COLECCIÓN DE POESÍA TULIO BAYER

 

SUEÑO EN EL OBSERVATORIO ASTRONÓMICO

 

Octavio Hernández Jiménez*

“Los sueños son una breve locura;

La locura es un largo sueño”

Schopenhauer

 

I

 

Después de darle una lectura somera a la colección de poesía caldense patrocinada por la Fundación Tulio Bayer y editada por La Nueva Editorial, de Manizales, la deposité en el nochero del lado.

 

Apagué la lámpara mientras, en mi mente, seguían oscilando los  versos de Flóbert Zapata, destacado profeta de la literatura caldense de entresiglos: “Sobre el nochero pongo los recuerdos de infancia./ Por si de pronto enfermo./ Si me ataca el fracaso ellos me hidratan./ Son también poderosos analgésicos./ Sus efectos sedantes/ nadie los pone en duda./ Sirven como veneno/ si te encuentras rendido/ y decides partir”.

 

Me vi subiendo, descalzo, los peldaños del Observatorio Astronómico de Bogotá ubicado en los jardines del Palacio de Nariño. En mis manos llevaba los 13 cuadernos que acababa de abandonar sobre la mesa de noche, para deleitarme, arriba, con versos escritos por poetas y versificadores caldenses, pertenecientes a  las postrimerías del siglo XX y a los comienzos del XXI.

 

Pasados los años, me sorprendí al verme de nuevo en un sitio en donde había estado cuando abandonaba la adolescencia, antes de que a su lado hubiesen rehabilitado la casa de Nariño como palacio presidencial, más de 30 años después de los incendios del 9 de abril.

 

Cuando subí, en la juventud, las empinadas escaleras y recorrí  las salas octogonales, las paredes albergaban retratos de quienes confabularon contra el gobierno virreinal, en esos salones; sus papeles desteñidos; los fantasmas y aparatos utilizados para mirar estrellas; gente dedicada a distintas áreas del saber que cambió las muestras de plantas nativas, las observaciones comprobables sobre montañas, climas y bosques y los lujuriosos dibujos y acuarelas de hojas y flores, por proclamas encendidas, fusiles vigilantes y trabajos de ingeniería militar con los que pretendían vencer al tambaleante gobierno español.

 

Germán Ocampo, en la Canción Elemental del Caminante, uno de los cuadernillos que había abandonado sobre el nochero hizo este inventario que sirvió para alimentar el sueño: “Una brújula,/ un diario de viaje,/ una bitácora en blanco,/ un mapa de ilusiones,/ un mapa impreciso…”.

 

No he despejado el pretexto que me impulsó a divisar astros, esa noche, a través de un telescopio obsoleto.  El mismo Germán Ocampo pudo contribuir con sus versos a tomar mi decisión, en la antesala del sueño.

 

En el poema Celeste, de la citada colección, había dicho: “Pasarás a mi lado/ como un cometa herido,/ no tendrás descanso/ en tu eterna órbita,/ ningún sol te destruirá,/ porque tú eres/ la nodriza de Dios./ Y solo te puedo mirar/ encandilado con tu resplandor/ y sentirte ausente/ distante como una aurora boreal”.

 

PREGUNTAS Y RESPUESTAS: 

 

¿Por qué entré descalzo a esa torre adusta, en el corazón de la capital? La respuesta no es tan simple como decir: ¡Al fin, sueño! Creo que en algo influyeron los versos de Lorena Madrid que acababa de repasar: “Espalda arqueada,/ mirada sometida/ a la desnudez de mis pies./ Balanceo tu vacío bajo la cama./ Quedaron voces agudas/ entre esquinas y costumbre./ Prefiero no acostarme,/ la almohada amenaza/ con asfixiarme de frío./ Del lado derecho/ más ausencia”.

 

Además, ¿Por qué me había impulsado a ingresar solo a un edificio clausurado para el público, en donde se requería vigilancia o compañía de alguien para compartir sensaciones, imágenes y  nuevas ideas?

