UNA MUERTE MUY A LA COLOMBIANA

 

Octavio Hernández Jiménez

 

La Muerte en el folclor literario del centro-occidente de Colombia quedó personificada en un cuento clásico, muy del gusto popular, luego adaptado al teatro:

 

“Estaba un día Peralta solo en grima, haciendo los montoncitos de plata para repartir (entre los pobres) cuando, ¡tun!,¡tun!, en la puerta. Fue a abrir y, ¡mi amo de mi vida! ¡Qué escarramán tan horrible! ¡Era la Muerte que venía por él! Traía la güesamenta muy lavada y, en la mano derecha, la desjarretadera encabada en un palo negro muy largo… La Muerte que es muy ágil, dio un brinco y se montó en la horqueta del aguacatillo, se echó la desjarretadera al hombro y se puso a divisar…” (T. Carrasquilla, “En la Diestra de Dios Padre”, 2008, p.20-21).

 

Los mortales, en Colombia, vemos la muerte como una visita irremediable e inoportuna. Nuestra representación carece de los arreos mexicanos de dama distinguida. En vez de una mujer atractiva, entre los colombianos La Muerte se asemeja a una beata con saya y mantilla negras y la hoz para descuajar vidas, en su mano huesuda. En la costa atlántica la representan como un esqueleto danzante con una guadaña.

 

Su visita inminente es anunciada por medio de presagios siniestros como cuando el poeta Eduardo Carranza escribe en El Insomne: “Sonó un reloj en la desierta casa:/Alguien dijo mi nombre y apellido./ Nombrado me sentí por vez primera…”. O por presagios tan estúpidos como una mariposa negra de ojos grandes, una mosca negra y regordeta, un cucarrón que revolotea en forma desesperante, una flor pocas veces vista en los jardines domésticos, un sueño digno de ser descifrado. Cuando una persona dice que soñó con un matrimonio, alguien inquiere: ¿Quién irá a morir? Como dice Luz, “algo que no falla es soñar con la caída de los dientes”.

 

Se supone que los muertos esperan a los que van detrás de ellos. Dicen los que quedan: Nos llevan un pasito. Quien escucha replica: Para morir no hay afán.  Cuando los que duermen sueñan con seres queridos que habitan el más allá, se alegran pero, ojo, hay que comunicar a los allegados ese pasaje del sueño pues si no se cuenta, según las aves de mal agüero, otro miembro de la familia, pronto, va a engrosar el número de  seres amados al otro lado del Estigia, el río mortal. Que Caronte vaya preparando su barca.

 

No se nos olvide que no viene de lejos pues “cada hombre lleva dentro una muerte madura”. Creemos que emprendemos un viaje hacia Lo Desconocido cuando puede tratarse de un regreso. El Reencuentro. Canta Eduardo Cote Lamus (1928-1964): “El hallazgo no es más que devolverse a lo soñado”. 

 

Según muchos habitantes de la región paisa, es mejor no entrar en componendas con la “Señora Muerte que se va llevando/ todo lo bueno que en nosotros topa…”, como dijo León de Greiff. Da miedo que apresure su inoportuna visita y, como concluye el poeta “solos – en un rincón –, nos va dejando. “… En un rincón quedamos las tediosas/ gentes sin emoción, huecas y vanas”.

 

La Muerte es el corte radical con el tiempo de los mortales.  Porta la hoz que recoge la cosecha con el mismo envalentonamiento con el que el Diablo hunde su tridente en las carnes de los condenados. Nadie concibe La Muerte paseando a plena luz del día sino agazapada entre la neblina de la noche. Las noches se hicieron para nacer, para amar y para morir.

 

La mitología caldense ve en los cementerios el domicilio habitual de la “Señora Muerte”. No caemos en la cuenta de que habita dentro de nuestro  cuerpo hasta el punto de que La Intrusa conoce a la perfección nuestros hábitos, horarios y puntos flacos del cuerpo y la psique de cada uno. Nos ha estudiado antes de tomar decisiones. En ese momento se vuelve implacable y certera. No concede plazos. Nadie la engaña.

