SÍNDROME DE LA CABAÑA 

 

                                          Octavio Hernández Jiménez


  Es aterrador que la vida cotidiana esté  hecha de un montón de cosas que no puedes ver” Rumaan Alam

 

Síndrome son las reacciones patológicas a determinados factores que afectan a las personas. Respuestas que se dan a ciertas condiciones de aislamiento forzoso. Trauma o estrés postraumático. Se toma como algo negativo.

 

El término se comenzó a utilizar desde comienzos del siglo XX, para explicar las reacciones sintomáticas de personas que estuvieron secuestradas. Sentimientos de pesadumbre y aislamiento social prolongado.  

 

Sobre el origen del nombre, cuentan que un sicólogo canadiense observó que muchos habitantes de casas aisladas, entre la nieve, en el norte de ese país, en donde los inviernos son crueles y prolongados, al concluir ese período implacable, seguían encerrados en sus viviendas adecuadas para la etapa invernal y dotadas de provisiones necesarias para sobrevivir a la cruel y larga temporada. Cuando se supondría que estarían aburridos, ansiosos por tomar el sol, por viajar y visitar a sus allegados, en muchos casos sucedía lo contrario. El sicólogo averiguó y le respondieron que de esa forma se comportaban, en los días siguientes a la estación del invierno bajo cero grados. A ese comportamiento lo llamó Síndrome de la Cabaña.  

 

Ante el confinamiento forzoso y severo decretado por las autoridades, en el 2020, para evitar la expansión acelerada de la pandemia del covid-19, muchos se adaptaron a la pérdida del ritmo en su rutina, pero otros no. En la nueva etapa de sus vidas aparecieron la frustración, la incertidumbre, el aburrimiento. “Si bien, la mayor parte de la gente ha podido sobrellevar esa situación, un número significativo de personas ha presentado algunos cambios y dificultades relacionadas con la salud mental” (Solange Anuch).  

 

Hay quienes tienen la facilidad de adaptarse a las circunstancias y a los ambientes imprevistos, pero no todos. Arrancan con el normal aburrimiento, y luego llega una ansiedad que, de por sí, no es patológica. Ante esa muralla que crea el aislamiento, los más vulnerables se contagian de miedo a salir porque  solo pensarlo supone, en ellos, un riesgo para su salud; expresan el pánico de verse rodeados de gente inoportuna. Ante la falta de movimiento corporal y la vida sedentaria a la que se someten, en vez del aire fresco y una caminata, se resignan al confinamiento; esto va metiendo a la persona en un estrés delicado y puede agudizarse hasta provocar una terrible depresión.  

 

Los medios de comunicación, las redes sociales, las lecturas, los mismos espejos en los que se creía ver a otra persona como compañía, van provocando cansancio y melancolía al caer en la cuenta de que las formas tradicionales de vida se transforman en formas tóxicas.   

 

Hay que atender a autoridades en medicina y sicología que, en asuntos tan delicados y complicados, tienen conocimientos más responsables y acertados que los que nos pueden compartir personas anónimas. Casi siempre, los profesionales empiezan por aconsejar una buena alimentación con frutas, verduras, sin mucha harina, azúcar ni grasa excesiva. Recomiendan practicar el ejercicio y atreverse a hacer recorridos por los alrededores de la cabaña, además de animarnos a retomar las actividades desarrolladas antes de la pandemia.  

 

El síndrome de la cabaña no es, en sus comienzos, un trastorno mental pues se basa en la idea de que el hogar es el lugar más seguro, pero no se puede llevar al extremo. Hay que seguir relacionándose con los allegados aunque sea de otras maneras. Lo importante es reencontrarse. Así, se evita la irritabilidad y la sensación de vivir atrapado debido al aislamiento exagerado. 

 

El Síndrome de la Cabaña se relaciona con lo que, desde antes, llamaron ‘agorafobia’ que es, no solo, la incomodidad de las personas a cruzar por la plaza central (‘ágora’ es plaza, en griego), sino también cuando los países, al comienzo de algún conflicto, cierran sus fronteras. En esas circunstancias, los habitantes de una nación quedan atrapados en sus cabañas.  

