BOTERO PINTA LA VIOLENCIA 

 

Octavio Hernández Jiménez 

 

El público colombiano de la segunda mitad del siglo XX catalogó como íconos perdurables a las obras La Violencia de Alejandro Obregón, a los grabados de Luis Ángel Rengifo, a La Horrible Mujer Castigadora de Norman Mejía, a los aguafuertes de Augusto Rendón, a los óleos de Carlos Granada y a La Cosecha de los Violentos de Alfonso Quijano. Fernando Botero contaba ya con varias obras magistrales, sin que se relacionaran con esa violencia que había conmovido a los artistas contemporáneos suyos de las décadas de 1960 y 1970.  

 

El artista Fernando Botero venía combinando lo tradicional con lo moderno. En parte de sus obras catalogadas como folclóricas por muchos espectadores se desbordaban la ingenuidad y el humor mientras que, en otras, como las naturalezas muertas de la primera etapa, se percibía la más exquisita poesía.  

 

En buena parte de sus óleos, acuarelas, sanguinas, carboncillos, lápices y aún mármoles y bronces, Botero recreaba sus nostalgias y la intención de vivir atado a su país. Antes de que la crítica y los medios de comunicación catalogaran a Botero como el artista plástico colombiano de mayor renombre mundial, este declaró, con cierta dosis de humildad, que “el mejor pintor de Colombia es Vásquez Ceballos”, y confesó que seguía buscando “el duende de Colombia” que, por cierto, es el tema perenne de Botero: “He pintado a Colombia toda mi vida”. Se puede decir que cuando Fernando Botero exclamó “Colombia me duele horriblemente” estaba declarando que había encontrado nuestro duende.  

 

Desde finales de la primera mitad del siglo XX, Botero pintó la violencia colombiana. En 1949, dio a conocer Mujer Llorando y, en 1952, Frente al Mar. En las últimas décadas del siglo XX, el duende violento se instaló en la mayoría de las 50 obras sobre la Violencia colombiana que Fernando Botero donó al Museo Nacional de Colombia, en mayo de 2004.  Obras como Vive la Muerte, Una Víctima, Muerte en la Catedral, Río Cauca, Quiebrapatas, Un Secuestro, Masacre de Mejor Esquina, Carrobomba, Esmeralderos, Guerrilleros, Tirofijo, Pablo Escobar conforman un catálogo de horrores históricos y delincuenciales, en óleo, carboncillo y lápiz. Ubicarse ante ellas es pasar y repasar la interminable página roja de nuestra historia reciente.  

 

Al despojar la mayor parte de los cuadros de Botero sobre la violencia colombiana de su aspecto artístico asumirían el papel de testimonio de nuestra pesadilla histórica. Podrían bautizarse como Memento Mori. Cuando fue a inaugurar la retrospectiva de su obra, en el antiguo monasterio de San Ildefonso, en el centro histórico de Ciudad de México, el pintor colombiano declaró: “Contrariamente a lo que siempre he predicado, que el arte debe dar placer y mostrar aspectos más gratos, frente a este terrible drama, tengo la obligación moral de darle otro aspecto a mi pintura y mostrar el drama colombiano”. 

 

Al preguntarle al artista (El Tiempo, 16 de julio de 2000), por qué se interesó en el tema de la violencia en Colombia, respondió: “He pintado Colombia toda mi vida. Tanto la amable que conocí de niño como esta que veo ahora a través de la prensa. Eso me ha producido una necesidad de pintar varios cuadros que son parte de esa realidad. Es algo que me dejó horrorizado. No es un comentario político. Es lo que existe en un país más allá de la política”, y agregó: “Guardadas dimensiones, es como cuando Goya pintó las masacres del 10 de mayo, diez años después. Los artistas lo registran más allá del tiempo”. 

 

En el año 2004, Fernando Botero obsequió al Museo Nacional de Colombia, el conjunto de obras sobre la Violencia Colombiana de los años 80 y 90 del siglo XX. Ante ellas el ser humano siente algo distinto a las sensaciones habituales. El arte, para unos como función y para otros como esencia misma, está dotado de una fuerza interior que se transmite a quien se fije y se deje impregnar por él. Buscar el arte y abrir el alma en su presencia equivale a dejarse bañar por una luz que inquieta, intriga, calma, dulcifica, conmueve, cuestiona, desespera, menos quedarse impasible ante él. El arte transforma, así sea momentáneamente, a quien lo asume. Arte ya no es belleza. Arte es emoción y conmoción interior. 

