MANIZALES, A PESAR DE TODO

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Manizales ha sido una ciudad levantada a pesar de todo. A través de su historia, han tenido que construir primero el sitio y luego las edificaciones. Se han combatido incendios de dimensiones infernales como los de 1922, 1925 y 1926; sismos arrasadores como los de 1884, 1906, 1925, 1938, 1950, 1961, 1979, 1995 y 1999; la erupción del volcán Nevado del Ruiz, en noviembre de 1985 con antecedentes en 1845 y, más atrás, en 1595, cuando ocurrió una erupción de la que quedaron constancias en los cronistas españoles.

 

Entre los deslizamientos que no se olvidan, en Manizales, están los de 1965 cuando fue arrasado el barrio El Triunfo, un conglomerado en la parte baja de Villa Pilar debido a una bombada que se desprendió desde el barrio Chipre y destruyó las casuchas levantadas más abajo provocando 24 muertos. En 1965, una quebrada corría libremente por donde luego construyeron la avenida desde la glorieta de Verlón. Varias veces se ha mencionado el deslizamiento en el barrio San Fernando, por los lados de Fátima, en enero de 1982, cuando hubo 22 muertos. Esa tragedia llegó acompañada de un espectáculo kafkiano pues, mientras por la Avenida Paralela los sobrevivientes y deudos avanzaban llorando con los ataúdes hacia la Catedral para las honras fúnebres,  al mismo tiempo, por la Avenida Santander, las candidatas al Reinado Internacional del Café, desde las carrozas lanzaban piropos a la multitud que las aplaudía; al llegar a la Plaza de Bolívar las reinas se bajaron de las carrozas y, en vez de subirse a la tarima de la plaza, sorpresivamente ingresaron al templo mayor para asistir, qué importa, con los vistosos trajes típicos de cada país, a los oficios de difuntos presididos por el arzobispo local. Un aquelarre que no hizo reír a nadie. En noviembre de 1993 hubo un deslizamiento en el barrio san Cayetano que dejó 10 muertos y, en diciembre de ese mismo año, 1993, la tragedia se trasladó al barrio La Carolita donde el deslizamiento dejó 12 muertos y 20 desaparecidos. En junio de 2005, hubo ocho muertos en el barrio Bosconia debido a un deslizamiento más. En mayo de 2008, un derrumbe en la Panamericana lanzó al abismo un colectivo que iba para Villamaría: cuatro muertos y 12 heridos. En abril de 2011, en el kilómetro 15 vía Manizales-Bogotá, una creciente que bajó desde lo alto de la montaña arrastró un bus de Expreso Bolivariano al fondo del abismo y murieron 21 personas.

 

Por coincidencia, al día siguiente del deslizamiento en el barrio Cervantes que dejó 48 muertos, (4 de noviembre de 2011), el diario La Patria, en su sección Hace 25 Años recordó que, en 1986, se había presentado un enorme deslizamiento en el Barrio Marmato, no muy lejos del sitio en donde escarbaban para sacar personas vivas y más muertos. Cuendo la catástrofe en Cervantes, el presidente Santos voló y, como en situaciones semejantes, fue filmado al pie del abismo; un sobreviviente del barrio Cervantes comentó en la radio que el presidente llegó a darse champú ante las cámaras;  a prometer auxilios mortuorios que resultaron ridículos (250.000 pesos por entierro cuando costaba mínimo 1 millón y medio) y a dar la siguiente declaración: “Cuando se decreten alertas rojas, como en este caso, hay que evacuar. La alerta roja estaba decretada desde la semana pasada y no sabemos por qué razón, y eso hay que investigarlo, no se hizo la evacuación” (La Patria, 7 de noviembre de 2011, p.7a). ¿Se trataría de amargas sorpresas de la naturaleza, descuido o que no aprendemos nunca?

