ANSERMA Y SU SAGA DE LEYENDAS

 

Octavio Hernández Jiménez

 

El siglo XX se partía en dos. A la edad de seis años ingresé al kínder de las monjas Betlemitas y luego pasé a la   Escuela José Antonio Sucre, de Anserma, Caldas. En las dos instituciones  escuché, en la boca de la Hermana Bernarda, de Elvira y Melosa Manrique, la leyenda de una princesa indígena que, en la época de la Conquista española, quiso rivalizar, en belleza y majestad, con la Virgen María. En una semana santa, mientras, por la Carrera Quinta, los cristianos acompañaban la imagen de la Virgen Dolorosa, por la Carrera Cuarta, los indígenas, parodiando la liturgia católica, acompañaban a la princesa de la tribu, desnuda sobre un anda, para que el oprobio fuera mayor. La procesión indígena concluyó arriba, en una explanada ocupada después por el edificio de la Cruz Roja, luego por un bachillerato nocturno y, a comienzos del siglo XXI, por la Biblioteca Municipal. A la luz de la luna y al ritmo de los tambores, la tribu se puso a danzar mientras los cristianos acudían al llamado de las campanas fundidas con el oro arrebatado a los indios y que estos, aquella misma noche, lograron recuperar mientras los católicos daban la vuelta por la calle, compungidos detrás de la imagen de La Dolorosa. Como el Dios de los católicos era más fuerte que los dioses de los indios, Aquel envió un rayo seco que retumbó por el Valle de Apía (hoy Valle del Risaralda), se abrió la tierra, se tragó a la princesa sacrílega, a su séquito y las campanas de oro. Allí se formó una laguna turbia e inmóvil que conocimos cuando niños y a la que iban a nadar los gansos y patos del vecindario. Luego, Clarisa y María Vélez contaban que, a partir de ese suceso, los jueves y viernes santo, a media noche,  abajo,  se lanzaban al aire, por esas curvas oscuras y azarosas del río Risaralda que se divisan desde el atrio del templo de Santa Bárbara, en Anserma, los tañidos de las campanas de oro hundidas por el rayo vengativo.

 

Las anécdotas hubieran quedado sepultadas en el olvido, si no fuera porque, en 1993, cuarenta años después de que yo hubiera escuchado la leyenda de la princesa indígena, apareció Francisco Eduardo C. narrando esta leyenda que le había contado, hacía pocos días, Fanny O., en la misma Santa Ana de los Caballeros:

 

Cuando Fanny era niña, los mayores relataban  que, a comienzos del siglo XX, llegó a Anserma, que por ese entonces resurgía  como un pueblo de bahareque con mucho comercio regional, una deslumbrante mujer proveniente de Cali. Se trataba de Anselma Bautista. Con sus argucias enamoró a cuatro hombres entre los más adinerados de aquel entonces. Como manifestación de amor, uno de ellos le compró una casa enorme, cerca al Parque Arango Zea, en la parte sur de Anserma. Un noche del novenario de Santa Bárbara,  patrona de esa región minera (anser quiere decir sal),  los cinco se emborracharon y sacaron por las calles, en procesión, a la tal Anselma como si se tratara de la santa asignada para proteger al pueblo.  Anselma se presentó desnuda, en el templo católico, solo cubierta por un velo transparente. El cura párroco la escupió, los maldijo y los expulsó a la calle. Anselma con sus amantes continuó la orgía en su casa. Se desató una tempestad como las que caen a menudo en la Loma de Anserma y que explican por qué los feligreses se pusieron bajo el amparo de Santa Bárbara, eficiente patrona. Llovió y tronó toda la noche. Al día siguiente, la gente quedó pasmada cuando vio que, donde quedaba la casa de Anselma Bautista, había una laguna cubierta de escombros y que tanto ella como sus cuatro amantes habían desaparecido en el lodazal. Luego del terror que produjo lo ocurrido con Anselma y sus amantes, el guía espiritual decidió marcharse del pueblo al intuir que lo acaecido conllevaba una drástica amenaza para él. Empacó lo que había de valor, en la casa cural y en el templo, sin olvidar las campanas de oro. Las subió a un par de mulas. Como ha sucedido en muchos pueblos, la gente se dio cuenta del saqueo que hizo “el ladrón honrado”, de que habla el vallenato la Custodia de Vadillo, y se quedó callada por temor al escarnio a que podía ser sometida desde el púlpito y a las maldiciones. Nadie intervino y el ladrón honrado se marchó con el tesoro a bordo. Tenía que pasar el puente de Umbría, en ese sitio que se divisa desde la esquina de la iglesia mayor de Anserma. De improviso, empezó a temblar la tierra. Fue tan violento el terremoto que las campanas de oro, con las mulas y el cura rodaron al río y jamás se volvió a saber de ellos. Año a año, en semana santa, se escucha el lejano repicar de esas campanas.

