UN GLOTÓN EN NAVIDAD

 

Octavio Hernández Jiménez

 

De la sobremesa, al almuerzo o la cena, el platillo más representativo es el postre. Esta palabra castellana viene de postrer o sea lo que aparece o se sirve de último, después de una comida principal, sea el almuerzo o la cena. Casi siempre es dulce para mitigar la sal de los platos anteriores.

 

Por muchos años, en el Gran Caldas, se conoció el postre con el humilde nombre de ‘el dulce’ que se servía en los tradicionales platos dulceros. Ese dulce al final fue el origen del actual y sofisticado postre que muchos mayores eluden por cuestión de medidas circulares en la llamada zona bananera del vientre. Hay personas que no tienen bananos si no racimos.

 

En la mayoría de los hogares caldenses acostumbraron elaborar dulces o postres de frutas caladas en panela; para esto, los viejos o sus esposas sembraron, en la huerta vecina a la cocina, guayabos, papayuelos o tapaculos, papayos, brevos, naranjos, moras,  cidras,  tomate de árbol,  ahuyama, maracuyá,  toronja,  limón,  piña, cidra, uchuvas,  un gigantesco árbol de zapote y unas maticas de ají. Las uchuvas se daban silvestres en los potreros o en troncos podridos de las fincas.  

 

Se hacían tortas de plátano, yuca, arracacha y chachafruto o cualquier otro producto vegetal cultivado en las huertas o fincas, que cayera en manos e imaginación de las abuelas o las mamás de antes. Una tía mía con un raciocinio aristotélico una tarde hizo dulce con el delicado almohadillón blanco de la guama pues como ella dedujo: Si se puede hacer dulce de guanábana de igual forma se puede hacer dulce de guama.

 

La naranja es una fruta de rancio abolengo. La palabra aparece, en español, en el siglo XIV procedente del árabe naranya. Al árabe llegó del persa narang y a este idioma llegó del idioma sagrado de la India, el sánscrito narangah. De esta fruta se puede hacer una variedad casi infinita de platos: jugo de naranja para limpiar el colon y perder peso,  natilla de naranja, gelatina de naranja, flan de naranja, torta de naranja, crema de naranja,  bizcochuelo de naranja, mousse de naranja, fuera de sus aplicaciones en platos de comida salada como la salsa de naranja para las carnes o pescado a la naranja. Deben ser escasos los niños a los que no les guste la naranja. Cuando yo estaba pequeño, una tía me preguntó: - Y, ¿tú cómo te imaginas el cielo? Yo le contesté: - Es un lugar en donde a los que llegan les dan leche, huevo y naranjas.   

 

Hablando de bananos, en cosecha de este producto, se acostumbra la torta dulce de banano maduro. Las niñas aprendían a hacerla para cuando invitaban a sus amiguitos a las inolvidables comitivas, en las huertas de las casas. Se trituran bien los bananos con el aceite o la margarina. Se le mezcla un poco de harina de trigo. Se le echa un huevo y azúcar. Se revuelve lo mejor posible y se pone a asar en el horno o en una sartén. En las comitivas hacían el postre más elemental que podían hacer unas niñas: el de banano con zanahoria. “Se ralla la zanahoria y se pica el banano en cuadritos. Se añade azúcar al gusto, se revuelve y ya. ¡Muchachos a comer ¡” (Octavio Hernández J., ibid., p.165).

 

Las comitivas eran ejercicios prácticos de los oficios maternales en los hogares. Puede que los primeros intentos no fueran del gusto de todos pero se iban preparando para la realidad. En esos tiempos, las abuelas tenían la creencia de que si se comía banano no se podía tomar ron pues de revolver una cosa con otra, muerte segura. Decían que al plátano hartón de cáscara roja le faltaba un grado para ser veneno. 

