CENTENARIO DE GUILLERMO BOTERO, POETA DE LA MADERA

 

  Octavio Hernández Jiménez

 

No se supo si fue porque no podía o no quería pero el Maestro Guillermo Botero Gutiérrez se abstuvo de viajar a Bogotá, el 30 de julio de 1998, a recibir de manos del presidente Ernesto Samper, el reconocimiento como reza la placa, “por sus indiscutibles aportes a las artes visuales colombianas, por su decidida labor y por haber sido vocero de los más positivos valores de nuestra cultura en el mundo”. Tenía motivos suficientes para optar por cualquier decisión.

 

Debió ser por lo primero porque, de haber sido por lo segundo, no hubiera enviado como  representante, en ese acto, a su esposa y  compañera constante, doña Mirta Negreira-Lucas, quien le entregó al Presidente, al concluir el acto, en el Palacio de Nariño, la obra gráfica, con textos de Guillermo Botero, titulada “G. Botero, Escultor”, de sobresaliente tamaño, excelente diseño y fotografías, editada en su honor por la Universidad de Caldas, en 1995. Además, doña Mirta puso en manos del Presidente “Y fue un día”, autobiografía del Maestro, editada por la Universidad Nacional, sede Manizales, en 1997.

 

Una comisión de la Universidad de Caldas, encabezada por el rector Guido Echeverri, el presidente del Consejo Superior, vicerrectores y decanos, se hizo presente, pocos días después de la condecoración, en la casa-taller del Maestro Botero, ubicada en un recodo de la Avenida 12 de octubre, de Manizales, para festejarlo por la distinción conferida por el gobierno nacional, que honraba a los caldenses, a los artistas, a nuestras instituciones culturales, a los intelectuales, a pesar de que el Maestro sostuviese que llevaba 80 años tratando de sacarse las brutalidades que le enseñaron en la escuela:

 

“Uno a uno, en un collar de acontecimientos y tal vez de angustias, fui aprobando los años de escuela malamente aprendidos, pues siempre mi espíritu poblado de inquietudes vagaba por otros caminos o mejor, por otros sueños” (G. Botero, 1997, p.28).

 

Los asistentes clavamos los ojos en una piedra descomunal, a punto de estallar dada la carga de energía concentrada en ella y que se proyectaba en forma arrolladora por toda la sala. El Maestro nos sustrajo del arrobo con este comentario: - Puede que no sea un aerolito pero pensemos que sí lo es. Puede que esa piedra sea del volcán o del cielo pero se ve que ha acabado de apagarse aunque ese acabarse haya ocurrido hace millones de años. Botero en cuestiones de materiales, composición y mensajes era un ser telúrico. Para él, las cosas eran fuego, piedra, metal, vidrio o madera. Recuérdese el trabajo de lava volcánica con que elaboró varias obras, en el Club Manizales y la de cemento con que fraguó la fuente del parque-cementerio Jardines de la Esperanza y los chorros de fuego con que moldeó el vidrio en buena parte de su obra.

 

Doña Mirta iba y venía ejerciendo sus deberes como dueña de casa, mientras refería a los presentes que había nacido en Tacuerembó, Minas de Corrales, Paraguay, “el pueblo en el que nació Carlos Gardel”. Este cantante de tangos, según ella, fue hijo de una prostituta de apellido Escayola que emigró del pueblo por salvar el  honor de la familia. En Tacuerembó hay un bello teatro construido por el abuelo materno de Escayola, perdón, de Gardel.

 

De las evocaciones paraguayas saltamos a Manizales, este conglomerado humano que, cuando Botero llegó a habitarlo “no era más que un Pácora grande, con sus casas iguales y sus calles más anchas,… un pueblo que quería ser ciudad” (p.26-27).

 

En el Teatro Fundadores de la capital caldense quedó instalada la síntesis de la obra del Maestro Botero: una talla extensa, en el segundo piso con el tema de la Fundación de Manizales, en preciosa madera policromada, de lírico ritmo, alto y sostenido vuelo poético, en la que un toro de corte picassiano abre camino a un pueblo incontenible.

 

“Esa raza de caminos gredosos, de gentes que viven en pueblos olvidados, de mañanas largas, de noches pobladas de grillos, de hombres de tierras abiertas a base de machete, hacha y sudor, de mujeres agachadas en el trabajo con sonrisa de cristal, esa gente soy yo y tal vez los que somos de aquí, los que hemos regresado, los que estamos presentes”

(1995, p.30).

 

El poeta de la madera tenía la convicción de haber sido ungido como profeta del pueblo caldense. Por eso exclamó: “¡No quise ser ni cura ni doctor; quise ser pueblo!”.

 

En el Teatro Fundadores también quedan, de Guillermo Botero, la Bailarina vestida de filigranas en soldadura de cobre, además de una nobilísima talla que interpreta, en madera negra, de forma envolvente, su sensación de La Música. El Teatro Fundadores es la Capilla Sixtina del Maestro Botero.

 

El escultor, como autor de varios textos autobiográficos, era experto en calambures,  ironías y  sarcasmos y de todos esos sentimientos que nacen de la tristeza, tal vez porque cuando niño, para aliviarle la salud del cuerpo, le dieron a comer tierra de cementerio:

 

“Doña María le dijo a mi madre: el niño se cura si usted se va al cementerio y cava en una tumba de muerto ya enterrado con bastante tiempo. Saca un poco de tierra negra, un buen terrón. Le da a comer al muchacho y…” (1997, p.24).