 

En lo que iba del siglo XXI, la capital de Caldas se había embellecido con glorietas, bulevares, jardines públicos y se poblaba de edificios de la mejor arquitectura. Se hablaba de “Manizales, Campus Universitario” y sus avenidas se veían repletas de jóvenes alegres muchos de ellos llegados a estudiar de otras regiones y del  exterior. Puro engreimiento pues, a pesar de las catástrofes anteriores, los últimos tres o cuatro alcaldes habían bajado la guardia en lo relacionado con planes de prevención de desastres. Se mermó el número de vigías de las laderas que cuidaban las canaletas; no se veía cuadrillas de obreros construyendo muros, terraplenes y más canaletas. Suponíamos que la ciudad estaba libre de todo mal y peligro. Al mismo tiempo, a comienzos de abril de 2017, una avalancha después de media noche cogió de improviso a Mocoa, capital del Putumayo y, entre palos, raíces y enormes piedras aún del tamaño de una casa de un piso, arrastró con 17 barrios y dejó 320 muertos fuera de los desaparecidos, heridos y despojados de vivienda. No solo el gobierno en pleno sino la totalidad del país y otros países se movilizaron en solidaridad con las víctimas.

 

Al anochecer del martes 18 de abril de 2017, empezó a llover con intensidad y, después de la una de la mañana del 19 de abril, la tragedia se ensañó contra 37 sectores de Manizales, la mayoría habitados por personas de los estratos sociales 2 y 3. Aranjuez, Las Colinas, Pio XII, Milán, Granjas, Camilo Torres, Bajo Persia, González, Sierra Morena, San Ignacio, Alto Castilla, Alto del Perro, Avenida Alberto Mendoza, Avenida Kevin Ángel, Glorieta San Rafael, Olivares, Solferino, Vía El Palmar-La Fuente, Bajo Prado, La Cumbre, Cervantes, Bajo Versalles, La Francia, 20 de Julio. Distintas formas de construcción fueron arrasadas por parejo: ranchos, muchas casas de bahareque paradas en zancos de guadua, cómodas casas de dos pisos y varios edificios entre 5 y 8 pisos, recién habitados. En Villamaría hubo deslizamientos sobre todo en la zona rural que dejaron 80 familias destechadas; pocos se acordaron de los desvalidos.

 

La intensidad de las lluvias fue de 156 milímetros. Jorge Eduardo Rojas, exalcalde de Manizales y, en ese momento, ministro de Transporte, explicó: “Aquí no había sobrecarga de agua de muchos días. Sucedió que tuvimos una lluvia histórica que sobrepasó los 158 milímetros en cinco horas, que tiene un tiempo de retorno en 5.000 o 7.000 años, imposible de prever. Ninguna ladera es capaz de aguantar esa sobrecarga de agua” (El Tiempo, 24 de abril de 2017, p.12). En cuanto a períodos de lluvia, la duración de este fenómeno fue mayor en Manizales que en Mocoa. Luego de 14 horas cesó el vendaval pero la ciudad continuó, por dos días, entre una llovizna pertinaz y arropada por una espesa neblina. Como consecuencias, llegaron el corte de agua y de energía eléctrica, en varias zonas de la ciudad,  17 muertos, 37 barrios afectados, 2 mil familias inscritas en el Registro Único de Damnificados, 1.100 personas atendidas incialmente en albergues, cifra que, a los ocho días había descendido a 220. Los hogares evacuados por precaución fueron 489; 150 viviendas arrasadas por el lodo, 7 puentes destruidos, 15 vías colapsadas en una ciudad en donde circulaban, en ese tiempo, 90.000 carros y 75.000 motocicletas. Las autoridades, al final, censaron seis mil viviendas consideradas como de alto riesgo por la zona devastada en que quedaron.

 

A la hora de buscar culpables muchos manizaleños recordaron que las sucesivas alcaldías de comienzos del siglo XXI se disimularon o echaron al olvido el titánico esfuerzo de la empresa oficial Cramsa que rodeó la ciudad de muros y canaletas. Pensaron que Cramsa ya no era necesaria y la desmantelaron. Varias constructoras particulares levantaron edificios en escombreras y al borde de profundas quebradas que socavaron los cimientos de esas construcciones sin que una oficina del gobierno municipal les impidiera construir en esos parajes. Ni procuraduría, ni fiscalía, ni periodistas se tomaron el trabajo de buscar explicaciones convincentes en los archivos. Sobre todo para los periodistas sin capacidad investigativa, en cada tragedia, el culpable era el que estaba sentado en la silla del poder, en ese momento.

