PRESENTACIÓN DE “LOS ÍDOLOS DEL HOGAR”, EN EL CEMENTERIO DE APÍA (RDA.)

 

Octavio Hernández Jiménez  *

 

De acuerdo con estudios antropológicos, arqueológicos e históricos, los seres humanos buscaron, en la confusa desaparición de sus congéneres, respuestas que ahora se consideran como el comienzo del culto a los muertos y los primeros balbuceos del fenómeno de la religión. En la realidad inatajable del fin se fueron aglutinando consideraciones primitivas sobre magia, mito y religión. Mucho más tarde, llegaron las explicaciones de la ciencia.

 

Los pueblos empezaron por pensar en que el deceso de las personas era distinto al de los demás seres vivos y en que en ese proceso se conjugaban elementos extraños como los espíritus que acompañaban a los muertos y sus sobrecogedoras manifestaciones; entonces, se adecuaron los ritos funerarios y germinaron las creencias religiosas hasta cuando Cristo santiguó la muerte y de un fin la convirtió en un paso a una vida mejor.   

 

La palabra cementerio viene del latín tardío coemeterium y esta palabra del griego koimeterion que significa ‘dormitorio’; a su vez, este sustantivo procede del verbo koimao, ‘yo me acuesto’. De esta forma, lo que sería etimología escueta, poetas de hondo calado como el colombiano Eduardo Cote Lamus (1928-1964) lo fueron convirtiendo en poesía pura: “La muerte es la casa donde se vive/ y se le ve de lejos; se divisa desde el camino,/ se le escucha con rumor de manto en la sonrisa/ o de mortaja en la palabra exultante./ Lo único que se tiene es el pasado…”. Y lo que se relaciona con La Muerte, en el transcurso de los milenios, los pueblos lo han ido aderezando con profundo respeto e imaginación; con arte; el arte expresado en monumentos de piedra o de palabras, vale decir  con el mito. Mito procede del griego mythos que significa fábula. Asignar la palabra Muerte al fin de los seres vivos es convertir ese fenómeno biológico en mito por toda la carga emotiva, por los interrogantes y las angustias que la rodean; es mito para distintos grupos sociales pues, en forma rigurosa, La Muerte no existe sino los muertos.

 

El cementerio San José, de Apía, es un dormitorio al que acuden, con periodicidad, los apianos pues, entre los canceles de cemento o bajo el prado, yace lo que queda de los seres queridos, admirados y jamás olvidados; espacio reservado para recordar, orar, desandar los pasos perdidos, desahogarse, suspirar y coger fuerzas. Quienes llegan a dialogar con sus muertos logran entablar conversaciones con ellos mismos, descansar mental y físicamente al dejar caer unas lágrimas o susurrar algunas palabras. “Un instante puede ser todo el pasado./ Y está delante del hombre. A él tiende los brazos, / hacia él se precipita. Lo que se busca, / en realidad, no es el futuro sino el encuentro”.

 

Como si se tratara de una alcoba sombría, aquí, en los nichos de los seres queridos, para siempre se acuestan como dice la etimología, las vivencias, los sueños, los proyectos, los recuerdos y las nostalgias perdurables. Son esas expresiones de la conciencia colectiva y de la problemática sicológica y social lo que se tiene en cuenta para seguir considerando La Muerte como mito a pesar de los profusos estudios mitológicos, religiosos, filosóficos y científicos que se vienen proyectando desde hace milenios.

 

Conservo indelebles recuerdos de este cementerio que se abre ante la elegante puerta engalanada, en la parte superior, con un círculo vacío, símbolo barroco de la eternidad. Cuando estaba en quinto de bachillerato (10°), en el Santo Tomás, me comisionaron para llevar la palabra al concluir aquí el desfile el día de la Madre de 1961, con el compromiso de que hiciera llorar a los asistentes como sucedió en realidad para alegría de mis compañeros de curso; otro día, cuando Gloria López inquirió sobre las explicaciones que daba Nietzsche para anunciar la muerte de Dios, ella organizó un visita a este cementerio para que tertuliáramos, arriba, en la rotonda central, una noche estrellada, sobre ese tema tan espinoso; hay más anécdotas hasta concluir con el inesperado sepelio, al otro día de una fiesta de bachilleres, cuando a mí con cinco graduados nos tocó cargar el ataúd de un campesino acompañados únicamente por la madre del asesinado. Al llegar a este cementerio, mientras los compañeros ayudaban al sepulturero a bajar el difunto con gruesos lazos al hueco profundo, la madre ya sin lágrimas, se quejaba recostada en mi brazo al sentirse desamparada en este mundo. Este relato lo cuento en la obra “Apía, tierra de la tarde; música en la montaña”.

