ALIMENTACIÓN DE LOS PRIMITIVOS CALDENSES

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Los elementos antropológicos que constituyen nuestra identidad han ido evolucionando y mezclándose por distintos motivos y, en medio de los más suculentos olores, en las ollas de la cocina caldense.

 

Hay múltiples constancias escritas para demostrar que la cocina caldense ha venido organizándose, desde la incursión de los conquistadores españoles, un poco antes de la mitad del siglo XVI. Por lo leído, antes de ellos, en estas tierras, se consumían alimentos frugales sin muchos aderezos, como sí se dieron en la meseta mexicana.

 

Con su propia pluma, el Mariscal Jorge Robledo escribe que, para los habitantes de la provincia de los humbra, en donde ubica la ciudad de Santa Ana o Anserma, “la mayor felicidad es el vicio de beber y en esto se ocupan siempre porque las mujeres que consigo traen, todas vienen cargadas de vasijas de vino, el cual llaman chicha; hácese de maíz y cuando quieren emborracharse hácenla fuerte con ciertas yerbas… El comer de ellos es poco… Los indios de esta tierra comen poca carne; lo que más de su comer es frutas y yerbas guisadas de muchas maneras, con ají y comen muy poca carne humana, y la que comen es de indios de guerra de tierras lejanas; la carne que comen es de caza, porque es mucha; hay muchos géneros de frutas muy buenas… y cuando tienen necesidad de agua para los maíces invocan al sol y a la luna que los tienen por hijos suyos para que se las de” (Jorge Robledo, 2007, p.23 24).

 

Bien vale una consideración de paso: Es vieja costumbre indígena eso de beber sin comer. Los asiduos visitantes de nuestras cantinas, los días de mercado, beben como bestias asoleadas, sin tragar bocado porque, según su capricho, “el buen bebedor no come chucherías”. Se comportan en forma diferente a los españoles actuales que mientras beben,  disfrutan de variadas ‘tapas” o pasabocas, de carnes, frutas y harinas, con el resultado de que los peninsulares, con este maridaje, no se emborrachan o, si se emborrachan, son borrachos bien alimentados.

 

Juan Francisco Sardela fue el cronista de Robledo que cuenta, en memorable página que se podría catalogar como prolegómeno de nuestro periodismo, la muerte de Tucarma, el joven cacique de los indios apias. En otros pasajes de sus narraciones, completa la visión de los frutos alimenticios de los primitivos pueblos que habitaron el Occidente de Caldas: “Partimos para (Angazca); (un indio llamado Hija) vino con muchos indios, cargados de maíz, yuca, frisoles, axis, perro de la tierra que son como gizaques de los de Castilla, … y todos venían cargados con comida de la tierra” (Juan Francisco Sardela, 2007, p. 125). Ese axis se lee ajís (ajíes).

 

La x se pronunciaba como J. México es Méjico. Entre los actuales caldenses se cree que la forma ‘frisoles’ es un vulgarismo pero, observemos que se trata de un arcaísmo. Dos párrafos antes aparece la forma lexical ‘choclo’ que aún se conserva en Argentina pero, en Colombia, la palabra evolucionó castizamente al actual chócolo.

 

Por su parte, pocos años después, Fray Pedro Simón hizo un somero recuento de lo que vio en el Bajo Occidente del actual Departamento de Caldas, perteneciente a la fauna y fitonimia propia e importada por los españoles, desde Castilla, en los años anteriores a esta descripción: “Tienen grandes crías de ganado mayor; el de lanar no se da, por no favorecer la tierra; dáse cabrío y puercos; gallinas de las nuestras se dan por extremo y a montones; también se dan algunas de nuestras frutas de Castilla, como higos, granadas, uvas; pero las de la tierra en grandísima abundancia; las legumbres de Castilla se dan maravillosamente y hortalizas, como lechugas, repollos, culantro, yerbabuena y las demás. Algunos ingenios tienen cañas dulces de que hacen azúcar y miel para el gasto de la ciudad, en que también se crían niguas, culebras de toda suerte, muchos ratones y murciélagos” (Fray Pedro Simón, 2007, p. 80-82).

