CATEDRAL DE LA POBREZA, EN PEREIRA

 

 Octavio Hernández Jiménez

 

Si hay un  templo en el Eje Cafetero que cuente con una historia tejida con ribetes de fábula y otras joyas fantásticas adquiridas a través de los siglos, es la catedral de Nuestra Señora de la Pobreza, en la capital de Risaralda.

 

No tiene nada de extraño que el emplazamiento de este enorme recinto sea el mismo que trazó el Mariscal Jorge Robledo cuando fundó a San Jorge de Cartago, en el corazón del cacicazgo de los quimbayas. Venía detrás del oro pero también pretendía implantar la fe católica.

 

De esa época quedaron varios sepulcros descubiertos a comienzos del siglo XXI, cuando los arqueólogos y arquitectos avanzaban en la restauración del edificio averiado por el terremoto de 1999. Los esqueletos no eran de colonos paisas sino de gente prominente de tiempos coloniales.

 

De ese templo  quedó el lote cuando San Jorge fue trasladado a la actual Cartago en una procesión encabezada por Nuestra Señora de la Pobreza, un lienzo con una leyenda tan milagrosa como la del Señor de Buga.

 

Cuando llegaron los colonos paisas ya existía un enclave de colonos expatriados que trataban de surgir en las vegas de la actual ciudad. ¿Tenían lugar de culto? Por los sepulcros que quedaron como testimonio se demuestra que fueron cavados, en medio de un ritual solemne que correspondía al mismo de los conquistadores.

 

Vino luego el templo que regentaron los sacerdotes claretianos hasta 1952 cuando se fundó la diócesis de Pereira. El desalojo no fue fácil. Hubo violencia verbal de por medio más que todo de parte de los que se trasteaban para El Lago.

 

La catedral tenía una obra blanca en paredes, altares y techos,  madera de forro, cemento y mucho yeso como cualquier palacio versallesco. Encima capas y capas de pintura. Los encargados de la restauración, con el Obispo y el Ministerio de Cultura a la cabeza, echaron al suelo esos aditamentos para dejar escueta esta joya de maderas preciosas que conforman la estructura del templo. Cuando se penetra en la catedral de Pereira se siente que se está transitando por los  pasillos de un tiempo, a la vez, presente, pasado y futuro. Al desnudar la obra monumental y dejarla en su mística esencia se comprueba que lo clásico no es lo viejo sino lo atemporal.

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