ANA MERCEDES HOYOS Y SU LEGADO CULTURAL

 

Octavio Hernández Jiménez

 

El miércoles 3  y jueves 4 de septiembre de 2014 me dediqué, acompañado de un trabajador, a reorganizar una extensa colección privada de cuadros en las paredes de una casa.

 

Cuando estuvo lista, acompañado de los propietarios, hice un recorrido explicando la distribución general; en ciertos momentos,  la esposa preguntaba por los motivos que me llevaron a colocar estas obras en este sitio y aquellas en otro.

 

Encabezaban la lista, varios de los artistas plásticos de Colombia más solicitados, en la actualidad, en el mundo de la pintura y la escultura como Fernando Botero, Doris Salcedo, Óscar Muñoz y Ana Mercedes Hoyos; y la lista se dilataba.

 

Luego, la señora me dijo: de los 200 cuadros  instalados hábleme de uno en especial. Dejé vagar la mirada y, sin explicación suficiente, me dirigí a un grabado de Ana Mercedes Hoyos en el que rescata un instante sagrado en la vida de unas niñas de raza negra, en la localidad de San Basilio de Palenque.   

 

Me detuve en el tema,  el enfoque,  la vitalidad, la originalidad, el  sosiego,  el colorido y lo que podría representar ese grabado para la cultura colombiana pues las obras de valor artístico evocan no solo la sensibilidad y las emociones de los autores sino que pueden sugerir planteamientos intelectuales y el grado de pertenencia a la sociedad de la que hacen parte.

 

Los indígenas precolombinos dejaron valiosa información sobre el modo de pensar,  sentir, vivir y sobre el mundo que les rodeaba, a través de  piedras labradas,  cerámicas,  piezas de metal, todo concebido dentro de una cosmovisión particular.

 

Luego, los españoles importaron otra visión del universo perpetuada, entre otras formas, en la arquitectura religiosa y civil y en los óleos y esculturas en madera con que adornaron sus templos y casonas. Los modelos eran ellos mismos, en algunos casos acompañados de mestizos y uno que otro indígena.

 

En la tercera década del siglo XX, para Pablo Picasso y Antoine Bourdelle, discípulo de Rodin, era más acertado que los alumnos latinoamericanos que estudiaban en Paris y Madrid se preocuparan por desarrollar la incipiente identidad de sus países de origen en vez del arte extranjero, lección que explica la gestación de la Escuela Bachué de arte colombiano.

 

El nombre de Bachué dado a un grupo de intelectuales y artistas colombianos apareció cuando Rómulo Rozo, en 1925, esculpió “Bachué, diosa generatriz de los chibchas”. En 1930, los Bachué difundieron un manifiesto, en el que exaltaban un arte moderno, arraigado en la historia, la cultura y los símbolos nacionales.

 

Desarrollaron una obra con características Bachué, artistas colombianos como Luis Alberto Acuña, Roberto Pizano, Ignacio Gómez Jaramillo, Eugenio Zerda, Efraín Martínez, Carlos Correa, Pedro Nel Gómez, Ramón Barba, Miguel Sopó y más cercanos, los caldenses Alipio Jaramillo, Gonzalo Quintero, Sandy Arcila y Guillermo Botero. Esto ocurrió entre las décadas de los treinta y de los setenta del siglo XX.

 

En la década de los sesenta del siglo pasado se presentó, en los círculos del arte, la bogotana Ana Mercedes Hoyos que, luego, en el apogeo de su obra, reviviría aspectos básicos del postulado bachué, pero en  un contexto distinto. Había estudiado en la Javeriana y Los Andes  donde conoció a Marta Traba, visitó museos europeos y norteamericanos además de declararse admiradora de la obra de Diego Rivera.

 

A mediados de los sesenta pasó una temporada en Nueva York, meca del jipismo, deleitándose con las exposiciones en que se alternaba la publicidad con el arte pop, corriente de consumo masivo, de acuerdo con la estética de artistas como John Cage, Roy Lichtenstein y Andy Warhol, en cuyas obras aparecían los objetos de la vida urbana.