 

Tal vez Alcy Doney Calle tuviese la respuesta: “Esta noche,/ los poetas se quedaron en la casa/ buscándole formas al papel blanco;/ solo han venido las palabras/ a colocar su manto lunático,/ a mostrar el otro lado de los sentimientos,/ a encallar ninfas en las playas del infinito,/ a derramar sonidos lúcidos/ sobre el tiempo sordo,/ a esconder el segundero/ bajo las alas de la mariposa,…”.

 

Haber dirigido mis pasos a un lugar sagrado para la historia de Colombia se podía explicar, también, por lo escrito por Juan Carlos Acevedo en su obra Todos sabemos que el poeta es un fantasma: “Encender la llama de la esperanza/ tras la guerra o la derrota,/ tras el olvido o las lágrimas,/ tras la gratitud o la revelación/ es un antiguo ritual/ para comunicarnos con lo desconocido//. Arde entre nosotros, en un pequeño altar,/ apenas reconocible por los amigos,/ o en los grandes templos ceremoniales.// Estable o bamboleante/ portador de convicción/ se prolonga desde hace siglos sobre la cordillera”.

 

Bajo la cúpula metálica, construida de acuerdo con los planos del capuchino Domingo de Petrés, dirigí el telescopio a la milenaria cordillera de que habla Juan Carlos, despejada aquella noche y enfoqué el firmamento hacia la salida a los llanos orientales. Los alardes del poder cercano no me desvelaban.

 

Ubiqué las estrellas que observaría con detenimiento, gradué los lentes y con el folleto a un lado, iba leyendo los versos de Sandra Viviana Romero: “Para olvidarte/ he acudido a la astrología/ a la gastronomía/ a la psicología/ a la moda, a Dios./ Hasta ahora nada ha funcionado, sólo he logrado gastar dinero,/ recordándote a cada instante/ y preguntándole al facebook/ todos los días/ qué ha pasado de nuevo/ en tu vida”.

 

A TRAVÉS DEL CALIDOSCOPIO:

 

Y, así como a la poeta no le funcionaron los métodos para el olvido, a mí, en el Observatorio Astronómico no me funcionaron los instrumentos para escrutar las fogatas nocturnas que parpadean en los abismos de la Vía Láctea.

 

Al enfocar un enjambre de nítidas estrellas blancas, de bordes dorados, no aparecieron ante mis ojos esas teas encendidas  sino que, al girar lentamente el telescopio que utilizaron los miembros de la Expedición Botánica, contemplé, en armonía suprema, los arabescos que se ven cuando movemos, con extrema lentitud, el lente de un calidoscopio.

 

Calidoscopio es palabra de rancio abolengo, compuesta de calos que en griego significa bello, eidos: imagen y scope,  mirar. Mirar imágenes bellas. Se trata de un tubo ennegrecido en su interior, que contiene varios espejos inclinados, dos vidrios en los extremos y, dentro, trozos de vidrio de colores. Al girar el tubo lentamente se ven figuras geométricas de peregrina belleza multiplicadas hasta el infinito. 

 

Cuando niño,  me entretenía, por largos ratos, contemplando los vitrales profanos que se formaban en el calidoscopio que reposaba, en un nochero, en la alcoba de la abuela.

 

En el silencio creativo apenas se escuchaba, la cascada que se precipitaba cuando rodaba sobre sí mismo el vidrio triturado.

 

En la niñez, me les escabullía a otros niños para ir a la alcoba de la abuela y hacer girar aquel calidoscopio que nos regalaba imágenes de un firmamento con más matices que el detallado por José Asunción Silva en su Nocturno III, el himno nacional de la poesía colombiana.

 

Allí, las estrellas se trocaron en vitrales fugaces dentro del calidoscopio evocado o, como describiría Julio César Correa, “… Un gesto de asombro/ se abre/ y entra entonces la luz./ Se adivinan largas noches de desvelo/ esferas dibujadas largamente/ colores sabiamente matizados/ se sabe de la mano alargada/ del pincel que arrastra el verde/ y el rojo/ como un remolcador que abre/ nuevas sendas”.