 

Culantro es arcaísmo y actual vulgarismo. En tan corto lapso, el progreso experimentado había sido rápido y digno de admiración Pero ese recuento no corresponde solo a Anserma porque, como dice el mismo cronista, “casi todas las provincias convecinas a esta Villa de Anserma son de unas mismas costumbres”.

 

Por el norte del actual Departamento de Caldas, en cuanto a alimentación, las cosas eran a otro precio. El mismo cronista lo retrata en aquella escena en que una india “de gentil cuerpo, fresca y muy hermosa” fue llamada por los españoles pero ella prefirió correr hacia un grupo de indios de Paucura. “Teniendo como mejor fortuna” se entregó a ellos pero, “un indio le dio tan gran golpe en la cabeza que la aturdió, y llegando luego otro con un cuchillo de pedernal, la degolló, sin que la india hiciera más resistencia que hincar la rodilla a aguardar la muerte; bebieron de la sangre caliente y comiéronle el corazón y entrañas crudas, llevando los cuartos para cenar aquella noche con otros indios Paucuraes” (ibid., p.85).

 

Alguien podría argüir que, en este asunto, no es conveniente medir las acciones de otros pueblos con criterios de nuestra ética o moral. Bien. Siendo imparciales digamos que no eran vegetarianos como otras comunidades y que, a la hora de calmar el hambre, preferían las proteínas de la carne humana a las insípidas harinas.

 

En lo que se refiere al oriente del actual Departamento de Caldas, la primera mención alimenticia documentada que tenemos se le debe a Fray Pedro de Aguado quien, al escribir sobre la tierra de los “marquesotes”, (Marquetalia), comenta: “Estaba este pueblo desierto de sus moradores que lo habían desamparado, aunque bien proveído de comida y mantenimiento de maíz y frutas secas no conocidas ni vistas por los españoles. Tenían cantidad de todo género de animales secos al humo, entre los cuales había ratones, gatos de arcabuco que por otros nombres se llaman micos y monas; muchos géneros de pájaros y aves y pescados menudos, todo muy seco y sin sustancia ni humor” (Fray Pedro de Aguado, 2007, p.222).

 

Eso de secar animales comestibles, al calor y al humo, continúa, en el siglo XXI, con la costumbre muy corriente en La Dorada y esa zona del oriente, de secar, en las láminas de zinc de los techos de casas pertenecientes al pueblo raso y en bateas, el pescado de la subienda, luego de salarlo, para guardarlo y consumirlo en el resto del año (ver Octavio Hernández J., 2000, p.147).

 

Fray Pedro de Aguado se detiene en el pueblo de Victoria y describe el caso de un soldado que fue herido con una flecha indígena a quien al final del tratamiento de recuperación le dieron una “pechuga de ave que es el mejor regalo que, en semejantes lugares, puede haber” (ibid., p. 227). La sal, que abundaba en el occidente, escaseaba en el oriente: “La falta de sal se suplía con cierto género de pimienta que en las Indias es llamada ají” (ibid., p.232).

 

Por primera vez se menciona al aguacate lo que demuestra que esta planta pudo no ser importada de México sino que, en la época de la conquista, ya era endémica del Magdalena Medio caldense: “Tenían cúrales que son árboles crecidos y grandes. La fruta de estos algunos las llaman peras, por tener alguna similitud de ellas, y otros las llaman curas y, otros, paltas. Es fruta que pocas ellas maduran en el árbol sino desque están crecidas y de sazón las cogen y las ponen en parte abrigada donde maduran. Tienen dentro un gran hueso que ocupa la mayor parte de ella el cual no es de comer sino la carne que entre este hueso y el cuero se cría que es, si está de sazón y bien madura, de muy buen gusto, aunque es comida ventosa y pesada y húmeda” (ibid., p.276).