 

Cuando en las cocinas hacían dulce de guayaba molida y colada a la que se le añadía unos trozos de panela, el aroma se difundía por todo el pueblo de tal manera que eso se constituyó en motivo de nostalgias olfativas para Gabriel García Márquez (1927-2014), Premio Nobel de Literatura 1982. Dulce de banano,  naranja, toronja, moras, cuando había cosecha. La guanábana se hacía con azúcar y un tris de color rosado y la miel de mango se cocinaba como una gelatina. Las moras en miel agridulce. Dulce de tomates de árbol en mermelada o enteros, muy bellos, con talla escultórica, color de bronce dorado que por su apariencia fue llamado tomates cola de ratón.

 

Hacían dulce de piña en trocitos cocinados y luego al horno, si había. O el llamado pomposamente Queso de piña. Según Gloria Escobar, en San José Cds., se ralla la piña  y se cuela. El jugo se pone al fogón con azúcar hasta que dé punto. Se baten las claras de huevo a punto de nieve y se mezcla con el almíbar y ese es el famoso Queso de piña. Claro que de la piña no solo se puede obtener el queso y la chicha sino también el vinagre de cáscara de piña.  Se hierven las cáscaras de una piña en unas 5 tazas de agua durante un cuarto de hora; se cuela luego y se deja enfriar. Se aliña con unos granos de pimienta de olor, unas ramas de cebollín picadas, uno o dos ajíes picantes partidos, unos 6 dientes de ajo machacados y sal al gusto. Se añade más agua. El vinagre se deja al sol durante tres o cuatro días y se conserva a temperatura ambiente (Lácydes Moreno B., Recetas de la Abuela, 1998, p.222).

 

Del humilde lulo se hace un delicioso sorbete. Se toman 6 lulos, una clara de huevo y media taza de azúcar. Se hace un almíbar claro con el azúcar en media taza de agua. Se licúan los 6 lulos y se les agrega la clara de huevo batida. Después se añade el almíbar. Se bate en una vasija hasta que quede espumoso. Se sirve inmediatamente. Algo parecido se hace si se quiere servir sorbete de curuba. Solo cambia en que al final se le añade una cucharada de crema de leche y se sirve frío.

 

No se puede olvidar, en este somero inventario, los dulces de sidra y de auyama, frutas cocinadas en panela y  servidas, en taza, ojalá cuando el dulce esté bien frío, revuelto con leche. Materia prima para los chefs de cocina dulce, de esa sección que es capaz de invitarnos a saborear una torta de chocolate con ají. En otras ocasiones se servía la leche o el café con un trozo de hojaldre u hojaldra.

 

Inesita Cárdenas no cesaba de alabar el dulce de apio. Se cocina el apio y cuando está suave, se muele. Se coge una piña pequeña y se pasa por la licuadora con un poco de agua para extraerle el jugo. Se mezcla el apio, con azúcar y el jugo de la piña Se pone a cocinar y se revuelve hasta que espese. Se baja, se deja enfriar y se mete al congelador.

 

En la huerta de mi casa, cuando niño, había un árbol de durazno. Los niños pasábamos el año esperando que lo que habíamos visto como flores blancas con pinceladas rojas se convirtieran en esos frutos aterciopelados para saborearlos al escondido de mamá pero ella los vigilaba a la espera de dárnoslos convertidos en dulce. Era facilísimo: se pelaban, se ponían a cocinar enteros con el hueso interior, en agua que los cubría hasta que hirvieran. Con azúcar se preparaba un almíbar que se dejaba enfriar. Luego se colocaban los duraznos en medio del almíbar y se dejaban hervir a fuego lento. La importancia la daba la materia prima.

 

Por Navidad era muy común el dulce de papaya verde o papayuela, fruta y árbol desaparecido de las huertas caldenses desde cuando se regó la calumnia que se sintetiza en el nombre alterno que tenían las papayuelas; se llamaban tapaculos. 

 

El esponjado de guayaba o mora y el dulce de huevo, por los lados de Manzanares. En Victoria, los bollos subidos con base en maíz pelado, molido, con guarapo, panela y mantequilla. O las cañas de pan dulce.

