LENGUAJE Y CULTURA

COMENTARIOS

 

  EL GOCE DE INVENTAR PALABRAS

 

Por Roberto Vélez Correa

 

OCTAVIO HERNÁNDEZ JIMÉNEZ, LENGUAJE Y CULTURA, Editorial Universidad de Caldas, Manizales, 1966, 134 pp.

 

El investigador, sociolingüística, escritor y profesor titular de la Universidad de Caldas, Octavio Hernández Jiménez, al publicar su último libro “Lenguaje y Cultura”, avanza con propiedad y celo científico, por las rutas de la lengua, convertida en motivo de auscultaciones y goce en la práctica cotidiana de su uso, entre las comunidades olvidadas por el celo escrutador de otros estudiosos.

 

Actual decano de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de Caldas, Hernández Jiménez ostenta en su hoja de vida una importante lista de obras: Geografía dialectal (1984), Los funerales de Don Quijote (1987),  Camino Real de Occidente (1988), La Explotación del Volcán (1991), Cartas a Celina (1995), De Supersticiones y otras yerbas (1996).

 

El respaldo biográfico y creativo de Octavio tiene su sello personal o estilo que lo acerca a numerosos lectores por su solvencia en el manejo del lenguaje, sobre todo por su versatilidad a la hora de la cita amable que busca validar el apunte cotidiano. Y más se destaca su prosa ensayística y creativa, por la dosis de humor reconstructor que delata al autor gocetas que habita tras la apariencia inofensiva del docto profesor universitario. Al recorrer con celeridad la lista de sus obras, se encuentra que Hernández es tan diestro y hasta siniestro (por su ironía cuando de denunciar se trata), con los asuntos literarios, como profundo conocedor de las mejores páginas del Siglo de Oro, hasta el historiador que le coquetea a la ficción, cuando aborda los asuntos historiográficos, sin abandonar el tono carnavalesco.

 

Es bueno anotar que el autor de Lenguaje y Cultura ha obtenido sus galardones literarios, como premios de cuento  a nivel regional y varias veces caballero triunfador de las justas de los juegos florales resucitados en la ciudad de Manizales, por sus investigaciones y elucubraciones sensibles donde sirve de psicógrafo a su maestro Gastón Bachelard, para urdir páginas memorables, como Cartas a Celina.

 

En Octavio Hernández Jiménez hallo al escritor integral del siglo XX que agoniza, al artista de la palabra que es capaz de hacer convergir en los rastros de escritura de su encendida y privilegiada pluma, a todos los géneros literarios, sin que se escapen aquellos que supuestamente no pertenecen a este firmamento de elegidos. Por ello, tenemos en la Universidad de Caldas a un polifacético docente que tan bien se desenvuelve con la ficción narrativa corta o el cuento, como con el ensayo literario y el sociolingüístico, la crítica de arte, la glosa periodística, el apunte folclórico y hasta, en la novela, aunque permanezca inédita.

 

El libro que entrega con orgullo la Editorial de la Universidad de Caldas, Lenguaje y Cultura, es el producto del ejercicio autoconsciente de la cátedra universitaria, en la asignatura de Sociolingüística que ha impartido durante más de veinte años, a través de los cuales, junto a sus alumnos, el profesor ha logrado reunir un acervo impresionante de comportamientos del lenguaje que descubren ante los ojos asombrados de legos y expertos, una tradición cargada de sabiduría popular.

 

El elemento autoconsciente lo apreciamos en la primera parte de la obra titulada Investigación y Docencia, donde de una manera práctica, el responsable por fin toma el toro por los cuernos de un debate largamente aplazado en la universidad colombiana, en especial la de provincia como la nuestra, sobre la necesidad urgente que tiene la academia de abandonar de una vez por todas la retórica y la mistificación de la teoría y emprender la investigación en serio y en serie.

 

Aquí, Octavio Hernández Jiménez explica su metodología investigativa, fundamentada en parámetros sencillos, sin diagramas sofisticados ni mucho menos mapas conceptuales que espanten la atención del discente o del lector. Bajo la consigna: “sólo se hace investigación investigando”, el autor narra su experiencia frente a los alumnos primíparos que luego del pasaje de iniciación, ingresan en el fascinante mundo de la investigación de campo, al visitar poblaciones cercanas para hablar con sus habitantes humildes y sobresalientes, a quienes se les tienta la verborrea frente a la grabadora para extraer de su espontaneidad el don mágico de la palabra ritual y cotidiana.

 

A la manera de Hernández, y como sólo él es capaz de describirlo, emerge el universo de la pequeña aldea, del discreto poblado, de la población olvidada de los poderes centrales, donde existe gente de vivaz creatividad y, desde sus billares, atrios, portales de cementerios, colegios y cantinas, brota como para ser grabado por el alma magnética de la atmósfera, millares de páginas que de no ser por la visita oportuna de los investigadores de lenguaje, hubieran disuelto sus fonemas en el abismo insondable del olvido.

