ANDAR EN CARGUEROS


Octavio Hernández Jiménez


Cuando Alejandro de Humboldt viajó de Bogotá a Popayán (1802) observó esta costumbre, por la región del Quindío, y de ella cuenta a su hermano: “andar en carguero, es como quien dice ir a caballo, sin que por esto se crea humillante el oficio de carguero, debiendo notarse que los que a él se dedican no son indios sino mestizos y a veces blancos. Los cargueros conducen seis y siete arrobas y, algunos muy robustos, hasta nueve” (A. Humboldt, 2008, p.12).


Pero, el personaje de carguero no sólo se daba en el Quindío. El mismo Humboldt precisa: “No es el paso del Quindío el único punto donde se viaja de este modo; en la provincia entera de Antioquia, rodeada de terribles montañas, no hay otro medio de escoger sino el de andar a pie o encomendarse a los cargueros”.


Hay acuarelas en las que aparecen mujeres indígenas, con fardos al hombro, por inhóspitos caminos. Estas formas de transporte debieron practicarse, desde tiempos inmemoriales, a lomo de los aborígenes, desde antes de la llegada de los europeos.  


J. P. Hamilton, en su obra Viajes por el interior de las Provincias de Colombia (1823),  calculaba entre 300 y 400 varones los dedicados a cargar personas y bultos a sus espaldas, por las montañas del Quindío y otras regiones del interior del país. Ramón Torres Méndez (1809-1885), en más de 300 láminas de su producción pictórica, ilustró costumbres regionales como la vida de cargueros y silleros, entre Sonsón y el Quindío, a mediados del siglo XIX. Estos recios personajes vivían de su fuerza bruta.


Cuando Ramón Zea, en San José Caldas, hacía fuerza para arrancar a caminar, decía: “Adelante que es pa’Caicedonia”. Esa frase se volvió popular y el pueblo la repetía en innumerables ocasiones para dar ánimo a los paisanos.


No era fácil “andar en carguero”. Humboldt observa: “La persona que va en las sillas de los cargueros ha de permanecer inmóvil horas enteras, so pena de caer ambos. Sin embargo, son raros los accidentes, y los que ocurren se atribuyen a la imprudencia de los viajeros que asustados saltan a tierra desde la silla” (Ibid.).


Por su parte, Jorge Brisson, en su obra “A pie, de Cali a Medellín, en 1890”, trae un detalle que pocos habían observado: “Los niños de estas jóvenes y hermosas viajeras van trasladados a espaldas de peones, en jaulas de madera que se emplean igualmente para el transporte de personas enfermas o delicadas” (Viajeros por el Antiguo Caldas, 2008, p.239).


Muchos descendientes de los primeros pobladores de San José Caldas, a finales del siglo XX, narraban que sus padres los llevaron desde el suroeste antioqueño a la Cuchilla de Belalcázar dentro de canastos de bejucos colgados a los flancos de las mulas o en canastos colgados de la cabeza de los colonos, mientras los niños contemplaban los árboles corpulentos y la algarabía de los micos y las guacamayas.


En San José de Caldas, por los años cuarenta del siglo XX, Ramón Zea tenía el oficio de sillero o cargador de personas, en su espalda, a cambio de una remuneración convenida. En la cabeza se ponía un cinchón y en los hombros unas cargaderas y, atrás, la señora enferma, la que iba a tener un bebé, el anciano o el viajero, sentado y quieto, en un incómodo taburete.


En los años treinta y cuarenta del siglo XX, cuando en una finca se presentaba un enfermo o enferma que aún podía sentarse, algún familiar o peón subía a San José a solicitar el servicio de don Félix Piedrahíta. Este sillero atravesaba la calle, despacio, con pies de plomo, acezando, con el paciente en un taburete que aseguraba con la cincha a su cabeza. Era corriente ver a don Félix transportando, en sus espaldas, a un pasajero o pasajera a Manizales, Pereira, Belalcázar, Risaralda, Apía, Anserma o Riosucio. 


Cuando pasó de moda “andar en carguero”, se hicieron comunes las barbacoas para transportar enfermos o, en la violencia política, a los muertos. Una camilla para secar café convertida en ambulancia y cargada por cuatro individuos. Muchas veces, ponían unas varillas de guadua formando arco que cubrían con una sábana para que el paciente no recibiera el sol o el sereno de la noche. Cargaban las camillas con los muertos cubiertos con sábanas blancas, no pocas veces con chilguetes de sangre seca. Las barbacoas chirriaban cuando las cargaban por la calle; qué tal el chirrido de una camilla cargada, a media noche, por la calle oscura del pueblo. La gente sentía tanto temor o pánico que sublimó la barbacoa a nivel de uno de los mitos más espeluznantes de la cultura del centro occidente colombiano.


No todos cargaban personas a cuestas, de una localidad a otra. Hubo cargueros urbanos. El oficio de cargueros en el mismo pueblo se hizo familiar cuando adolescentes y bobos del pueblo estaban a disposición de las señoras para salir a la plaza de mercado, los sábados o domingos. Las amas de casa iban adelante escogiendo frutas, legumbres, tubérculos, quesos, mantequilla, huevos y, atrás, caminaban los muchachos o bobos con un enorme canasto a la espalda sostenido con una cincha en la cabeza. El trabajo podía durar una hora, y para el pago empleaban de esas monedas devaluadas que los comerciantes devolvían a las patronas. Al descargar el canasto en la cocina de la casa de la señora, recibían una tazada de aguapanela con limón o una tazada de claro de maíz, para la sed. Gracias, su mercé.


Las plazas descubiertas se sustituyeron, desde finales del siglo XX, por las plazas de mercado cubierto o galerías, y los canastos de bejuco que llevaban los muchachos y bobos, al hombro, pasaron de moda y, en su remplazo, se usan los carritos silenciosos que los compradores van arrastrando por los atiborrados pasillos de los supermercados.