 

Marco Londoño  Pérez (“Marcorroto”) fue un personaje folclórico de San José Caldas que se burlaba de la inesperada  Señora equiparándola con un vehículo de transporte intermunicipal y colectivo; con un bus escalera o flota de esas que cubren largas distancias por carreteras polvorientas. Cuando alguien moría, Marcorroto comentaba, con tono sarcástico: ¡Cogió la flota! Antes de que se pusieran de moda los hornos crematorios, la gente decía que alguien se fue a chupar gladiolo. Otros expresaban en forma sarcástica: ¡Paró los tarros!

 

En el occidente colombiano era corriente ver en las paredes de las alcobas o en los corredores de las fincas, dos litografías complementarias que se llamaban La Muerte del Justo y La Muerte del Pecador. Muchos que no  poseían las litografías, encargaban las dos obras, en pintura de aceite o en témpera, a Alcides Arenas, el pintor ingenuo de San José, en el Bajo Occidente de Caldas. Folclor gráfico de la cultura popular.

 

En La Muerte del Justo, el moribundo era un señor de aspecto burgués, en una alcoba bien arreglado, con cortinajes rojos, una Santísima Trinidad al fondo, entre nubes, con un Dios-Padre que llamaba con la mano derecha al que se iba de este mundo; un ángel  al pie del lecho señalándole su destino; un cura que entonaba las preces finales; una próxima viuda rodeada de su familia; el hijo mayor muy piadoso, y  un ángel verraco con una espada dándole golpes al diablo de alas de murciélago que, como una rata perseguida a escobazos, se acurrucaba en un rincón.  

 

La lámina complementaria era la de La Muerte del Pecador. Se trataba de una aleccionadora pesadilla para las familias creyentes. Entre nubes, un ángel lloraba acongojado; no tenía qué hacer en ese sitio. En un lecho rebrujado, el moribundo despreciaba al confesor. Tres demonios rodeaban al que había entrado en el trance supremo: un diablillo estiraba la mano desde atrás de la cama haciendo monerías; otro arrebataba la sábana y, el tercero, con alas de murciélago y cola con una flecha en la punta, le mostraba el retrato de la querida con la que malgastó la herencia que debió haber dejado a la sufrida familia.  Con razón, la que va a quedar viuda, con su inocente hijo, aparece de rodillas, emperrada llorando.

 

En tiempos de la conocida como última violencia política aunque la generalidad de las violencias son políticas (décadas de los treinta, cuarenta y cincuenta del siglo XX), a los cuadros de la Muerte del Justo y del Pecador, el pueblo del occidente colombiano les dio los nombres de La Muerte del Conservador y la Muerte del Liberal pues se suponía que los conservadores eran los buenos (iglesieros) y los liberales eran los malos (apáticos en asuntos religiosos). Por esa misma época, había otra concepción más realista de los seguidores de los dos partidos tradicionales. Se decía, con sarcasmo, que los conservadores se diferencian de los liberales en que los conservadores iban a misa de cinco de la mañana y los liberales a la de seis.

 

Con resignación, la gente hablaba de una buena muerte. Para los antepasados, buena muerte era fallecer en paz con Dios y con el prójimo, bien confesados, después de recibir la extremaunción, sin mucho aspaviento; irse en forma discreta, en la cama de toda una vida tendida con sábanas blancas, sin alarmar a los presentes con gestos extravagantes ni ronquidos estentóreos; si mucho, despidiéndose con la mirada de los que se quedaban “en este valle de lágrimas”.

 

Al día siguiente del entierro empieza el novenario del difunto que ha sido una forma ancestral de procesar la pena. Más calmada, la familia está dispuesta a recibir las manifestaciones de solidaridad. Mi tía y mi cuñada fueron a presentarle el saludo de pésame a la joven esposa de un amigo fallecido y, en medio de la conversación, le preguntaron: - Fulana: Y, ¿has llorado mucho? Ella, con el mayor desparpajo, les respondió: - Como yo no lloro por cualquier pendejada.

 

 

Idalba J. R., fue a hacer una visita de pésame en la vereda Tamboral de San José y la viuda, en medio de una calma infinita, le comentó algo que equivale a una desmitificación irreverente de La Muerte: “Mi viejo tuvo una muerte muy linda. Se volteó para el rincón, se tiró un pedo, dijo: ¡Adios, mundo hj.!  Y estiró la pata”.