 

No todo lo que esté embadurnado de óleo, acuarela o témpera puede catalogarse como obra de arte pues habrá que tener en cuenta la conexión que una obra provoca en cada espectador. Además, conviene advertir el esfumado que establece, en la memoria y la imaginación, la distancia, entre el cuadro y quienes lo contemplan. Botero asumió, en muchas de las obras de este período, la pesadilla colombiana, con los recursos que venía utilizando desde hacía tiempo, y por los que todos lo identifican.

 

Volúmenes generosos atravesados por descargas de armas de fuego, armas blancas, gallinazos por el firmamento, vendas y cuerdas que atan a las víctimas, gestos macabros y la muerte, siempre, como un sueño plácido a pesar de la pesadilla que han padecido esos cuerpos. Casi siempre, víctimas atadas a la crónica de cada día. La obra boteriana es más que una narración de la violencia. En ciertos cuadros, identifica, no sublima, a pesar de que Botero es consciente de que “el Arte está más allá de las cosas de todos los días. Esas cosas hacen parte del folclor, el color o de la Historia de lo que es un país”.  

 

Ingenuismo o pintoresquismo de balas con recorrido pintado sobre la tela; sarcasmo como en Madre e Hijo en donde la madre es la muerte que acuna a su pequeña muerte a la sombra de un gallinazo, o en Un Consuelo, cuadro en donde la muerte que lo vigila consuela al secuestrado; ironía en un Río Cauca que deja de ser el escenario deslumbrante de las cuitas de Efraín y María, para convertirse en la alcantarilla podrida de la muerte.

 

El uso del color, en varios cuadros, es paradójico. En las series Sin Compasión y Alarido el tema mata la vistosidad de la paleta. Colores encendidos que, en vez de ser festivos, reflejan el horror que no transmitirían esos cuadros si los hubiera pintado con tonalidades opacas. Movimientos mecánicos con los que las lágrimas responden más a un orden exterior que interior. Se nota cierto cansancio y repetición de un patetismo que convenció en las obras de los años sesenta. 

 

En el arte, dijo Picasso, el artista debe matar a su padre. Se podría agregar que, en el arte, el artista debe matarse constantemente a sí mismo. Sería maravilloso que Botero pudiera retomar ese periodo de los sesenta cuando la creatividad fluía a borbotones y la técnica escogida lo llevaron al reconocimiento internacional. Los artistas deberían envejecer hacia una juventud añorada aunque perdida.  

 

Sin embargo, a pesar de algunos destellos de arte, en la mayor parte de las obras de la serie de la violencia colombiana, de Botero, la emoción deriva de los actos delincuenciales y no de la calidad artística. Lo dijo Ana Mercedes Hoyos, seis meses después de que Botero, un artista “de un valor impresionante en el arte universal”, según ella misma, hiciera su donación al Museo Nacional. Le preguntó el periodista: “-Y, ¿el Tirofijo de Botero? - No me gusta. Me parece caricaturesco, sin la intensidad que merece la violencia. En eso no se puede improvisar”. (Enrique Posada Cano, 4 de diciembre de 2004). 

 

Pero si, ante la mayor parte de las obras grandes y pequeñas sobre la violencia colombiana, se siente uno huérfano del don de la emoción artística, esa vitalidad sí se encuentra, en muchos dibujos pequeños hechos a lápiz o con sanguina. El Verdugo es una obra magnífica por su anatomía y su dinamismo triunfantes. En Sin Título aletea un presentimiento o una inquietante metamorfosis. En el dibujo Un Crimen es admirable el equilibrio de masas. Escultura a lápiz. 

 

En la primera década del siglo XXI pintó las series sobre Abu Ghraib, en la que denunció los abusos y torturas que sufrieron los prisioneros iraquíes a manos de soldados de Estados Unidos, en la Guerra del Golfo Pérsico (2005) y la serie del Viacrucis de Cristo, sobre otras violencias de repercusiones más generales. 

 

Cuando entregó un lote de 60 obras al Banco de la República como parte de la donación al pueblo colombiano, Fernando Botero confesó: “Con estos proyectos (en cuanto a pintura y donaciones) me uno más a Colombia de lo que había estado. Estoy ciento por ciento, con el corazón y la cabeza, en Colombia, todo el tiempo”. Su trabajo, con otras temáticas y estilos, sigue vivo y cuenta con el reconocimiento en el mundo del arte. El pueblo colombiano aplaude el cuerpo de su obra. Espiritualmente, nos permanece.  

 

 

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