 

Tal vez, el dulce más sencillo que se hace en nuestras cocinas es el de brevas en almíbar de panela pulverizada. Las brevas se cortan en cruz sin partirlas y se ponen a desaguar en agua con limón. Se lleva a la candela la libra de panela con agua;  cuando hierva se agregan las brevas y se dejan hervir durante unas 2 horas, a fuego moderado, hasta que la panela espese. En el proceso se puede añadir al almíbar unas astillitas de canela. El dulce de brevas dejó de ser exclusividad navideña y su consumo se difundió como postre en cualquier fecha del año.

 

En almuerzos o cenas con invitados un dulce seleccionado, con mucha frecuencia, por los anfitriones era de cáscara de limón, azucarada. El dulce de cáscara de limón y el dulce de brevas se hacían en paila de cobre para que las frutas conservaran el elegante color verde. Paila de cobre y azúcar blanco en vez de panela para el dulce de soberbias brevas verdes en el plato.

 

Pero la breva no se agota en esas formas. Se puede ofrecer con una cucharada de arequipe al lado o con una tajada de queso cuajada. Se ha enarbolado como una insignia de la nuestra Navidad. Qué horrible la navidad en la que, cuando se sale a la calle o se va a la plaza de mercado, no se ve por parte alguna una breva. El acabose.

 

A Santa Fe de Antioquia se puede ir a recorrer sus calles empedradas, a estar en sus hoteles sombreados con veraneras junto a las piscinas, a entrar a sus templos y museos o a muchas cosas más, pero yo repito el viaje con tal de saborear jugo de tamarindo y comer dulce de tamarindo. Jaime Jaramillo Escobar (X-504), escribió en su poema Alheña & Azúmbar : “El tamarindo es la fruta que más me gusta porque es de negros y de tierra caliente. Qué sería de los blancos cuando van a tierra caliente si los negros no les sirvieran refrescos de tamarindo. Con el sabor áspero del tamarindo se forman bolas ácidas recubiertas de azúcar que sirven para vender en las calles de Cartagena y se hace una miel espesa de tamarindo para lamer sobre hojas de plátano. También se hacen sorbetes para el arzobispo y además el árbol de tamarindo produce una sombra verde y fresca para construir un banquito y sentarse alrededor del tronco. El tamarindo es un tronco de árbol copudo completamente lleno de tamarindos. Solo los negros lo pueden coger porque no es fruta de blancos. Si los blancos tuvieran tamarindo entonces los negros serían blancos”.

 

Qué tal el arroz con leche con ciruelas pasas, clavos de olor, unas cucharadita de cáscara de limón y una copita de brandy o ron viejo. Ingredientes: un pocillo grande de arroz, 3 bolsas de leche,  5 cucharadas de azúcar, dos huevos, 1 cucharrada de mantequilla y un poco de canela. Se le agregan pasas. Preparación: Se remoja el arroz con agua fría durante 2 horas, se escurre y se pone al fuego con la leche. Cuando ablande se le agrega el azúcar, las claras batidas a la nieve, las yemas batidas, la mantequilla, la canela y los clavos. Se cocina un poco más y se le agregan las pasas, el ripio de cáscaras de limón y el roncito. (Octavio Hernández J., El Paladar de los Caldenses, p.235).

 

Después del dulce casero llegaron los esponjados como el de guayaba y mora. Jalea de guayaba o espejuelo como lo llaman en Manzanares; el esponjado, cocas de guayaba y el común dulce de guayaba. Para el esponjado de guayaba se hace almíbar. Se baten  claras de huevos y se agregan al almíbar de guayaba; despacio.

 

El esponjado de mora es parecido: Se licúan las moras y se cuela el jugo. Se pone a fogón con azúcar hasta que dé punto. Se baten las claras de huevo y se mezclan, revolviendo despacio, con el almíbar.

