COCINA HOGAREÑA

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Tratemos de captar, aquí, variadas nostalgias propias de la llamada “cocina parental”, o sea “la cocina hogareña, la que se prepara bajo el principio del afecto y la cercanía con la familia”. Cocina parental es la que se hereda en el rescoldo del hogar. La conocida por los gringos como “comfort food”.

 

Comenzando el siglo XXI,  grupos de diletantes o aficionados a los fenómenos gastronómicos declararon que los platos de la comida Tai, de la cocina fusión y la cocina molecular merecían los honores de ser catalogados como lo máximo de la buena mesa. Seguro que para ellos eran lo mejor pero también es conveniente recordar que los mayores éxitos de las excelsas cocinas  francesa,  italiana, española, china, japonesa y mexicana, por no abundar en más ejemplos, son precisamente aquellos que, con más de cien años, reproducen orgullosamente la cocina de sus mayores.

 

Procesos y  fórmulas de la pasta italiana tienen centenares de años y siempre tan campantes a lo largo del mundo. Los espaguetis llegaron a Venecia (Italia), en el siglo XIII, en la fértil memoria de Marco Polo, después de un viaje de 24 años que lo llevó hasta China. La Ruta de la Seda también podría llamarse la Ruta de los Espaguetis.

 

Para algunos engreídos la buena cocina colombiana es anticuada y se abochornan cuando alguien se atreve a presentarla en sociedad. Fieles a su displicencia por lo propio, si mucho, se atreven a catalogarla de ‘cocina  retro’. En eso quedaron, para muchos, nuestros sabores perdidos.

 

Sin embargo, como advierte Humberto Palacio, rector de la Colegiatura Colombiana de Gastronomía, esa cocina despreciada por algunos, “se encuentra ya instalada en establecimientos en los que se atiende gente no como a un cliente sino como a un pariente. Luego, esta cocina se va volviendo cocina regional, e incluye no solo ingredientes sino también utensilios, procesos, procedimientos y principios” (Liliana Martínez Polo,  2007). Un diploma  de identidad.

 

El movimiento en pro de una comida hogareña tiene sus antecedentes. En Italia, a finales del siglo XX, surgió la Asociación de Cocina Casera que promueve la visita, sobre todo en pueblos, a casas de familia que funcionan como restaurantes para turistas. Allí les esperan comidas que no sirven en encopetados restaurantes. Cocina de estación, de acuerdo con lo que se consigue, en la plaza de mercado, en cada temporada.  Hoteles de familia. Pastas que no han sido industrializadas elaboradas con procedimientos ancestrales; legumbres desconocidas en el catálogo tradicional o las mismas legumbres pero para otros platos de las bisabuelas; salsas y tortas crocantes de queso mozarella  aún por descubrir en los recetarios internacionales.

 

Gente de cada pueblo que se siente orgullosa de su cocina, irrepetible en las grandes capitales y hasta en los pueblos vecinos, en la misma Italia. Cocina que no es asunto de recetas si no de vida familiar. No se conoce a los invitados hasta cuando tocan en la puerta. Se llevan el recuerdo de la novedad, la amabilidad, el gusto y la calidez. La única receta de las personas matriculadas en la Asociación de Cocina Casera es: Tradiciones familiares más ingredientes frescos más amabilidad. Cuando el invitado pregunta: Y, ¿desde cuándo hacen esto?, la respuesta es: ¡Desde siempre! La señora de la casa les confiesa: ‘Yo no soy chef; soy la mamma que cocina’.

 

Auguste Escoffier, en su obra Ma Cuisine,  define la nostalgia como “un deseo para encontrar la comida de la juventud”. Sobreviven muchos sabores hogareños comunes a quienes ostentamos el gentilicio de caldenses como,  por ejemplo, aquellos en cuya conformación han estado presentes los condimentos, factor determinante en la definición del paladar  colombiano o, por lo menos, de los nacidos y crecidos en la zona central andina de este lado de la Patria.

 

La cocina de la infancia se aclimató en nuestra  sensibilidad y se impregnó de nostalgia a través de vivencias del gusto, el olfato,  la vista y hasta el tacto. El oído no se quiere quedar atrás: alerta cuando se producen ciertos trasteos en la cocina o caen, en manteca hirviendo, tajadas o chicharrones. Chirridos ilusionados que provocan secreciones anticipadas en el estómago. Buen olor, buen color, buen sabor. Eso anima y congrega a mañana, mediodía y tarde, a cada familia. Como dijo Darita, no hay imagen más  desconsoladora que la de una casa con el fogón apagado. Al fin de cuentas, hogar viene de hoguera.

 

En la cocina hogareña, como por arte de magia, manos femeninas  trasmutan ese cosmos en estupendos manjares.  La costumbre de ir a almorzar a la casa de la mamá o la abuela, los domingos, se ha ido extinguiendo.

 

Las mujeres que han dedicado la semana a las labores caseras han aprendido a exigir como compensación el descanso dominical. Por eso, más que galantería es justicia invitarlas a almorzar los domingos, aunque sea a unos restaurantes atiborrados de gente extraña y de olores revueltos.

 

Un tren festivo, una comunidad gozosa se congrega alrededor de la comida familiar y la comparte con amor. Felicidad de todos con todos ha sido la divisa y se repite en el momento de distribuirla en la mesa: ¡El que parte y comparte se lleva la mejor parte!