fútbol cambió la forma de asumir el patriotismo. Las mamás, las tías o las hermanas ya no sacaban las banderas a las ventanas, sino que los muchachos las sustraían para llevarlas al estadio o salir a celebrar los goles, con ellas, amarradas al cuello. Antes de los partidos en que juega el representativo de Colombia,  por las calles, se ven los vendedores de banderas de todos los tamaños y todos los precios.

 

Muchas familias abandonaron las casas individuales y se fueron a vivir a edificios de apartamentos en donde se hace incómodo clavar una puntilla para asegurar el asta de la bandera. Entonces, la forma más práctica de mostrarla ha sido extenderla, en la ventana, como si se tratara de una antiestética toalla puesta a secar. Escasas banderas volvieron a emprender vuelo con el viento de la tarde.

 

Desde cuando aparecieron los afiches, las ciudades embadurnaron sus muros con colores que, de un día para otro, se vuelven basura. Y el oficio del diseño gráfico se profesionalizó. En 1972 abrió sus puertas, en Bogotá, el Taller 4 Rojo con artistas especializados, en el exterior, en antropología, filosofía, artes plásticas y fotografía que, por muchos años, acuñaron la versión de un mundo contemporáneo en el que los políticos militantes aportaban sus denuncias. 

 

Muchas banderas ingenuas, ingeniosas y dotadas de refinamiento se vieron pintadas en carteles, murales, grabados, fotoserigrafías y fotomontajes. Para todos los gustos y tantas denuncias como las de Vietnam. Quedaban pocas banderas en las físicas manos de manifestantes que ya no atiborraran, como antes, las plazas frente a energúmenos oradores. Banderas en las manos de una masa gesticulante.

 

El rápido progreso en la tecnología de los aparatos de comunicación y su masificación logró que cambiara también la expresión del patriotismo. Apenas, en 1991, se intentaba implantar, en Colombia, la telefonía celular y, en menos de treinta años, se ha dado el brinco de la bandera real a  la bandera virtual. Se conserva el alma de la bandera y se cambian los instrumentos con los que se transmite su mensaje.

 

 El diseño gráfico de la bandera colombiana para enviarla en los días patrios por medio de whatsapp y otras formas de comunicación, se ha prestado para observar la creatividad de muchas personas con las que compartimos la nacionalidad y las ideas que fluctúan alrededor de ese proyecto de alabanza.

 

El pasado 20 de julio vi mi correo inundado de expresiones de nacionalismo realizadas por profesionales del diseño o de los sistemas de comunicación. Algunas de ellas eran como gráficas para niños, otras ostentaban el talento de nuestros jóvenes y las había como para que los que no somos diseñadores ni artistas nos contentáramos con admirarlas.

 

 

De pronto, un corazón sugerente, una mano con la actitud del triunfo o los tres colores de nuestra bandera, en una rosa.   Había trabajos dotados de cierta ideología como el militar acunando a un niño sobre una bandera o una mano con una bandera en la pulsera, con nativas chaquiras y, al fondo, algo así como una paloma. Los autores se dieron el lujo de imprimir pocas palabras como diciéndole a los que recibían su trabajo: échele cabeza como buen pensador.

 

 

LAURA MARCELA HOYOS

 

El 20 de julio, recibí por whatsapp un trabajo diseñado por Laura Marcela Hoyos Agudelo, una joven de Apía (Rda.) que viajó a New Jersey, concluyó estudios de diseño gráfico y se desempeña con éxito en esa profesión.

 

Desde niña mostró las inclinaciones por la plástica. En la casa de su familia, en Apía, conservan una acuarela pintada, en sus primeros años, que representa dos guacamayas. Un trabajo infantil que ofrece indicios sobre el área en que iba a triunfar. Ya mostraba una conducta estética y el deseo de influir en el entorno social.

 

Ese deseo de influir en los demás con el arte se manifestó cuando concluyó sus estudios superiores y se vinculó a la docencia en el área de las artes. Cuentan que sus alumnos produjeron obras excelentes, de acuerdo con los recursos metodológicos desplegados por ella.

