RÍO BRAVO, CINE DE INFANCIA

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Yo tendría unos nueve años de edad. Recuerdo que una de las primeras películas a la que asistí fue Río Bravo, en el Teatro Robledo, de Anserma Caldas. Eso fue a mediados de la década de los cincuenta. Mi tío, el Pbro. Dr. Octavio Hernández Londoño, nos dio a mi hermano Tito Fabio y a mí con qué pagar la entrada a cine.

 

Río Bravo se fue afianzando ante la crítica de cine como una de las películas clásicas del oeste americano, en la década de los cincuenta del siglo XX y de todos los tiempos, al lado de Fuerte Apache, Río Grande, Sólo ante el Peligro, Búfalo Bill y La Puerta del Diablo.

 

En escena y enfrentados aparecían John Wayne que encabezaba el reparto, con Dean Martin. Además, no se pueden pasar por alto las actuaciones de Angie Dickinson  y John Russell.

 

Pasados los años, Río Bravo, continúa siendo, para mí, la inolvidable cinta de vaqueros cuyo puesto, en mi  memoria de infancia, ninguna otra, a través de los años, ha logrado desbancar.

 

Con algunos recuerdos sucede lo mismo que con ciertos vestigios de una tumba sagrada: el tiempo se encarga de desportillar las vasijas pero con fragmentos sueltos se puede reconstruir, imaginariamente, el cuerpo entero de la que, un día ya perdido, fue una obra que suscitaba la atención.

 

Eso me ha pasado con Río Bravo. El olvido cubrió de polvo la casi totalidad de aquella vivencia: se me borraron el argumento, los nombres ficticios de los protagonistas, esa música del oeste en la que galopan los caballos y el viento pero hay dos soberbios cuadros detenidos sobre los que sustituyo lo que la memoria ha dilapidado a través de los años.

 

El primero trata de unos vaqueros a caballo que se meten arrogantes en un riachuelo al que los cascos de las bestias arrancan, a la luz de una luna de media noche, unos chisporroteos de plata.

 

No era una película en blanco y negro como es el cine que más me llamó la atención por muchos años, sino una cinta con colorido defectuosos, sin la nitidez actual en los matices y en las mezclas. En la escena descrita predominaban el amarillo y el ocre: el amarillo de la tierra requemada, el amarillo de los barrancos escarpados, el ocre de los caballos, de las botas y chalecos fabricados, tal vez, con el cuero de reses robadas.

 

Recordando una escena como ésta, John Ford dijo un día: “No hay nada más bello que el plano general de un hombre libre a caballo por la llanura. Ahí están consignados los ingredientes esenciales de los western: el hombre, el caballo y el paisaje”.

 

El segundo cuadro tampoco narra sino que capta el paso nocturno de los ladrones de ganado quizá, por el mismo río. La escena es majestuosa: la silueta de esos titanes de roca que vigilan la mansa corriente, la luna de lata en un cielo exageradamente azul y la humanidad desmirriada de unos seres humanos que se aventuran en la noche delatora.

 

Y nada más me queda. El cine es movimiento para quien lo está percibiendo en una sala oscura. Al levantarse de la silla, lo experimentado se congela. Largas horas de una compleja vivencia que la memoria despoja de circunstancias y les recorta la secuencialidad y el argumento.

 

La memoria, para no almacenar datos tal vez inútiles selecciona, ni siquiera una secuencia sino, apenas, por lo menos en mi caso, estáticos fragmentos que, en ciertas temporadas, retornan a la vida consciente de este ser desmemoriado.

 

Alrededor de esos cuadros inmóviles para siempre, se pueden reconstruir, más con la imaginación que con la memoria, todas las películas que, desde el Gran Robo del Tren, filmada en 1903, hasta más de cien años después, se han filmado, una tras otra.

 

Recogiendo estos dos fragmentos puedo echar a rodar  escenas de viajes infinitos por el desierto de Arizona, balaceras inagotables de los forajidos, indios  menospreciados que emiten sonidos de guerra, siniestras cuerdas en receso que penden en la horca hambrienta de víctimas impotentes, los más hermosos rostros, los más provocativos labios de mujeres altivas, sin olvidar esas portezuelas batientes que se abren y se cierran con su característico chirrido antes de empezar, en la taberna, el ajuste de cuentas.

 

La segunda vez que vi ese clásico fue cuando estudiaba bachillerato en Apía y alguien contó que, el martes por la noche, iban a presentar Río Bravo en el Teatro Sorrento de Viterbo. Me di el lujo de comentar a mis compañeros que yo había visto la película cuando estaba en la escuela Mariscal Sucre de Anserma y que la recomendaba. Únicamente con el dinero para pagar la boleta de entrada, los muchachos de la barra emprendimos el camino, a pie, para llegar exactamente a la hora de proyectar la película en Viterbo. Subimos a La Frontera y de ahí nos descolgamos por Matecaña para pasar por la vereda El Socorro y entrar por Guayabito. Esa entrada a cine también se hizo inolvidable. Luego, a las once de la noche, desandamos el empinado camino de regreso a Apía, también a pie. Echamos atajos entre cafetales para no dar todas las vueltas que daba la carretera solitaria. A día siguiente, a las ocho de la mañana, estábamos en clase, sin cansancio y satisfechos por haber realizado un anhelo adolescente que, pasados los años, sigue causando una íntima satisfacción.

 

En las ciudades me entraba a los almacenes de videos a escrutar, en los estantes en que exhibían películas de este género, la cinta que guardaba la esperanza de volverla a ver, por tercera ocasión.

 

A los pocos días le envié a mi prima Beatriz Ramírez, en Nueva York, una de las cartas escritas en papel blanco con tinta negra que, con frecuencia. intercambiaba con ella, en la que le conté la aventura que corrimos desde Apía para poder asistir a Río Bravo, en el teatro de Viterbo. Pasados 30 años después de aquella odisea tuve en mis manos la copia en CD que ella, de corazón, me envió con esta esquela: “Querido Octavio: el 21 de octubre de 1972 me contaste lo mucho que te había gustado Río Bravo. No lo olvidé nunca pero, solo el año pasado encontré la película y no te imaginas con el gusto que te la envío. Te quiero mucho, Beatriz”.

 

Esta bandada de recuerdos aparecieron en mi memoria cuando tuve la oportunidad de ver en La Patria (26 de marzo de 2017, p.15), el anteproyecto para la construcción de un centro cultural, en el lote que aún subsiste en donde quedaba el Teatro Robledo, detrás de la Alcaldía actual de Anserma, dando el frente a la carrera cuarta. Según el periodista Albeiro Rudas, en marzo de 2017, ya se adelantaban estudios de suelos, la obra tendría un costo de 2.600 millones de pesos (un dólar costaba 2.900 pesos) y los planos eran del arquitecto Harold García de la Secretaría de Obras Públicas e Infraestructura de Caldas.

 

La felicidad podría estar en reanimar los esquivos sueños de la infancia. Los días que pasan tornan las vivencias en una rauda corriente de nostalgias y esperanzas.  En el fondo del alma hay un refugio en que se liba con el licor celebrativo del recuerdo.

 

 

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