MUCHEDUMBRE, NO MASA, EN LA VISITA DE FRANCISCO

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Tal vez muchos recuerden la obra y el pensamiento de José Ortega y Gasset y, en ella, el libro “La Rebelión de las masas”, publicado inicialmente en 1937 y, de ahí para adelante, con innumerables ediciones traducida a varios idiomas.

 

El primer capítulo “Sobre el hecho de las aglomeraciones”, a modo de advertencia, trae esta teoría: “Conviene que se evite dar a las palabras “rebelión”, “masas”, “poderío social” un significado exclusiva y primariamente político. La vida pública no es sólo política, sino, a la par y aun antes, intelectual, moral, económica, religiosa…”.

 

Y, luego, el filósofo español insiste en que el mundo moderno se caracteriza porque todos los espacios tienden a llenarse de gentes con distintos intereses: supermercados, centros comerciales, parques, plazas, hoteles, playas, hospitales. Lo más difícil, en nuestro mundo, es encontrar sitio.

 

Al contemplar por la televisión la transmisión de la llegada a Bogotá del papa Francisco, el pasado 6 de septiembre, pudimos suponer que no fue el gobernante civil el que ordenó que salieran los colombianos a recibir al ilustre visitante ya que el poder de convicción del gobierno civil, entre nosotros, en casi nulo.

 

Fue un impulso del corazón lo que condujo a la multitud a darle la bienvenida al pontífice más que los dictados de la política, como se temía que pudiera suceder. La gente no salió porque el gobierno la hubiera incitado a hacerlo, sino por un impulso religioso que la llevó a decidir ir, a caminar extenuada, seleccionar y aderezar las banderas que harían flamear y las flores blancas para lanzarle al pastor, escoger la compañía para esperar y compartir los sentimientos y las ansias, el lugar para ubicarse, las danzas, la música, los obsequios a nivel de una ruana y una chocolatina, las improvisaciones con palabras sentidas, los actos sorpresivos, al caer la tarde, donde iba a pasar las noches.

 

Desde lo alto del vehículo que transmitía el desfile triunfal enviaban señales que convertíamos en lo que Ortega llamó una “experiencia visual” mientras que los que se apostaron, a lo largo de la avenida a Eldorado, tuvieron “experiencias visuales” distinta debido a la cercanía física con el pontífice que, con seguridad, hacía más emotivo el intercambio de percepciones. Alguien gritaba alborozada, en uno de los noticieros nocturnos: Lo miré y él me miró, me miró, me miró.

 

Para los que permanecíamos ante los televisores a lo largo y ancho de Colombia y más allá, pues la visita se transmitió para 200 millones de personas alrededor del mundo, la gente de la avenida se veía como cabezas de alfileres pero al descender las cámaras se captaba que eran personas de carne y hueso cada una de ellas con sonrisas, manos tendidas, ojos deslumbrados y demás expresiones que manifestaban  sentimientos de plenitud.

 

En una masa también puede darse la expresión de sentimientos como cuando los grandes dictadores manipulan la mente y los sentimientos de sus súbditos haciendo de ellos unos autómatas. Pero, la masa es amorfa e inconsciente.

 

¿Qué hacía que esa muchedumbre no se confundiera con la masa en el sentido social? Al decidir que salían de la casa, al empezar la tarde del seis de septiembre, los anfitriones que eran los colombianos representados por los que se hicieron presentes en la avenida Eldorado asumieron un papel histórico, un largo pasado,  un desconcertante presente, un futuro esperanzador, el espacio y el tiempo soleado, los objetos simbólicos como las banderas, los rosarios, los trajes distintivos y aquello que pudiera tener sentido en un acto festivo como es una visita largamente esperada. Cada grupo se armó de valor, de entusiasmo y decisión.