 

Lo que se dice de La Muerte, desde el hecho mismo de imaginarla, de nombrarla y de darle unos atributos, según cada cultura, encaja en la teoría del mito. Ya nuestro laureado poeta Francisco Javier López lo intuyó en uno de sus sonetos cuando dijo: “Las palabras deforman lo real”. Sin embargo, el mito no es una mentira;  es un peldaño dado por una comunidad en la  búsqueda sincera y angustiosa de la verdad. Pensar que la muerte existe fuera de nosotros también es mito; representarla como un esqueleto o una mujer aderezada como una Catrina es mitológico. Ella mora dentro de cada ser vivo y está hecha a la medida de cada quien aunque Eduardo Cote Lamus haya empezado un poema con este verso: “Para morir tenemos grande el cuerpo./ La muerte es del tamaño de la vida”. Es  una experiencia individual. No es un ser ni una esencia; es la apreciación de un fenómeno humano que empieza a gestarse en el preciso instante de la concepción en el útero materno.

 

Este año de 2017, presenté al público la obra “Los Ídolos del Hogar, sobre el mito y la leyenda en Caldas”, recopilación de los mitos en la amplia geografía del hermano departamento, con procedencia antioqueña, caucana, tolimense y chocoana y de más lejos aún. Nuestros antepasados recorrieron los caminos que confluían aquí, habitaron viviendas con arquitectura similar, ejercieron los  mismos oficios y se mezclaron entre ellos o con sus vecinos además de que la mitología de unos y otros se asemeja y une en vez de separar a estos pueblos. Con las relaciones establecidas entre los mitos regionales elaboré la teoría de la que adolece la mayor parte de las recopilaciones. Si se pregunta qué es un mito, muchos responden: Por ejemplo, el duende. Pero no saben definirlo.

 

Es interesante comprobar que, en las diversas culturas, hay siempre un acto creador, un paraíso, una culpa, un castigo, un diluvio, una salvación, un juicio definitivo sin olvidar los espantos de vieja data, sus explicaciones y las versiones modernas de esos fenómenos explotados ahora por el cine, la televisión y la literatura de ciencia ficción.

 

El libro que presento a ustedes trae también un acopio de leyendas en las que son comunes, allá y aquí, ciertos personajes que las inspiran, las formas del relato que se utilizan, las motivaciones que acompañan a sus cultores, los fines que se persiguen al difundirlas. Muchos mitos y leyendas insisten en conocidas o curiosas moralejas como el espanto de la Niña de La Primera Comunión que viene en el libro que pongo a  consideración de ustedes, en este acto. Al final, se encontrarán con “La Genealogía de los Fantasmas”, un texto literario inspirado en un tema como este de dimensiones universales.  

 

Por tantas cosas sugestivas, acepté encantado cuando el arquitecto Jorge Evelio Aristizábal me propuso que la presentación de mi reciente obra, en Apía, se hiciera en el cementerio San José, el lugar más apropiado para poner a la consideración de los apianos, “Los Ídolos del Hogar”, obra en la que las explicaciones populares sobre el universo, la vida en muchas facetas y la muerte, los espantos y temas afines agradan y desconciertan a la vez.

 

Queda en manos de ustedes,  grupo entusiastas de lectores, esta recopilación e interpretación de leyendas y mitos acuñados, en su mayor parte, por los pueblos del oriente y occidente y norte y sur del Gran Caldas, con sus sorprendentes variables. Ante ese prodigioso acervo de relatos, que abarcan desde los días anteriores a la conquista hasta el mundo moderno, no queda más que exclamar, al Dios de nuestros mayores y de sus descendientes, como lo hizo el poeta Jorge Gaitán Durán (1924-1962): “Revélame la norma de la clara existencia/ para esperar la muerte con la mirada pura”.

 

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Cementerio San José, Apía (Rda.), 8 de noviembre de 2017, 7 p.m.

 

 

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