EL PALADAR DE LOS CALDENSES

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“EL PALADAR DE LOS CALDENSES”

 

UN ÁLBUM FAMILIAR DE SABORES

 

 Por Jorge Mario Ochoa

 

En 1930 le ocurrió a Gilberto Freyre la aventura del destierro. En 1933 publicó Casa Grande y Senzala, un ensayo acerca de los orígenes de la familia y la sociedad brasileña, un libro total, intenso y deslumbrante, un clásico de las letras americanas.

 

En el Prólogo Freyre señala como fuentes de su trabajo, además de las previsibles (las colecciones de los museos, los archivos de las bibliotecas) los sabores de ciertas delicias íntimas de la cocina y la repostería bahianas, que escapan a los simples turistas”.

 

La mención no es casual; también para Proust la experiencia de los sabores es una forma especial de conocimiento, el boleto de entrada a la intimidad de una sociedad y a los signos secretos de su pasado. El libro de Octavio Hernández participa de esta idea.

 

“El Paladar de los caldenses”, como podría esperarse de su título, da cuenta de las comidas, recetas, procesos de elaboración, costumbres alimenticias, ingredientes y productos de una región que por simple continuidad geográfica (y por comodidad) ha sido vista, hasta por los mismos caldenses, como una extensión de la antioqueña.

 

Nos habla también de un tiempo ido o a punto de irse, a veces de manera directa (la comida de monte, el uso de la leña como combustible o de la lejía como parte de la preparación), a veces de manera indirecta (el manejo de arcaísmos relacionados con la cocina o los tiempos de elaboración de algunas comidas, propios de una sociedad morosa).

 

Pero, además de una arqueología, este libro contiene algo así como un álbum familiar de la cocina. El autor tiene una disposición –a mí me parece necesaria en el tratamiento de temas regionales- a la identificación casi autobiográfica con su asunto; así lo ronde la tentación de la nostalgia (el peligro de convertirse en estatua de sal) o su reverso: la sorda condena del presente.

 

Ese resorte afectivo le da matices y contrastes al libro; por un lado se nos presenta como un trabajo descriptivo, dividido y subdividido en ese árido formato de numeraciones decimales que parece inventado para distinguir entre una investigación universitaria y un texto medianamente legible; pero, por fortuna, es también un ensayo sobre el acto de comer y sus parentescos con la felicidad, las expresiones domésticas y los refranes asociados a un plato o una golosina.

 

Aunque el libro no tiene una división cronológica, se infieren de él tres etapas de la cocina caldense:

 

La primera es la colonización antioqueña, tan sobrevalorada en los discursos oficiales. Es una etapa de abundantes recursos silvestres y de trabajo extenuante en la desmedida explotación de los mismos. De ahí que predominaran el criterio de “comer mucho” por sobre el de “comer por placer” y la dieta de combate, poco imaginativa en su preparación.

 

La segunda es la época de asentamiento y conformación de grupos urbanos. El crecimiento de la población, las necesidades económicas. Las presiones políticas forzaron las migraciones de muchas familias de un municipio o departamento a otro y con ellas el comercio doméstico en el repertorio de recetas e ingredientes, e incluso las variaciones en la preparación de un mismo plato.

 

La tercera es la etapa de industrialización en la producción de alimentos, paralela a una tendencia cada vez en aumento: el culto a la estética corporal y sus efectos (el boom de las dietas, las restricciones respecto a los contenidos de grasas, dulces y harinas en los alimentos, y la ya generalizada información acerca de su valor nutritivo).    

 

La segunda etapa es la más importante en esta obra; en ella se centra la mayor parte de las descripciones y recuerdos y en ella están además, para el autor, las claves de la tradición caldense.

Toda valoración de la cultura tradicional trae su correspondiente catálogo de críticas a la masificación y automatización de la producción, a la pérdida de identidad en las costumbres y el anonimato de la vida urbana, etcétera.

 

Pero, quisiera destacar un argumento utilizado por el autor contra los remilgos dietéticos de nuestro tiempo. Pareciera que los problemas de salud relacionados con la alimentación tuvieran su origen en la comida y no en el sedentarismo de las costumbres, que en últimas es la manifestación más obvia de una desorientación general en la manera de vivir.