 

Y fue que todo estuvo dotado de sentido: la delegación que llegó desde Boyacá con el cuadro de la Virgen de Chiquinquirá, patrona de Colombia, en un helicóptero; los sobrevivientes de Chocó que pasaron rumbo a Villavicencio con los muñones del Cristo de Bojayá, mutilado en una batalla entre guerrilleros y paramilitares, con el fin de ponerlo de testigo cuando el papa hablara de perdón; el hijo de una congresista que nació en el secuestro de su mamá apareció con una paloma de arcilla cuando el papa descendió del avión; la delegación de soldados-víctimas, corporales y espirituales, de la guerrilla, esperando, en su dramática situación, el instante de estrecharle la mano al pontífice si al soldado, de la guerra, le había quedado una mano; los bailarines caleños que, por breves momentos, danzaron “Colombia, tierra querida…”; los muchachos que acompañaron, en bicicleta,  al papa en su recorrido, por una vía paralela desocupada; muchachos y muchachas sobrevivientes de una existencia violenta en las calles que esperaban al papa en la puerta de la Nunciatura para saludarlo en su argot, llamarlo “parce”, acompañados de sus ritmos y de unos instrumentos elaborados con canecas de basura que retumbaban como tambores de cuero; los voceros de los jóvenes indigentes que se le acercaron a declararle su cariño por medio de varios presentes adecuados a su condición de aprendices de artesanías como una suave ruana blanca tejida por ellos para que el pontífice calentara su cuerpo en esta visita de cuatro días y noches pero que él se adelantó poniéndosela inmediatamente. Igual que a un abuelo colombiano, le lucía mucho esa ruana.

 

Hubo mucha humanidad en el desfile triunfal como para relegar el papel de los anfitriones  a una simple y a la vez terrorífica categoría de masa informe aglutinada en una larga vía de la capital. La masa es un monstruo que ruge, ciego y sordo, carente de entrañas, que es implacable y que va como un tractor, sin respetar a nadie, para adelante. “Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender. El gesto gremial es mirar el mundo con los ojos dilatados por la extrañeza. Todo en el mundo es extraño y es maravilloso para unas pupilas bien abiertas”, recalcaba el pensador español.

 

En gran parte, periodistas y espectadores de los medios de comunicación colaboraron, en su ausencia, para que dos millones de personas que se apostaron a lo largo de la avenida Eldorado no se convirtieran, en  dos o tres ocasiones, en el terrorífico monstruo con forma de masa. Esos instantes se presentaron al frente de la Universidad Nacional, luego al voltear en una curva estrecha y dentro de un puente peatonal con una enorme cantidad de pilastras. ¿Otro túnel del Alma? Instantes en que afloró el sentimiento, el fervor y muchas lágrimas.   

 

La caravana tuvo que detenerse por la imprevista actitud de la multitud a punto de dar el paso hacia una tragedia al rodear como una ola alta el papamóvil buscando avanzar en la expresión de los sentimientos exaltados de alegría y esperanza en un país huérfano de lo uno y de lo otro. Dijeron que el mismo papa dio la orden de cambiar de carril para estar más cerca de la multitud. Millones de colombianos, en esos momentos, quedamos petrificados. Lo que solucionó esa encrucijada en la que el pontífice se vio inundado de una multitud compacta tal vez fue la alegría y seguridad en la expresión, no se sabe si real o aparente, del mismo pontífice. Muchos bebimos, en su sonrisa franca, la tranquilidad necesaria. Una amiga me comentó que, en ese instante de pánico, cuando el vehículo descubierto por los lados se bamboleaba rodeado de una muchedumbre apretujaba que crecía buscando apretar con sus manos la de Su Santidad, exclamó, no sé si con San Pedro, en el lago de Tiberíades: “Sálvanos, Señor, que perecemos”.

 

Una horda impulsada por una  disociación y divergencia permanente puede acabar con una ciudad y una comunidad pero esas mismas personas impulsadas conscientemente por sentimientos nobles, que aglutinen, pueden comunicarnos una experiencia admirable e inolvidable como la que ofrecimos los colombianos a la visita que hacía su ingreso entre las más adecuadas formas de comportamiento. La masa destruyó a Bogotá el 9 de abril de 1948 y la muchedumbre, que no se convirtió en masa, nos salvó el 6 de septiembre de 2017 de lo que pudo llegar a ser un drama.

 

De la siguiente forma aclaraba Ortega y Gasset este punto de vista: “Las minorías son individuos o grupos de individuos especialmente cualificados. La masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas. La formación normal de una muchedumbre, implica la coincidencia de deseos, de ideas, de modos de ser, en los individuos que la integran”.

 

 

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