 

Con sus alumnos trazó patrones derivados de la misma edad mental de ellos y los aportes de esa portentosa ciudad. Ella recopiló los trabajos de sus alumnos y estableció parámetros sobre “el efecto emocional de ciertos motivos”. Con Hartlaub, Laura Marcela Hoyos pudo referirse a sus alumnos de corta edad como “impresionistas ingenuos”.

 

Por su parte, Hoyos Agudelo no se ha dejado absorber por los deberes escolares. Ha creado formas imaginadas para tatuar temporalmente a quienes se decidan por esas técnicas sociales catalogadas como artísticas. Gente que, ante los demás, busca el predominio de lo visual. Su piel como un lienzo pasajero.

 

Con motivo del Día de la Patria, en 2016, Laura Marcela quiso hacer de su rostro una bandera emotiva. Bandera colombiana con autorretrato. La artista no quiso expresar su relación con el entorno exterior sino con  su interior; con su emotividad. Buscó y logró expresar “la capacidad inhibitoria de la agresividad”.  La patria se vive o se padece adentro.

 

Las tres versiones de su rostro no conforman una pirámide (como la pirámide de Pfister) en la que se eligen los colores y las posiciones y de acuerdo con esto se dictamina el efecto. En este caso, el vocabulario utilizado en la obra es reducido: fondo oscuro, retrato de la artista y tres colores básicos que obligan a ser rigurosa a toda prueba. Sobriedad.

 

Sin embargo, es significativo el efecto provocado por la obra de la artista colombiana, debido al fondo abismal, los ojos cerrados al mundo ajeno, el cuello en actitud impaciente y, sobre todo, los colores en franjas irregulares y el dramatismo del rojo que chorrea por la garganta. No hay agresión pero sí severidad. Un silencio profundo que se convierte casi en alarido.

 

Ella, la artista plástica facilitó su rostro, a la vez, para expresarse como modelo de sí misma. Y, a pesar de ser la misma cara, al cambiar de postura, cambia el lúcido mensaje. Cada paso, en este trabajo, es premeditado. Hay relación problemática entre mímica y fisonomía. Cada movimiento de la cabeza tuvo que ser estudiado para producir esos efectos desgarrados. Y, como preguntaba Germán Rubiano, “un cartel bien hecho, bien diseñado, ¿no puede ser una obra de arte?”  

 

Ese mismo 20 de julio le envié el trabajo de Laura Marcela a otra amiga que vive en Miami  y me sorprendió el comentario: “¿Por qué veo esa tristeza en tan bello rostro? Quisiera ver alegría y risa en todas las formas de mostrar el Arte”. Desarmado como me dejó, no tuve más que contestarle: “Porque el palo no está para cucharas”.    

 

Pero un artista coherente conserva lo que llamaríamos el espíritu. Laura Marcela avanza en la destreza para pintar y en su propósito de hacernos disfrutar de su novísima representación. Facetas de un mundo dinámico tal vez vinculado a su temporada en la docencia.

 

La patria de la artista no está saturada de melancolía. Cuenta, además, con su dosis de alegría y de sonrisa. De ese espíritu que germinó en la niñez. Junto con los tres rostros de facciones adustas, difundió una mariposa que en su vuelo ilumina el mundo con los festivos colores de la bandera colombiana. Una obra en que prima la armonía. Una pintura sin contradicciones.  

 

 

Con motivo de las celebraciones patrias, muchos de los artistas que utilizan las redes sociales entraron en la onda de ese whatsapp que se volvió viral en los partidos jugados por nuestro país en la Copa América. Me refiero a la fotografía de unos arreboles en los que, fuera del rojo, aparecían el amarillo y el azul, en forma ordenada de acuerdo con nuestro emblema, con este texto: “Colombia, único país en donde Dios pinta la bandera en el cielo”. Asistimos a la expresión de un desconocido y eufórico patriotismo.

 

 

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