 

Después llegaron los flanes. Flan de chocolate, flan de naranja, flan de piña, flan de leche, pudín de chirimoya, mermelada de zanahoria que se hace con una libra de zanahoria, una libra de azúcar y cuatro limones. Se corta en rebanadas delgadas y se pone a poco fuego más o menos por 4 horas. Se deja enfriar y se envasa en un porrón. Esto sin hablar de las mantecadas y las tortas y mazapanes con base en almendras, azúcar, huevos y gotas de vainilla.

 

El catálogo de postres caldenses también contemplaba el inolvidable ‘quereme’ o dulce de leche vinagre al que, en Manizales llaman Cortado de leche pues, aquí, le echan unas goticas de limón mientras que en Villamaría lo llaman Mielmesabe y creen que todos, en todas partes lo hacen de igual forma. En Medellín lo llaman Bolitaeleche. “A la leche que se vinagra le agregan panela, canela, clavos y tajadas redondas de plátano maduro. Se pone al fuego hasta que espese. El plátano maduro, fuera de quedar delicioso, dicen las señoras, ayuda a que quienes comen mucho quereme no terminen con diarrea” (Octavio Hernández J. ibid, p. 120).

 

Eran escasas las cocinas caldenses en donde no elaboraban el postre de pan. A un pan le quitaban la piel y quedaba la masa tierna que se metía en una mezcla de leche con azúcar. Luego, encima, una capa de salsa inglesa y, sobre ella, dulce de mora o bocadillo de guayaba; nuevamente una capa de pan endulzado, otra capa de salsa inglesa y se coronaba con otra franja de dulce o bocadillo; para rematar, una cúpula de clara batida a modo de suspiro. Un paisano puso un restaurante en Lorica, municipio de la costa atlántica colombiana. La nostalgia de la cocina hogareña le llevó a repetir y vender ese postre que bautizó acertadamente como Fantasía Caldense. Irresistible para los niños y no tan niños.

 

Me acompaña la imagen del libanés David Yunis vendiendo hojaldras en la puerta de su casa ubicada en una curva del Camino Real de Occidente. En la costa atlántica a las hojaldras las confunden con los mantecados. De diez a once del día, aparecía la clientela que llegaba hasta la puerta de la casa en donde, en silla de mimbre a un lado de la mesa en donde reposaban las calientes hojaldras, se sentaba éste personaje, de impecable vestido de paño azul oscuro y corbata, a vender el humeante platillo, mientras Isabelita Pérez, su esposa, en la cocina, no daba abasto haciendo más hojaldras para la venta. Quienes salían de tiendas, almacenes y billares hacia la casa de don David llevaban el vaso de leche para saborear conversando con el caballero de un hablar pausado.

 

En Navidad o de pronto en temporada de antojos, en vez de dulce se servía un trozo de natilla, con clavos, canela y coco. Hay natilla de maíz pilado y molido en casa y de harina de maicena, cuando se hace a las carreras o porque no existen ya la voluntad, los ingredientes o los instrumentos de antes.

 

La popular natilla de nochebuena une a todas las familias que, como noble pretexto, deciden congregarse para cocinarla, en los finales y comienzos de año. Los grupos familiares se turnan para salir adelante con el cometido, desde planear las acciones, gestionar y adquirir los ingredientes, transportar la leña, atizar el fogón, moler el maíz, colarlo, volver a molerlo, volver a colarlo, revolver la paila preparada que es mejor que una olla pues es más amplia para revolar con el mecedor de madera. Es mejor hacer la natilla en fogón de leña que con otro combustible. El sabor de la leña, como me decía Ligia Cadavid, experta en estos menesteres, ya está en el cerebro desde cuando estábamos pequeños.  Ah, y, ¿quién se encarga de los buñuelos y de la comida de todos y del aguardientico y de la música y de las visitas que vienen comen y se van para otra parte?

 

Gregorio Gutiérrez González, en su inigualable y olvidada obra Memoria sobre el Cultivo del Maíz (1866), escribe en el capítulo III: “¡Qué bello es el maíz! Mas la costumbre/ No nos deja admirar su bizarría,/ Ni agradecer al cielo ese presente, / Sólo porque lo da todos los días”.

