CANDILEJAS

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Más que cualquier otro fenómeno de la naturaleza, la luz, en forma de sol, de estrellas, de luna llena, de relámpago, de rayo, de volcán, ha fascinado a los seres vivos desde los humanos hasta las chapolas. Pero, no sólo como fenómeno físico que se debe dominar para que no nos destruya sino como fenómeno dotado de inquietante vivacidad.

 

El ser humano ha dotado a la luz, a través del tiempo, de ciertas características vitales y espirituales. A la luz la hemos ubicado a medio camino entre los seres no-vivos y los seres vivos. Remito a la lectura de La Llama de una Vela, de Gastón Bachelard y a la última de mis Cartas a Celina (1995).

 

En innumerables culturas, se le ha dado a la luz la categoría de intermediaria ante la divinidad. Una vela, una veladora, una lamparita, un cirio pascual. Los católicos, desde hace centurias, organizan los días de las velitas o “el alumbrado”, el 7 y 8 de diciembre, cuando engalanan las casas de pueblos y campos con velas y flores, como en Éfeso, en los primeros siglos del cristianismo, en honor de la Inmaculada Concepción de María.

 

El dos de febrero es el día de las candelas o de la Virgen de la Candelaria. Muy de mañana, los feligreses aparecen en el templo con velas o cirios que el sacerdote bendice y, luego, en la intimidad del hogar, ellos prenden cuando   se presenta una calamidad doméstica o la agonía de uno de los integrantes de la familia.

 

Pero no solo admiración. En Caldas, como en muchas otras regiones, hay luces nocturnas que provocan espanto en los observadores que se refieren a ellas como si se tratara de heraldos enviados por espíritus de Ultratumba.

 

En  la Cuchilla de Todos los Santos,  hablan de una luz que recorre el camino de un lado para otro y, al acercarse el viandante a ella, se parte en tres pedazos: dos más grandes y uno pequeño. Las grandes son las ánimas de dos compadres en penas que se mataron a machete, sin motivo suficiente, y la llamita es la del ahijado. El destino de estas luces es anunciar por los caminos que el mal ejemplo dado por los mayores merece perpetua denuncia.  

 

Cuentan que hubo una abuela perversa que se hizo cargo de la crianza de los nietos dejados por una hija. La prole siguió los ejemplos de su familia: los nietos se volvieron ladrones y asesinos y, las nietas, mujeres licenciosas. Los vecinos la apodaron la Abuela Alcahuete o Candilejas pues cuando murió, los vecinos la siguieron viendo pero ya metida en una paila, en un fogón con candela, y los nietos y nietas alrededor avivando el fuego, primero, como castigo por la educación tan desastrosa que les había impartido y después, por haber servido de instrumento de juicio y condenación.

 

No es extraño que, en Marmato, debido a las minas, los minerales y gases que  brotan por grietas y socavones, se hable de luces nocturnas que ven los habitantes de los contornos. Sin embargo, la gente le da una connotación mítica como a las llamadas “luces del Chamizo”. Se trata de tres luces amarillas que ven viajar por el sector de Jiménez Alto. Se ve que se chocan y se separan para continuar el viaje, una al lado de las otras dos. Comentaban que esas luces representan a tres compadritos que, siendo muy amigos, se mataron entre sí, en una pelea. Fueron condenados a no separarse jamás por haber traicionado la amistad, en un mal día.


Según los guaqueros, el color de las luces tiene su significado. El amarillo indica que hay oro; el rojo, que para extraerlo habrá brotes de violencia y sangre y, el azul, que adentro no hay más que cobre.

 

Don Bernardino G., en el sector de La Esmeralda (Rda.), subía a veces, a pie, cogido de la noche, hacia su casa. Iba sin linterna. De pronto miraba hacia atrás y veía que subía una luz. Se alegraba al pensar que había conseguido compañero para el resto de camino. Mermaba el ritmo de los pasos y la luz no avanzaba. De pronto, sin que alguien se le hubiera adelantado, veía que la luz ya iba adelante. 