 

Más que una simple confusión entre causas y efectos, el actual criterio de “comer saludable” parece un recurso colectivo, una estrategia para evadir lo esencial.

 

 

(Jorge Mario Ochoa, profesor universitario, “Un álbum familiar de sabores”. Manizales: “Quehacer cultural”, Año 16, Nº 169, marzo de 2001, p.7).  

 

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¡AY, MANIZALES SIN RESTAURANTES!

 

 Por Kendon Mac Donald Smith

 

“Pasé un fin de semana agradable en Manizales, en un festival para celebrar sus cien años. La ciudad es espectacular. ¡Qué montañas! ¡Qué calles tan pendientes! ¡Allí a nadie le da un infarto! La ciudad pasa por un excelente momento; es más limpia que cualquier otra y sus calles están en perfectas condiciones. Su gente es particularmente amable, bonita y culta.

 

El festival se llevó a cabo en la sede del Sena que tiene que ser la más linda del país. Sus instalaciones son excelentes y bien dotadas. Lograron convencerme de que la imagen que tenía del Sena, burocrática, ineficiente y politizada, era equivocada. Aquí la administración parecía como del sector privado, por su eficiencia y su deseo de resolver los problemas. ¡Hasta tienen 60 muchachos estudiando cocina de 10 p.m. a 6 a.m.!

 

(…) Me encantó la ciudad, el clima, las montañas y su gente, pero me apena decir que el nivel de la cocina de sus restaurantes es pésimo y también el servicio. El de Tierra Colombiana es el más flojo que he visto en mucho tiempo, y su comida ni se diga: un pedazo de lengua y muchacho secos, secos. El Rincón del Guaro (nombre horrible), tiene una de las sedes más espectaculares que he visto. La comida no es mala del todo, pero hay poco para recomendar. Al menos hicieron un esfuerzo en servicio. Lástima que no se pueda comer la vista.

 

Irónicamente, mi mejor comida fue un desayuno en la plaza de mercado: caldo con unas enormes albóndigas, una taza sopera de chocolate, una arepa y queso, todo por 2.000 pesos. Si esta región quiere volverse turística las cosas no pueden seguir así.

 

La buena mesa sí existe allí, pero no en los restaurantes. Un asistente a mis clases me regaló un libro, “El Paladar de los Caldenses”, de Octavio Hernández Jiménez, que recoge la comida local, de excelente nivel; muestra el rango y profundidad de la cocina departamental.

 

Yo no visito a Manizales pensando que voy a encontrar la mejor comida tai del mundo, pues no existen los ingredientes, los equipos ni el paladar para hacerla. Como turista, ¡sí pienso que puedo encontrar la mejor comida caldense! En sus campos crecen los mejores ingredientes y hay tradición, historia y paladar para preparar y juzgar sus sabores”.

(…)

 

(Kendon Mac Donald Smith, sobresaliente chef nacido en Escocia y fallecido en Cali, el 23 de febrero de 2008, publicó el texto crítico “¡Ay, Manizales sin restaurantes!”, en el periódico El Tiempo, Bogotá, 24 de septiembre de 2005, p.2-10).

 

 

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COMUNICADO

 

VICERRECTORÍA ACADÉMICA

OFICINA DE DESARROLLO DOCENTE

 

Manizales, 10 de enero de 2001

Nº 000058

Señor

OCTAVIO HERNÁNDEZ JIMÉNEZ

Facultad de Artes y Humanidades

 

Le remito el libro presentado por Usted al Comité de Asignación de Puntaje, titulado “EL PALADAR DE LOS CALDENSES”.

 

Una vez analizado el concepto del evaluador y el carácter de la publicación, el puntaje asignado fue de 20 sobre 20 puntos.

 

Este puntaje fue asignado según reunión del 20 de Diciembre de 2000.

 

Cordial saludo,

 

MARÍA MERCEDES MOLINA H. (firmado)

Directora Oficina