 

Los textos empolvados y repetitivos de historia dan por sentado que el aguacate es de origen mexicano. Puede que no sea así, aunque lo que sí proviene del azteca es la palabra ‘auacatl’. Esta voz fue a España y, en auténtica triangulación, regresó a América para rebautizar lo que los nativos del Magdalena Medio colombiano ya conocían como “curas” y “paltas”. Además, el aguacate del Magdalena Medio caldense es distinto al aguacate típicamente mexicano, en cuanto al tamaño, al color de la cáscara, de la “carne” y al sabor. Mantequilludo.

 

Pasaron varios siglos. Leyendo a Juan Bautista Boussingault, en sus “Memorias”, encontramos estas alusiones concretas, con más formas culturales, de lo que se perfilaba como posterior comida de los caldenses. Cuando preparan las vituallas, en Mariquita, para la travesía, de varios días, por una trocha bordeada de selva que lo llevaría a Supía, en 12 días, comenta: “Se prepararon las provisiones consistentes en: carne de buey en tiras casi secas, galletas de maíz (posiblemente antecesoras de las arepas), arroz, chocolate y ron” (2004, p. 59).

 

Lo que llama carne flaca equivale a la carne pulpa. Dice que en lo alto del Páramo una mujer sola, con una mano fracturada por la rueda de un trapiche, que cuidaba ganados, los atendió con “carne flaca, excelente queso, leche y papas”, (Reedición, p.62), lo que demuestra que la papa, en el páramo de Herveo o Ruiz, sector occidental, es anterior a la llegada de la colonia boyacense, en el siglo XX. Luego hace alusión a la comida pantagruélica que, el cura de Riosucio, el Padre Bonafont, le ofreció al científico, en Quiebralomo:

“Lo que se nos sirvió era grandioso. Se empezó con ollas podridas excelentes, pero que nos hicieron sonreír porque las fuentes eran vasos de noche de finísima porcelana de Wegdwood, que estaban naturalmente vírgenes porque se ignoraba su uso verdadero. A cada invitado se le servía, en un plato de barro una multitud de manjares, a la manera española. Todo fue admirable pero muy abundante. Se nos sirvió a la rusa. Los postres fueron suculentos y curiosos: compotas de frutas desconocidas de nosotros. Bebimos vino seco de España, introducido por el Chocó y ron preparado en el país por medio de la destilación de la caña fermentada”. (2004, p. 569).

 

De la anterior cita queda una deducción por hacer: Dice Boussingault que “Todo fue admirable pero muy abundante”. De esta expresión se concluye que, para este europeo, lo bueno si poco, doblemente bueno. Más conviene quedar satisfecho que lleno.

 

El occidente de Caldas alberga, aún, vitales conglomerados indígenas. De ahí que, en estos lares se siga ofreciendo variedad de platos y platillos que se basan en la tradición indígena del maíz. El maíz es de origen americano y se consumió en la mayor parte del continente, de norte a sur, desde épocas prehistóricas. El maíz no es una planta originaria de Antioquia ni la arepa es exclusividad suya, como lo pregonan los desconocedores de la historia.

 

El cultivo del maíz fue reverencial y aparece mencionado en uno de los primeros capítulos del Popol Vuh, la biblia de los mayas: “Los adivinos echaron sus suertes con maíz y granos de tzité, el fríjol rojo del pito, y dijeron: ¡Ea, habla Maíz! ¡Ea, habla tú Tzité!, ¡Tú, sol!, ¡Tú, Formadora! ¡Ea, Maíz!, ¡Ea Tzité!” (Popol Vuh, 1976, p.10). Su importancia fue tan definitoria que llegó a hablarse, como en el libro de Miguel Ángel Asturias, de “Los Hombres de Maíz”. Es la harina primordial en la dieta caldense de todos los tiempos.

 

Por ahora, concluyamos con que la extinción de los aborígenes tuvo varias causas sin que la   alimentación deficiente sea la de menor importancia. La escasa proteína (carne) en la alimentación cotidiana trajo como consecuencias funestas la debilidad ante el trabajo por lo que los españoles importaron legiones de negros, las escaramuzas cada vez más diezmadas contra el invasor por lo que trataron de huir hacia la selva chocoana y la mínima resistencia corporal a las enfermedades endémicas que los llevó a la tumba. Todo confabuló para su aniquilamiento.

 


 

 

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