 

A su regreso a Bogotá, tomó el camino de la abstracción. Como dijo la misma artista, “Ana Mercedes empezaba a pensar diferente”. Se dedicó a la serie de pinturas Ventanas en que predomina el aspecto arquitectónico sin descartar algunos trazos en los que los espectadores atisban objetos corrientes. De ahí pasó a las Atmósferas; con una de ellas obtuvo el Premio del XXVIII Salón  Nacional de Artistas, en 1978.

 

Dirían sus detractores que después de esta etapa, la artista echó reversa pero no hubo tal. Trajinó buscando una porción de la realidad nacional en que se empapara de una nueva sabiduría, de un espíritu libre. Se detuvo en el mundo afrocaribeño, en los alrededores de Cartagena y empezó a reflexionar en él.

 

Ana Mercedes Hoyos trabajó en versiones muy particulares de los bodegones de Zurbarán, Caravaggio, Cezanne, Picasso y,  con este ejercicio previo, entró en contacto con ese mundo matriarcal de las palanqueras que, como Zenaida, la siguen recordando.

 

La artista era excelente fotógrafa. Por estos días, algunas palenqueras comentaban que Ana Mercedes Hoyos les tomó las mejores fotos que recordaban. Aparecían, de cuerpo entero o en detalles, con aderezos, moños, blusas de boleros, faldas largas de vivos colores, caras curtidas por el sol y los años, sonrisas triunfales,  en las cabezas poncheras rebosantes de frutas picadas y, ante todo, distintas poses de personas orgullosas de su raza. “Me decidí a explorar un mundo que no conocía”.

 

Pintó palenqueras y, además de ellas, sobre cajones, palanganas vistas desde arriba y que ocupan el centro de los amplios lienzos; a los lados se ven pies en la arena que llenan el espacio exterior restante pues Ana Mercedes no pintó palenqueras o bodegones dentro de oscuras habitaciones como lo hicieron los  clásicos europeos de naturalezas muertas.

 

Ana Mercedes puso al servicio de esta nueva etapa sus conocimientos académicos utilizándolos en las representaciones de las piñas, las ojivas de los bananos y los vitrales circulares de las sandías. “La organización de su recipiente coincidía con una investigación que adelantaba sobre el constructivismo y el cubismo en la historia del arte a través del bodegón”.

 

Matronas negras, patillas, piñas, papayas, cocos, melones. Por el colorido, los tajos, las herramientas utilizadas (cuchillos y lazos), además de las maneras de ofrecer las frutas tropicales al público, al contemplar la obra de Hoyos  se tiene la oportunidad de adentrarse en la cultura de donde proceden y la sensualidad que esas mujeres buscan despertar en los forasteros.

 

Penetró en la cultura de San Basilio de Palenque, un reducto invencible de esclavos que, en el siglo XVII fue dirigido por Benkos Biohó, primer apóstol de la Libertad en América y que, a pesar de los siglos, ha logrado conservar, sin cambios estrepitosos, su organización social, cocina (enyucados, alegrías, cocadas, bolas de maní),  lengua, medicina, música y fiestas profanas y religiosas en honor de su patrono, San Basilio. La escultura de medio cuerpo ubicada en la plaza del palenque, en la que Benkos Biohó  grita Libertad mientras desata las cadenas, es obra del manizaleño Guillermo Vallejo.

 

En los años finales de su vida, Ana Mercedes dedicó parte del tiempo a perpetuar, en tamaño heroico, los instrumentos de trabajo de las palenqueras. Palanganas y frutas vaciadas en bronce, el metal de los inmortales. Muchas de esas obras engalanan colecciones colombianas, norteamericanas, europeas y suramericanas. “Ángel Kalenberg me invita a participar en la Bienal de París y luego, fui invitada al homenaje a Joaquín Torres, en el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro”.