 

No sirve cualquier maíz. Debe ser maíz diente-caballo o sea maíz con forro. Desde el día anterior, después de lavarlo se pone el maíz, en agua fría. El día de la elaboración de la natilla, se sancocha durante una hora más o menos, teniendo cuidado de que no quede blandito. Al bajarlo del fogón se deja reposar.  Para un kilo de maíz, un atado de panela (dos panelas) y cuatro litros de líquido entre agua y leche. Se muele dos veces antes de empezarlo a colar. Después de cada pasada hay que colarlo hasta que toda la masa de maíz quepa en una mano.  Más o menos, 5 ó 6 molidas y 5 ó 6 coladas. A la colada, antes de subirla al fogón, se le echa coco, canela, clavos, un pedazo de queso y la panela que se derrite antes en un litro de agua. La natilla tradicional no llevaba pasas. Después, a fuego lento, en una paila, se revuelve. Debe llevar buena cantidad de leche. ¿Han escuchado la expresión ‘natilla de pobre’? Quiere decir que no lleva la leche suficiente. Una forma de saber que la natilla está a punto es coger un plato de loza y, por debajo, dejar caerle una cucharada de la masa que se revuelve. Si lo que se deja caer no cae al suelo, al voltear el plato, es porque la natilla ya está de bajar del fogón. Traigan platos de todos los tamaños y preparen polvo de canela para bautizar la natilla antes de comerla y repartirla entre toda la familia y buena parte del vecindario. Platos van y platos vienen de todos los colores y sabores. Empieza el concurso de saber cuál fue la mejor natilla de la cuadra.

 

Para los buñuelos también existen unas medidas, fuera de la buena mano, para lograr que queden deliciosos. Una libra de queso con una libra de maíz y un cuarto de almidón; dos cucharadas de polvo de hornear o polvo royal; 2 huevos para un kilo de queso; leche y aguapanela para amasar. Por cada libra de queso, 3 cucharadas de azúcar para contrarrestar la sal del queso. En vez de soda, el polvo para hornear. Las señoras tienen la medida de la masa para un buñuelo, en su cabeza y su mano; quedan exactos; 8 buñuelos por tanda. Es gracioso ver cómo los buñuelos, en el aceite se voltean solos. La candela debe estar a la misma temperatura; no subirla y bajarla, para que los buñuelos no se asusten o sea que no queden crudos por dentro.  Ah, la sabiduría de las abuelas buscando perpetuar una cultura.

 

En Caldas, como en el resto del mundo, ese patrimonio gastronómico ha ido disminuyendo o evolucionando. Las fórmulas que alimentaban el gusto quedaron en el fondo de oscuros baúles, convertidas en pasto de voraces ratones, diligente comején y escurridizas cucarachas. Como decía Lácydes Moreno Blanco comentando la obra “Cocina fácil” de Rosita de Carranza: “Distante la mujer de la cocina –afortunadamente todavía hay algunas que aman con inteligencia los dones del fogón-, la tradición de muchos platos se ha ido eclipsando para desgracia de la cultura nativa. Es que en las manos o fervor de ellas se conservaban muchas veces los métodos y secretos para la elaboración de delicias con los productos del entorno, los cuales les concedían su primor y honda expresividad”.

 

La sociedad de consumo impone sus tecnologías, sus productos, sus caprichos y antojos. La percepción de los sentidos y, entre ellos, el gusto y el apetito por las novedades evolucionan a través de las épocas. Solo perduran los platos populares que se perpetúan por medio del ejercicio ininterrumpido de las sucesivas generaciones. Por eso no está fuera de lugar, en pleno siglo XXI, concluir la alusión a la natilla con la exclamación que Gregorio Gutiérrez González (ibid.) lanzó, en 1866, hace ciento cincuenta años: “¿Y la natilla…? ¡Oh!, la más sabrosa/ De todas las comidas de la tierra,/ Con aquella dureza tentadora/ Con que sus flancos ruborosos tiembla…”.