EL CARNAVAL COMO ALEGORÍA FESTIVA DE UNA CULTURA

 

Octavio Hernández Jiménez

 

La cultura es construcción de un arquitecto llamado pueblo. Pero no todo producto de la cultura es material y tangible como lo es un edificio. Hay aspiraciones, actitudes, comportamientos, ritos, valores que afianzan en una sociedad al repetirse en lapsos definidos. Nutren la corriente de la cultura, como lo han hecho, desde tiempos inmemoriales, las fiestas populares y los carnavales.

Existe una cultura popular anterior, más extensa y de mayor aliento que la cultura de élite. A la vez que la una es tan digna de respeto y de estudio como la otra.

Aunque parezca herejía, es una manifestación cultural digna de tanta consideración la pintura ingenua que decora los corredores de las casas campesinas en la zona cafetera caldense, producto imaginario de un personaje de la comarca, como el cuadro que egresa de una academia en donde se inculcan los trucos ingeniados por los grandes maestros.

Aunque a ojos de algunos se trate de un despropósito, un exquisito ballet europeo o una sofisticada danza oriental son estructuras culturales dignas de tanta admiración y respeto como la ceremonia del velatorio y los cantos de los alabaos chocoanos o una danza del torito interpretada por los ‘congos’, en los carnavales de Barranquilla.

Los desfiles acuáticos del Carnaval de Venecia, por los canales de ensueño, merecen tanta contemplación como el Carnaval de Blancos y Negros en las apretujadas calles de Pasto.

Culturalmente hablando es tan digno de aceptación un sancocho montañero como el plato más sofisticado de la cocina internacional; un sombrero diseñado en París para una dama como los tocados fabulosos de las comparsas en el Carnaval de Riosucio y los diseñados en plumas de papagayo en el Amazonas para un cacique; el taparrabo de los indígenas o la minifalda de una adolescente en flor.

Muchas estructuras adoptadas por las élites nacieron en celebraciones del vulgo que se fueron decantando, de igual manera que muchos eventos populares se gestaron en el trajín consuetudinario de ciertas formas de la clase dominante. Es el caso de los carnavales que se ubican en las mismas raíces de la conocida cultura greco-romana.

Grecia logró, por medio de un fenómeno llamado transculturación, asimilar aportes importantes de otras culturas y sistematizarlos en la clásica visión que elaboró del Universo. A través de Creta, llegaron a Grecia contribuciones culturales provenientes de Egipto, Persia y Asia Menor. En las avanzadas de esos pueblos se pueden encontrar los orígenes de las procesiones dionisíacas.

La genialidad helénica está en haber digerido esos legados, ampliarlos, jerarquizarlos y acuñarlos en lo que ellos llamaron maravillosamente Cosmos o Harmonía (así, con H aspirada) que, en los tiempos modernos equivaldría al Cuerpo Teórico de la Cultura y de la Ciencia.

Roma absorbió parte de aquel legado cultural y lo hizo arder, como una antorcha, para iluminar nuestro mundo. Ser ciudadano romano era mucho más que poseer una orgullosa cédula de ciudadanía.

Roma encierra una forma de pensar asimilada de los griegos, un derecho vertebral, justo y pragmático, una lengua lapidaria, un ethos y mil formas más de concebir el mundo y expresar la vida como las fiestas saturnales y las bacanales, parciales adaptaciones de las fiestas dionisíacas.

La sobria y a la vez vistosa exposición con que se abrió la nueva Sede Cultural del Banco de la República, ubicada en el Edificio Versalles, frente al túnel que comunica la Avenida Paralela con el sector del Colegio Los Ángeles, ofrece una lección didáctica del complejo fenómeno de los Carnavales de Barranquilla, Riosucio y Pasto, los más representativos de la Colombia actual.

 

Estos carnavales tuvieron raíces religiosas que podemos ubicar en los carnavales cristianos que antecedían a la Cuaresma (carnestolendas), en el caso de Barranquilla, y, en los carnavales de la Natividad y Reyes, en el caso de Pasto y Riosucio. Las fiestas de Ibagué y Neiva serían el equivalente colombiano de los Carnavales de San Juan que, en la Europa de la Edad Media, tenían lugar a mitad del año litúrgico.

 

La exposición inaugural del Banco de la República, sintetiza, en seis grandes paneles y en algunos objetos representativos de la parafernalia riosuceña, aspectos curiosos como los colores que son como su marca: el amarillo encendido en Barranquilla, el rojo diablesco en Riosucio y el blanco y negro, distintivos de las clases sociales, en Pasto.

 

Se mencionan tópicos como las danzas particulares, los desfiles con aparatosas carrozas, la música que los diferencia con sus estruendosos sonidos, los textos en verso, las parodias, las máscaras, los vestuarios recamados de pedrería y oropel en Riosucio, las comidas y bebidas como el cuy y el guarapo, todo eso en el llamado “mundo invertido” del carnaval.

 

El mundo patas arriba, por dos o tres días, puede proporcionar una visión totalizadora de una realidad manejada, durante el resto del año, por normas, conveniencias, intereses ridículos e hipocresía.

 

En los días en que se escenifican los carnavales, los protagonistas habitan otro país y un estado de excepción provocado por los rituales estrambóticos y conjuros a las pesadillas del diario vivir, además de las rimbombantes farsas sobre el Poder, la Democracia, la Justicia, la Fama, la Muerte.

 

En uno de los paneles se advierte con lucidez: No es el carnaval lo que es común a distintos pueblos sino el espíritu de rebeldía, el deseo de cambiar el orden establecido, aunque sea en forma pasajera.

La somera lección que se imparte, en la Sala Cultural, hasta el 6 de agosto de 2011, también toca aspectos como el de que no existen pueblos incultos pues, otra definición de cultura puede ser, la adaptación de una sociedad al medio en que vive o busca sobrevivir. Todo el ingenio que pone en práctica un pueblo para utilizar los recursos que le ofrece el medio ambiente es Cultura.

Al abandonar el reducido recinto de la exposición, queda flotando la idea de que, en el Viejo Caldas, se pueden encontrar ocultas otras manifestaciones de cultura popular casi tan admirables como aquellas que se glorifican en esta lección carnavalesca.

Se concluye que los carnavales significan más que parrandas prolongadas y reino de los excesos. Son cajas fuertes en las que se guardan, en forma admirable y alegórica, buena parte de la idiosincrasia de los pueblos que han hecho de esos deslumbrantes rituales la manifestación de una identidad acendrada.

Esta muestra, parca en su contenido, ayuda a mejorar la miope visión de la Cultura como también a revisar ese desprecio que algunos engreídos profesan hacia todo lo que huele a pueblo.

 

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