LA CASA DE LOLA GARCÍA, SALAMINA

Octavio Hernández Jiménez

Cuando quise distraerme contemplando un sitio caldense que hubiese despertado gratas vivencias, me puse a repasar las fotografías que había tomado, en mi pasado viaje, a la Casa de Lola García, hotel boutique, en Salamina. Empecé por la toma del portón y el minucioso calado en madera  del contra-portón, el patio interior empedrado, la pila de piedra y los parasoles, los corredores con fotografías de melancólicas damas; la sala de estar con ese soberbio recipiente de plata y el libro de Salamina dejado  a su lado para contemplación de los visitantes; la cocina con un mesón central ante el que suspiran por sentarse los huéspedes a compartir el canto de los pájaros mientras las señoras aderezan los desayunos; la huerta convertida en patio y  área húmeda del hotel; el segundo piso de maderas relucientes, jarrones y esa sala salamineña tapizada de fino papel y lámparas de cristal. Ah, y qué tal las habitaciones de mullida cama,   límpidos tendidos, señoriales muebles y comodidad en sus baños. No podía pasar por alto el personal que la atiende: competente, discreto y cordial. Apagué el computador y me dediqué a dormir pero, en ese delicioso lapso retornó a mi fantasía la Casa de Lola García: entré en compañía de seres queridos; nos detuvimos en el contra-portón en donde nos llamó la atención que el patio interior estuviese florecido de azaleas y, atrás, en un diminuto escenario del segundo patio, un caballero declamaba, ante un auditorio absorto, Elegía a la Muerte de una Abeja. Sobre los techos de las casas vecinas revoloteaban mariposas y colibríes bebían agua azucarada en recipientes ubicados en los corredores. Cuando todos aplaudían, desperté y deduje que el sueño había sido la alegoría de un lugar inolvidable. Una joya para la nostalgia. Un lugar para el regreso. Un sitio para disfrutar despierto.