 

Hablando de la organización de los primeros festivales de teatro, Guillermo Botero comentó que, en su casa, durante la semana que duró la visita, dio albergue a Pablo Neruda cuando aún no había recibido el Premio Nobel de Literatura. Fernando Alvarado sirvió de guía. También posó allí, Atahualpa del Chiopo, director de teatro. Ernesto Sábato llegó al Hotel Ritz. Otro que pasó varios días en la casa de Chipre fue el novelista Manuel Mejía Vallejo cuando estaba escribiendo La Casa de las Dos Palmas. Charlaba mucho con Guillermo sobre la vida de los señores, los capataces, las familias numerosas en el campo, mientras tomaba apuntes. Dijo varias veces que, en la novela, uno de los personajes retratados era Guillermo Botero.

 

Pero, el sarcasmo del Maestro no era solo para con el prójimo. También él se ponía como víctima de sus consideraciones: - “En estos momentos, estoy realizando la escultura más absurda del mundo: ¡La Justicia! Esta obra, en cobre repujado, de cinco metros de altura, quedará chupando agua, en el Palacio de Justicia o Palacio Nacional, de Manizales, que de ´palacio´ no tiene nada”.

 

Descendimos al segundo piso de la casa en donde funcionaba el taller para ver lo que llevaba del encargo. Todo reposaba en el más absoluto orden y aseo. Las herramientas descansaban y nos miraban, con su silencio elocuente, a la espera de que saliera la visita. Por las paredes se exhibían obras en vidrio, bronce y madera:

 

“Sembré árboles, los vi crecer, los descuajé, les busqué el alma. Agarré despojos de hierro y creé formas y los convertí en herramientas. Construí hornos y quemadores para alcanzar temperaturas de fundición o transformar arcilla en cerámica. Busqué, busqué en cada elemento su mundo expresivo, su calor, su hablar…” (1995, p.18).

 

Nació en Pácora, en 1917 y se trasladó a Manizales como alumno de la Escuela de Bellas Artes, en donde tuvo como profesores a Gonzalo Quintero, José Manuel Cardona y Alberto Arango. Allí aprendió los trucos del arte para realizar varias obras de imagenería religiosa en varios pueblos de Caldas. “Con la plata que me dieron por la venta de una Dolorosa, en San Clemente (Risaralda), invité a los amigos a tomar trago en Pereira. Yo había viajado a San Clemente con el pintor Alberto Pino. A falta de hotel, el cura nos alojó en la sacristía”.

 

Estudió artes plásticas en Río de Janeiro y Santiago de Chile. Luego, regresó como profesor, en Manizales en donde, pasado el tiempo, dirigió la Escuela de Bellas Artes. 

 

En la extensa mesa que ocupaba el taller, reposaba, de lado, la enorme cabeza de mujer inmutable, dispuesta, como una esfinge, a ser intervenida. “La Justicia” carecía del vuelo y proporciones ágiles con que había dotado otras obras de arte, como esa escultura titulada “Viento” que mueve sus pliegues de piedra en el Parque San José o “La Mujer” siempre flotando, en el rincón del difunto Banco de Caldas (carrera 23 con calle 21) o la esposa rítmica, de mano alzada que mira la tierra, del Grupo Familiar en el interior del Banco Agrario, viejo Banco Central Hipotecario, en el lado oriental de la Plaza de Bolívar.

 

Pero no solo esas obras. En la plaza de Bolívar quedaron a la mirada escrutadora de unos y la indiferencia de otros, varias obras de Guillermo Botero como el Adán y Eva de discutible valor artístico y las bellas cerámicas sobre la independencia y la libertad. El personaje que le dice al joven, como otro ángel a San Agustín: Toma y Lee,  y los caballos de colores, como sacados de un verso de Neruda, están dotados de entonación épica.

 

Quedan esparcidos por la ciudad varios murales como el de la Historia del Dinero, en el Banco de Bogotá, el ubicado en la trastienda del Centro Comercial Parque Caldas, el del vestíbulo del Edificio Cervantes, la talla titulada La Ternura, en el Hotel Las Colinas y el mural que estuvo en Bogotá y lo trajeron para abandonarlo a su propio destino, igual que el cable aéreo, en el Parque Los Yarumos. En el Cementerio Jardines de la Esperanza la fuente sigue lanzando borbotones de agua y, reflejándose en el espejo quieto de agua del Club Manizales, un mural en piedra volcánica. 

 

La que, a comienzos de 1999, ubicaron en el patio central del Palacio de Justicia de Manizales, era una obra pedestre, a pesar de su altura; obra póstuma aunque el artista todavía estuviera vivo. Una justicia agotada y deforme. ¿Problema de concepción, de creación, de técnica, de desencanto o la caricatura final de la justicia o el arte? La muerte tocó a su puerta en el año 1999.

 

Al concluir la visita, el escultor  apasionado ya monologaba: - “Dibujo, modelo, dibujo, modelo… Me da trabajo creer en la inspiración. Dejo la inspiración para las declaraciones de amor. La obra sale del taller, me gasto la plata, me muero y la escultura sigue viva. A eso aspiro. Esa es la virtud de las auténticas obras de arte: sobrevivir al autor”.

 

 

<< Regresar