 

La artista bogotana fijó su mirada en las palenqueras, en el acto de salir con tan agobiante carga sobre sus cabezas, con destino al mercado de Bazurto, cumpliendo con un mandato en la legislación de su pueblo que las obliga a contribuir al sostenimiento de su gente; también se detuvo en los juegos comunitarios (boxeo, fútbol), en las bandas de música popular, en  las festividades religiosas como las primeras comuniones, uno de cuyos grabados estábamos contemplando y que hizo parte de ese conjunto de esculturas, bocetos, dibujos que la artista exhibió, en febrero de 2014, en la Galería Nueveochenta de Bogotá, bajo el título de Tres-D.

 

En ese grabado, las niñas se disponen a iniciar el desfile hacia el templo. Pueden tener unos doce años. Espigadas. La artista las contempla, en la fila, desde atrás. Van vestidas con trajes cortos, de colores pálidos, con moños y lazos en peinados con trenzas. Todo un ritual sagrado para ese pueblo. La sensación es de expectativa. Un trabajo inigualable. Un asunto de querubines y serafines. Para coger con guantes blancos.

 

Al exponer por el mundo su obra, la artista bogotana difundía a la vez los valores de la población de San Basilio de Palenque no solo en Colombia sino en muchos países en donde expuso, en ciertas temporadas.  “En Nueva York, la revista Newsweek me dedicó una entrevista; People, en 1988. En 1992, la Fundación Japón me invitó a visitar ese país; en 1993 presenté una exposición en la Galería Yoshii de Nueva York sobre el tema de Palenque… En 2004, el Museo de Arte Moderno de México me invitó a una retrospectiva simultánea con la de Diego Rivera cubista”.

 

Lo anterior explica, en parte, que no se hiciera tan desconocida la localidad de Palenque cuando la postularon en la Unesco y la declararon Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

 

Como si fuera poco, en mayo de 2014, el libro de cocina palenquera ganó en Beijing (China), el premio como el Mejor Libro de Cocina del Mundo. No son coincidencias, ni casualidades. Hay un esfuerzo que viene de atrás en el que han aportado muchos su granito de arena. La artista era consciente de su propuesta: “La conciencia de nuestro pasado indígena, la conquista por los españoles y la llegada de los esclavos del África afianzan mi identidad”.

 

Frente al grabado de esas niñas cimarrones, expresé las consideraciones de paso. A través de la conversación hice relaciones entre ese grabado con algunas obras contemporáneas y precursoras a él. Una colección es una sinfonía de obras equivalentes a las notas de una obra musical. Existe una mente y una sensibilidad que selecciona y ordena. Hay que intuir esa propuesta. En su ubicación no solo juega el desarrollo de una estética sino una posición pedagógica, una crítica propia y rigurosa, mucha constancia y coherencia. 

 

El conjunto de obras de un artista nos debe llevar a descubrir una intencionalidad, una metodología, una secuencia, unos valores que perduran y hay que divulgar. Los grandes autores no dejan solo obras que conmueven la sensibilidad de quienes las contemplan; ante todo, dejan en ellas un talentoso aporte a  la cultura de su pueblo. Se esfuerzan por poner en práctica una sabiduría muy escasa en el mundillo del arte; sabiduría que se despliega, ante quienes la contemplan, como un libro de páginas deslumbrantes e inéditas.

 

Con un soporte técnico excelente y una exquisita elegancia,  buena parte de la obra de Ana Mercedes Hoyos acerca a quienes la contemplan a  temas sociales e históricos, a una exaltación de esa tradición que insiste en el sentido de pertenencia de los colombianos.

  

A las seis de la mañana del viernes 5 de septiembre de 2014, ante la noticia inesperada de su muerte, me consolé a mí mismo diciéndome: Ayer, siquiera, aún en vida, seleccioné la obra de Ana Mercedes Hoyos para elogiarla, en forma merecida, antes de que cayera la noche.

 

Debe estar en las playas azules de una de esas Atmósferas suyas contemplando  jubilosas palanqueras que desfilan, no con naturalezas muertas, sino naturalezas vivas, jugosas y espléndidas.