 

Mas no todo es curiosidad resuelta en el gracejo oportuno. También surgen las dificultades, como la desconfianza ante el temible aparato de la grabadora o la ignorancia supina de puebleños y gobernantes que se sienten asaltados en su intimidad y prefieren guardar las veleidades de su lenguaje del asomo sistematizador y de por sí desmitificador. Hay reacciones frente al avance académico, cuando pareciera lo contrario frente a los canales abiertos de la comunicación que tornan al planeta en una aldea global. Entonces la investigación lingüística topa con numerosos escollos ya que como lo escribe Eusebia H. Martín: “No todo hablante nativo sirve como informante; la decisión acerca de cuál es bueno y cuál no lo es depende, en última instancia, tanto de las condiciones del informante como de la personalidad del investigador”.

 

Aún así, las tres etapas del método científico: “observación de los hechos significativos, la formulación de hipótesis que traten de explicar esos hechos y luego, la deducción de unas leyes que se puedan poner a prueba”, empiezan a arrojar resultados. Resultado que Hernández titula: “Los apodos en Caldas” y que es el relato sistematizado de esa gran aventura del lenguaje, confrontado con el decir popular. Ya entrado en materia, el texto empieza a explotar (creo que es la palabra adecuada) el sentido de los nombres propios, no sólo de personas sino de ciudades y regiones. Cuando alguien, que se pierde en el inconsciente autorial de la comunidad lanza un sobrenombre, remoquete, arandela o apodo, incluso una chapa, parece que al objeto del apelativo le estuviera haciendo un favor, porque nada que saque de la monotonía puebleña más que un apodo. Por paradójico que parezca, el apodo rescata del anonimato al nombre genérico, a pesar del tufillo de burla y saña que en la mayoría de las veces entrañe un sobrenombre o apodo. A partir de una reflexión seria, Octavio abre el inventario: “Al nombre propio, colocado por razones sentimentales, históricas, de moda o fonética, siempre en el ámbito clausurado de la familia caldense, se añade otra costumbre lingüística de fuerte arraigo social, extrafamiliar, menos convencional y arbitraria que los nombres propios, despreciada por los intelectuales puros e inquisidores de la lengua, como digna de oscuro recato o despreciable silencio” (51).

 

Después del origen y de la trayectoria de los nombres y sus rebautizos, arranca el itinerario de los apodos en la escuela, una auténtica fábrica de esta doble identidad involuntaria que a veces desgracia o congracia, dependiendo del sentido del humor de la víctima. Siguen los medios de comunicación como fuente prolífica de apodos, entre los que se mencionan de la multitud a: Calimán, Pájaroloco, Archibaldo, Capulina, la Potra Zaina, Robocot y todos los que a diario ingresan en la alucinada mirada de los televiciosos.

 

Los apodos totémicos, fundamentados en las teorías antropolingüísticas de Claude Levi-Strauss, como el desafortunado personaje a quien lo bautizaron “Parabólica” por sus orejas y ojos tamaño familiar. O, en qué pueblo no hay, por ejemplo, personajes a quienes se les diga: Cabecepollo, El Tigre, Polloliso, Patelora, La Grilla, La Pisca, Gallinazo, Lombriz de agua, etc, etc., en esta fauna de posibilidades que saca del sombrero la picaresca parroquial. Tampoco escapan los gentilicios vulgares, o sea, los ganados por las características propias de los pueblos, como le dicen a la capital del Risaralda: “Cielo roto” porque Dios le dio a Colombia una ruana y a Pereira le tocó el roto.

 

Interesante el inventario riguroso de los hipocorísticos o abreviaturas cariñosas de los nombres que suenan y resuenan en los corredores y en las calles de los pueblos: Ponchos, Benja, Dani, Juancho, Cati, Tato, Memo, Pacho, etc. O los apodos comunitarios: Agonías, Cogollos, Vampiros, Chepas, Chócolos, Cachazas, Renacuajos, Sapojechos, Yoyos. Y, por último, quiero resaltar la inventiva de los refugiados del sexo, es decir, aquella que emerge de la clandestinidad y el pecado, en los barrios y zonas de prostitución. Allí los dardos lingüísticos alcanzan a las humildes damas que cursan la básica primaria para, de pronto, algún día graduarse de hetairas. Los blancos muestran a La Licuadora, La Manobrava, La Pateperro y, no podía faltar, La Silla Eléctrica porque a más de un cliente lo sorprendió el infarto en virtud erótica de la hipertensión sobre sus carnes.

 

En sus 132 páginas, Hernández Jiménez entrega los frutos de un proceso investigativo, patrocinado por el Instituto Caldense de Cultura y la Universidad de Caldas, en la ya legendaria expedición, Memoria Cultural de Caldas, donde el decano de Artes y Humanidades fue protagonista de primer orden. Por tales razones, quiero resaltar que además de los serios resultados de su trabajo investigativo, sobresale un elegante respeto por el lector quien tiene la oportunidad de aprender mientras degusta los entresijos amables de la sabiduría popular del Viejo Caldas.

 

(“El Goce de inventar palabras”, reseña bibliográfica publicada por el escritor y crítico literario Roberto Vélez Correa, en Hipsipila, Revista Cultural de la Universidad de Caldas, volumen 4, Nº 1, Manizales, enero-junio de 1997, pp.77-79).