    

Umbrío (a): donde da poco sol. El cañón por donde se abre paso el río Risaralda es uno de los más abruptos, resguardados y poco transitados, en la cordillera occidental. Precipicios que espantan a cualquiera; cielos y montañas enmarañadas; desfiladeros que, en vez de facilitar, dificultan las comunicaciones. Llueve a tarde y noche, a lado y lado de la cordillera occidental; puro Chocó. Esto ha hecho difícil dedicar esa tierra a cultivos técnicos; es apta para la minería; la luz, aún de día, es lúgubre, la humedad es copiosa y si se recorren esas carreteras estrechas, ver el sol es como mirar desde el fondo de un pozo, la luz que se cuela en la alta boca del aljibe. Esta atmósfera depresiva ha ayudado a conformar un clima espiritual cargado de  melancolía en el que transcurren las luchas, los enfrentamientos y los odios narrados en las sagas.

 

Pasado el tiempo, el lugar en donde se hundieron las campanas de oro recibió el nombre de Charco Negro. En ese charco, en forma imprevista, flota y se zambulle,  una serpiente negra, por lo que nadie se atreve a bañarse en él. Para extender la inagotable pesadumbre, en el sector, un cura del vecindario incineró el cadáver de su amada y su hija. Dicen que se escucha un eco prolongado a modo de alarido que se pierde por los montes por donde, como una boa, trepa la neblina. Los borrachos que pasan por ese sector también  cuentan que han visto pasar, muy despacio, una mula cansada y sobre ella un Jinete sin cabeza. ¡Qué rasca!

 

En las sagas caldenses los protagonistas han alcanzado el clímax. En las sagas  medievales se trataba de individuos corrientes; no de personas dechadas de virtudes o maldades. “Los personajes de las sagas no son totalmente buenos o malos; no hay monstruos del bien o del mal. No prevalecen fatalmente los buenos ni son castigados los malos. Hay, como en la realidad, coincidencias, dibujos simétricos del azar. Si un personaje miente, el texto no nos dice que miente; después lo comprendemos” (J.L.B.).

 

Doña Fanny recordaba, en ese sartal de relatos que, estando pequeña, la mamá contaba que, en tiempos de Cuaresma,  veían nadar a una pata con cuatro paticos, en la laguna que quedaba una cuadra más arriba de la plaza Ospina, lugar de mercado. Cuando los mayores veían patos nadando, en ese estanque de aguas turbias, decían que era Anselma Bautista y sus cuatro amantes, castigados por la furia de Dios.

 

Las sagas son  frondosos árboles de ramas  antiquísimas que, en el transcurso del tiempo, van alcanzando la categoría de relatos míticos como son las anteriores narraciones en que aparece una laguna y una serpiente. A mediados del siglo XVI, el Mariscal Jorge Robledo, en la “Descripción de los Pueblos de la Provincia de Anserma” (Colección de Juan Bautista Muñoz, tomo LXXXII), dice: “En esta provincia está una lagunilla de agua pequeña, cerca de la cibdad. Y viendo los indios que (los españoles) iban allí a dar agua a los caballos, me dijeron que no entrase en ella porque estaba allí una culebra muy grande que los mataría si entraban dentro; y haciéndoles preguntas desta culebra, me dijeron que salía del agua e les hallaba, e que tenía ojeras e ojos grandes e pies, e para que no estoviese enojada le echaban de comer y no se osaba ningund indio lavar en ella ni entrar dentro, e de ver como entrábamos nosotros e lavábamos los caballos, se admiraban mucho y sespantaban de cómo la culebra no salía e nos mataba”.(Caldas en las crónicas de Indias, p.30).

 

En la naciente saga mitológica  de San José de Caldas también hay una culebra gigantesca  que serpentea, en calma absoluta, por la Calle Real del pueblo, a altas horas de la noche, y una laguna (que secaron los dueños del terreno en la salida hacia Belalcázar), en la que nadaban paticos de oro y en la  que, luego de una ceremonia católica con muchos testigos reales y sin ningún inconveniente inesperado, en su desarrollo, salieron con el cuento de que la custodia de las fiestas se había caído dentro del fango, ese jueves de Corpus Christi, de un mes de junio, entre los años de 1962 y 1965. De ahí en adelante, empezaron a murmurar de otro ladrón honrado.

 

La leyenda de la pata con los cuatro paticos antecede, en los relatos orales de los viejos, a la genealogía del Pollo Maligno. En el Bajo Occidente de Caldas escuchan a este animal mitológico piando, al atardecer. En Anserma, han tenido la capacidad de fabular su origen. Una señora echó una gallina a empollar con unos huevos buscando que salieran pollitos. Lo malo estuvo en que lo hizo un viernes santo, asunto que no podía hacer porque quebrantaba la santidad de esa celebración religiosa en la que nadie puede trabajar. Cuando llegó el día en que saldrían los pollitos, la señora se puso a ayudar a los animalitos para que salieran del cascarón. Al abrir una cáscara, encontró un tripitorio que terminaba en un pico que se puso a piar como si tuviera hambre. Del susto, la señora lo lanzó al monte. En vez de morirse o callar, siguió piando en forma desesperada, cuando llega el atardecer. Ese es el origen del Pollo Maligno.

 

 

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