 

Luces que anuncian guacas dotadas de fabulosos destellos, asociadas con caciques indígenas que ocultaron sus tesoros ante la voracidad de los extranjeros o integrantes de otras tribus; luces que dan indicios del entierro guardado por algún avaro u opulento desesperado por no dejar nada a sus herederos o a quienes codiciaban sus bienes acumulados.

 

Los jueves y viernes santos, luego de las ceremonias religiosas de la noche, emprendíamos excursiones fuera del perímetro urbano de San José para observar las luces que anunciaban entierros, de acuerdo con la palabrería de los mayores. Los que decían verlas comentaban que las luces se encendían, cabeceaban, viajaban por el aire y se enterraban en donde estaba el tesoro. Los más ambiciosos grababan en la memoria el lugar exacto o lo señalaban, con el máximo disimulo, para regresar a excavar la tierra en búsqueda de fabulosas riquezas.

 

El domingo de Resurrección del 2015, en la vieja casona de los Escobar Salazar que forma esquina con la Calle de las Monjas, estaban haciendo unas reparaciones, en los cimientos ubicados en ese barranco de tierra reseca, debajo del supermercado. Uno de los contertulios que estaban en el Bar Reminiscencias comentó que esos trabajos urgentes se debían a que, el jueves santo, en la noche, la dueña vio una luz que salió de ese sitio y por eso, el sábado, ya que el viernes santo no se podía trabajar, mando tumbar el barranco, en búsqueda del entierro. Unos decían que había fallado en el intento de enriquecerse y otros argumentaban que sí había hallado el entierro pues consiguió con qué mandar a hacer el nuevo remiendo.  

 

No se conoce casos en que los buscadores se hubieran enriquecido con el producto de los entierros. Los supuestos tesoros se esfumaban o los que excavaban encontraban, si mucho, un reguero de ceniza debido a la envidia que habría expresado alguno de los que divisaron las luces.  “Y los sueños, sueños son”.

 

Si no fuera por la fértil imaginación de los humanos, las luces, en las noches, no tendrían por qué inquietarnos. Por combustiones aleatorias de gases escapados de las entrañas de la tierra, esas luces pueden ser perceptibles, en las noches. La luz del sol impide que se distingan los colores de las luces, por lo que según los guaqueros, en el día, se manifiestan bocanadas de humo blanco sobre algunas sepulturas.

 

Otras luces se deben a la configuración geológica de un territorio volcánico por cuyas grietas brotan gases que se encienden, en contacto con la atmósfera. En otros casos son gases que emanan de cuerpos animales o de sustancias vegetales en descomposición. Los gases dentro de las minas de oro, también se encienden, al contacto con la atmósfera. Muchos mineros mueren dentro de los socavones, víctimas de esos gases tóxicos.  El problema surge cuando el hombre conecta sus delirios o temores irracionales con la febril existencia de seres en otras dimensiones.

 

Sin embargo, hay casos inexplicables pues las luces no siempre han sido de velas, espermas o chorros de gases que salen de la tierra. Se mudaron al tiempo de la luz eléctrica. Volvamos a la casa que habitó don Ceno Vásquez en San José. Según Chucho, su sobrino, hay una parte de esa vieja construcción, que da a la Calle Real y que carece de instalaciones de energía eléctrica desde cuando hizo unas reparaciones que no se concluyeron por falta de dinero. Las Raigosa que viven al frente, han llamado a media noche, a Chucho, a comentarle que apague los bombillos que se le quedaron encendidos, en el sector inconcluso. Le advierten: ¿Usted por qué es tan olvidadizo? Y, ¿cuánto le irá a costar la luz en este mes? El calla para no causar terror. No les ha confiado que ese sector de la casa carece de energía eléctrica. Ha buscado las morrocotas de oro de su tío don Ceno, y nada; ni en el zarzo, ni en el subterráneo. Le queda faltando desbaratar las paredes para mirar si dejó las rutilantes monedas apiladas en los cañutos de guadua.