 

En el caso de la pandemia del coronavirus covid-19, luego de varios meses de permanecer en las viviendas clausuradas, los gobiernos abrieron las líneas aéreas, pero muchas personas que viajaban antes con tranquilidad sintieron pánico de volver a intentarlo, entre varias causas, por temor de que los vecinos en el avión omitieran los requisitos de bioseguridad. Las empresas aéreas advertían sobre la limpieza y la desinfección que realizaban en esas naves y ni aún así muchos viajeros se sentían tranquilos.   

 

Cuando se cerraron las fronteras entre Colombia y Ecuador, los nariñenses destruyeron pasos provisionales y puentes improvisados para evitar que de Ecuador pasaran al lado colombiano miles de venezolanos llegados del sur que pretendían seguir para su patria huyendo del coronavirus, desesperados, intentando viajar para guarecerse de la peste, en las cabañas donde habían nacido. El cierre de las fronteras, obligó a los venezolanos a escudriñar los pasos o grietas por donde podían avanzar hasta sus respectivas cabañas.  

 

En la temporada del coronavirus (2020), el Síndrome de la Cabaña se presentó cuando alguien sentía pánico por tener que salir al supermercado, al banco, a una farmacia, por lo que, más bien, recurría a los servicios de un domicilio; algo tenía del síndrome si no se atrevía a ir a la tienda de la esquina; a un centro comercial; a un teatro o a la iglesia; alguien temía subir a un taxi, a una buseta, a un bus de aquellos en los que, además, tenía la posibilidad de ser atracado. Antes de la pandemia, el sistema de buses Transmilenio, en Bogotá, transportaba 4 millones de usuarios, diarios, en promedio, pero al año de la pandemia, (2020 –marzo- 2021), la ocupación apenas era de 1,8 millones.  

 

El Síndrome de la Cabaña o agorafobia puede apoderarse de los que sienten incomodidad de hacer visitas, (no la precaución que debe mantenerse), o de que los allegados los visiten; aquellos que, cuando timbran en la puerta, sienten que se les desmorona el castillo de naipes que han construido para blindarse; quienes se abstienen de salir de turismo para no tener que usar toallas de hoteles, o acostarse en camas sin tener la certeza de que están desinfectadas.  

 

Para agudizar la soledad individual se puede añadir el auge, en las dos primeras décadas del siglo XXI, de los sistemas digitales de comunicación y las conexiones entre un sistema eléctrico o electrónico semiabstracto y cada persona perdida en lejanos e inconexos espacios. La mayor parte de habitantes del planeta se encuentran a merced del internet. La vida contemporánea pende de un arrume de datos. Por tener un celular se supone que todo está en nuestras manos. A pesar de las presencias virtuales, cada día comprobamos que la protección y la esperanza están lejos.  

 

Los que manipulan los medios de comunicación nos hacen reaccionar de acuerdo con sus ideologías e intereses. Los datos sobre la peste entregados por medios tecnológicos se convierten en una carga que puede concluir en depresión o algo peor. La información no se puede confundir con la compañía pues siempre está a punto de trocarse en desinformación. Dijo Rumaan Alam, en “Dejar el mundo atrás”: “La información está ahí en el entorno pero no sabemos mirarla. Hemos perdido la habilidad de observar de manera humana. Ahora dependemos sí o sí de la tecnología. Y no sé hasta qué punto la tecnología es completamente confiable. Esta fe en la información no es benéfica”. 

 

Las señales del síndrome se pueden sofocar, poco a poco, si organizamos el horario básico del día, ojalá variado; si utilizamos los recursos tecnológicos con pausa y mesura; si nos ponemos emocionalmente activos y atendemos las responsabilidades ineludibles con nosotros y los demás. No malgastar el tiempo en interminables programas, en medios o en redes, prolongadas siestas, alegatos inútiles o, peor, en agresividad familiar. 

 

 

Los pequeños sienten la desazón en tantas jornadas en las que no tienen la oportunidad de compartir con sus compañeros. Los viejos se sienten abandonados por los seres que han querido durante sus largas vidas, alejados de sus colegas de trabajo y hasta de los compañeros de tute o de billar. Los huéspedes de la montaña prefieren seguir durmiendo.

 

 

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