 

Venezuela estaba ardiendo pues las marchas de la oposición buscaban tumbar a Maduro, el heredero de Chávez. En abril de 2017 hubo 300 asesinados en disturbios contra el gobierno del vecino país. Como cortina de humo, su presidente las emprendió contra nosotros al repetir que “Colombia es un país inviable”. Los colombianos no resistían tanta tensión por lo que se notaron lánguidos gestos de solidaridad de parte de la ciudadanía de otras ciudades en apoyo a la emergencia en Manizales. Sin embargo, hay que agradecer el gesto de la alcaldía y ciudadanía de Pereira que, el domingo 23 de abril, enviaron 10 toneladas de donaciones entregadas por el alcalde de esa ciudad, Juan Pablo Gallo, al mandatario de la capital caldense.  Armenia también tuvo su gesto de solidaridad.

 

En Manizales, por una tradición religiosa que viene de muchos decenios, atrás, se han fortalecido los grupos de pastoral juvenil, en las parroquias y en las sedes de colegios religiosos y que se han logrado fortalecer en infraestructura espiritual y física puesta en marcha en situaciones como ésta. Por barrios y edificios se movilizaban grupos de universitarios y adolescentes con uniformes de colegios religiosos solicitando la colaboración para las víctimas de la catástrofe. Las parroquias de la arquidiócesis recogieron las limosnas del domingo 23 para los damnificados de Manizales y Mocoa. El apoyo de los manizaleños, en donaciones y movilizaciones, fue ejemplar. Siete albergues provisionales; cuatro de ellos regularcitos. El mejor fue el que acondicionaron en el coliseo del colegio San Luis Gonzaga, una institución educativa manejada por los jesuitas; la adecuación de este albergue estuvo a cargo de la misma comunidad educativa. Estimularon la dignidad humana con el orden, el aseo, el optimismo y los implementos necesarios para cada familia.

 

El presidente de la época que viajó de la capital casi todos los días a Mocoa, solo vino en dos ocasiones a Manizales. Ese miércoles se trasladó de Bogotá a Medellín a instalar una asamblea y, por la tarde de ese día, apareció en la capital caldense, en una visita extrarrápida, cuando iba, en avión, de Medellín para Bogotá. Esa noche habló a todo el país sobre el tema de la corrupción en la que su gobierno estaba “enmermelado” pero, ni en el comienzo ni al final, mencionó, siquiera, a Manizales, para solidarizarse con su tragedia. El país guardó silencio. Regresó en forma veloz a los ocho días de la catástrofe. Por la tarde, la gente comentaba: El presidente estuvo y no el presidente está.  

 

El alcalde de Manizales era José Octavio Cardona. Se había posesionado el 1 de enero de 2016. En enero de 2017 se fue de vacaciones, muy legales, a Estados Unidos y, en abril del mismo año, viajó a Europa y regresó a su oficina la víspera de la tragedia. Casi lo coge la noticia en París. Llegó y calzó las botas para meterse al barro. Dicen que lloraba mucho: iba de sector en sector, abrazaba viejitas y soltaba lágrimas en compañía. La ministra de la Vivienda, en el Noticiero CMI prometió que, en el lapso de un año, a mediados de 2018, haría entrega de 1.000 viviendas en Manizales.  

 

Fuera del drama humano mostrado a los televidentes en fotografías y videos por redes sociales, una de las imágenes más aterradoras de esta catástrofe fue la del Cerro San Cancio al quedar despejado en la mañana del 19 de abril de 2017. Se trataba del cerro icónico de Manizales mencionado desde las primeras páginas de la historia de esta ciudad. Sus bosques fueron talados y sembrados, en gran parte, de potreros. Esos pastizales hoyados por las pezuñas de las reses en forma de surcos permitieron que el agua penetrara y desprendiera grandes porciones de tierra que se fueron abajo y se llevaron por delante muchas viviendas en viviendas de los barrios Aranjuez y alrededores. Sarcásticamente, las largas heridas en la loma del cerro eran dramáticas encima de los sectores populares que dan al centro de Manizales y a Villamaría. El barrio Palermo y otras áreas habitadas por gente adinerada no fueron tocados por las avalanchas de ese amanecer. Para esos lados había fértiles bosques. Esto demuestra, como lo repetía el amigo Julián Pineda que: las personas perdonamos a veces; Dios perdona siempre pero la Naturaleza jamás perdona.