 

Dije que iba descalzo. En el sueño, el hielo de las baldosas del piso penetraba en mis pies y aún siento su afilada intensidad. Frías baldosas, frías paredes, fría noche, firmamento frío.

 

El poeta belalcazarita Juan Alberto Rivera describió el esfumado de esos espacios al decir: “Te apareces en medio de la lluvia/ como un fantasma de rostro apresurado/ sin paraguas/ temblando en la soledad/ de tus pasos mojados/ con la mirada extraviada/ en el frío de la noche/ clamando, gritando en silencio/ por un sol que no llega…”. “Los recuerdos se me pegan en la piel como arañas sedientas…”.

 

Jung advirtió que no hay que devanarse los sesos buscando  significados recónditos: “El sueño es su propia interpretación” y, siguiendo por esta ruta, Allan Hobson opinó que  “Los sueños quieren decir exactamente lo que dicen”. Son el espejo de sí mismos.

 

Ni siquiera los versos de cálido erotismo de Diana Andrea González lograron mitigar el hielo que me empapaba cuando contemplé la noche desde la terraza. Ella era la que había escrito con pluma acariciante: “Soy noche en sus brazos/ el blanco de sus dientes/ la transfiguración de su piel/ el norte de sus ojos/ el color de su cabello/ la fuente en el camino/ la sombra del árbol/ la huella digital de sus dedos/ sus sueños de niño/ o simplemente su mujer”.

 

Luego de darle un vistazo al  cuadernillo de Diana Andrea, lo dejé encima del muro para que algún visitante advirtiera el anhelo frustrado de la poeta: “No encontraba la luna llena/ en el espejismo de mis noches”.

 

Me sorprenden las formas siempre renovadas que, en un acto de magia sin mago a la vista, me sigue ofreciendo el calidoscopio de mi niñez. La poesía de la colección tomó cuerpo en las figuras destellantes, únicas y pasajeras que se divisan en ese tubo de cartón.

 

EL IMPACTO DE UNA LECTURA:

 

Un viejo de barbas blancas, abajo,  sacudía un manojo de llaves invitando a salir por lo que decidí bajar antes de que mi sueño se trocara en pesadilla.

 

Al descender por la escalera empapada en agua que chorreaba por las paredes, disfrutaba con el Monólogo de las Luciérnagas de Conrado Alzate: “Aunque somos pequeños soles/ ocultos en la opacidad de la noche,/ valemos tanto o quizá más/ que nuestras hermanas, las estrellas.// Ellas están mudas sobre los triunfos/ y fracasos de la tierra./ Y parece ser que poco les importa/ si nacemos o morimos/ o si los sueños del humano/ se desmoronan en oscuros laberintos”. 


Decimos que soñamos cuando tomamos conciencia de las imágenes que se han logrado imprimir en la memoria. Lo corrobora  el poeta, ensayista y novelista  inglés A. Álvarez, en su inigualable libro “La Noche”: “Los pocos sueños cuya presencia se recuerda en la vigilia son diferentes de los muchísimos que uno sueña y olvida a lo largo de tantas noches”. Y es contundente al decir: “Cuando un paciente cuenta un sueño le está diciendo al analista algo urgente que no puede decir de otra manera”.

 

Evocar un calidoscopio cuando se acomete la lectura de textos poéticos no es curiosidad. Con el más mínimo giro de la mano se configura un cuadro distinto dentro del tubo de cartón y de forma similar en la lectura parsimoniosa de unos buenos versos, un aprovechado lector va desarmando mentalmente los textos ajenos y armando los propios. De esta forma, un texto no alude a una realidad; a través de la lectura, se pretende, y muchas veces se logra, recrearla.

 

Recordar en la vida consciente la alegoría tramada en el Observatorio Astronómico es indicio de que lo leído, previo al sueño, tenía impacto e indiscutible valía. La poesía es el calidoscopio de las palabras.