EL INCONFUNDIBLE FRANCISCO JAVIER ALZATE V.

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Estudié en el Colegio Santo Tomás de Aquino de Apía y, varios años después, entre 1967 y 1971, fui profesor, en los grupos superiores del mismo establecimiento. Al final de esos años, fui compañero de Francisco Javier Alzate Vallejo, en varios de los periódicos que funcionaron, en Apía, además de ponerle atención a los proyectos en los que ocupó buena parte de sus capacidades y su tiempo.  

 

Podemos catalogar a Francisco Javier, en los primeros años de su bachillerato, por allá a mediados de la década de los sesenta del siglo XX, como discípulo aventajado de don José Álvarez Patiño, en las clases de Español y Literatura.  

 

Para saber lo que representó don José Álvarez, en el panorama pedagógico de Apía, basta escuchar a Francisco Javier cuando escribió estas palabras brotadas de su gratitud sentida: “Nada puedo decir a ciencia cierta sobre las tempestades interiores de nuestro maestro. Alguna vez escribí, a propósito de esa época y de esos maestros del viejo Colegio Santo Tomás de Aquino, que toda esa fusión del espíritu, que hoy es la materia prima de un recuerdo despojado de cualquier sombra de amargura, no se daba en el vacío o por fuera de las vivencias escolares. En el ambiente del Colegio era perceptible la influencia y la presión atmosférica de su sensibilidad y su cultura” (El Cóndor, dic-ene, 2005, p.3).  

 

Por esos años, me enteré de que Pacho Alzate era un futbolista que atajaba los tiros que hacían, al arco de su equipo, los contendores contra los que tocaba enfrentarse, en torneos locales o regionales. A pesar de algún problema de visión física, fue certero cuando ocupaba su puesto en la portería. Aprendió a cuidar aquello con lo que se comprometía y ser el guardavallas en los predios que juraba defender. Como todo portero de fútbol, Francisco Javier Alzate no fue una persona gregaria en las demás actividades de su vida.  

 

Sustituí a don José como profesor de Español y tomé a cargo la materia de Filosofía. Por los ejercicios y tareas que presentaba, me di cuenta que Pacho se perfilaba como un promisorio escritor. Se trataba de alguien semejante a esos atletas que manejan la garrocha y que, en cada práctica, se proponen alcanzar metas más altas. Yo disfrutaba leyendo las tareas de los bachilleres 1967. El y la mayoría de compañeros competían por presentar la mejor cosecha de su ingenio.  

 

Intuyó que si quería ser buen escritor debía dedicarse a la lectura. De esta forma se fue consolidando como prosista riguroso, en los ensayos que redactaba. Siempre buscó ser claro, coherente y apropiado en el uso del lenguaje. Se formó como pensador ecuánime y como buceador en mares diversos con magníficos resultados.  

 

La lista de periodistas que fueron de su gusto estuvo encabezada, en la temporada de bachillerato, por Albert Camus, novelista, periodista, ensayista, dramaturgo, filósofo existencialista,  Premio Nobel de Literatura 1957, y por Ovidio Rincón,  periodista nacido en Anserma y criado en Risaralda (Caldas), ejemplo de primera mano de Pacho en las crónicas que Rincón publicaba, en forma constante, en el diario La Patria, muy agradable de leer por el pulimento de su estilo y en algo más serio aún: se trataba de un caballero con una ética a toda prueba. 

 

Creo que la formación de Pacho, como la de muchos que han logrado descollar fuera de las aulas, ante todo, fue asunto de su propia iniciativa, de lecturas emprendidas por pesquisas personales, de insistentes diálogos de café, en el parque o las esquinas del pueblo, sobre distintos problemas sociales, sus causas y consecuencias.  

 

Cuando Francisco Javier era un adolescente inquieto por la lectura, aún no habían inventado, en el mundo, el útil internet, ni siquiera había, en Apía, una biblioteca pública. En el Santo Tomás contábamos con una vitrina enorme, en la que guardaban algunas enciclopedias, en el mismo recinto de la rectoría. Las lecturas juveniles se sostenían con base en revistas y libros prestados.  

 

En aquellos tiempos de estudiante, en el Santo Tomás, había dos fabulosos entretenimientos para los muchachos: montar en bicicleta e insistir en la lectura de libros y revistas. Mi tío me facilitaba las revistas a las que estaba suscrito, y que yo llevaba al taller en donde alquilaban bicicletas. El dueño del taller me prestaba una cicla, mientras que él les facilitaba las revistas a los que esperaban que llegaran con alguna de las bicicletas arrendadas; entonces, el propietario alquilaba la que traían, a alguno de los que, para entretenerse, estaban sentado en una banca leyendo las revistas. Cuando yo volvía de dar unas vueltas al pueblo, el dueño no me cobraba por el préstamo de la bicicleta. Era un mano a mano. Fuera de bicicletas para entretenerse, en el pueblo, había excelentes bibliotecas particulares.  

 

Cuando me deleitaba, por primera vez, con las exquisitas crónicas del periodista Luis Tejada (Barbosa 1898-Girardot 1924), sentía que estaba leyendo a Francisco Javier Alzate: “Los que han tenido la poca fortuna de nacer en grandes y populosas ciudades, no saben ni podrán comprender nunca lo que significa en la existencia de un hombre el dulce recuerdo de la aldea, donde vio, por primera vez, la clara luz del sol”, opinaba Luis Tejada, en “La Aldea”, crónica de 1918, cuando apenas contaba con 20 años de edad. Tres años después, Luis Tejada regresó a la patria chica y, en la crónica “El Pueblo” publicada en El Espectador, lanzó este juicio: “Así, el caserío prosigue su existencia igual, soñolienta, bajo el peso de prejuicios invencibles, entregado a la autoridad obtusa y omnipotente de un alcalde y a la ídem, ídem, de un santo cura de almas”. Por el fondo y la forma, se diría que su autor, de edad semejante aunque de generaciones distintas, podía haber sido Francisco Javier Alzate. 

 

Sin embargo, la asociación entre Tejada y Alzate es un asunto de mayor calado. A los dos no les fue extraña la utopía, las ideas reivindicadoras de los más pobres, la defensa de los más honrados ideales de la vida y de una siempre urgente revolución intelectual.  

 

Una de las pocas cosas que extrañé de Luis Tejada, en los textos de Francisco Javier Alzate, fue el uso cotidiano de la ironía. Sería difícil encontrar, en la suma de textos publicados por Pacho, un apunte como el que Tejada le confesó a su hermana, en una carta personal: “Tú y yo nacimos en Barbosa, y por eso somos como la caña de azúcar: con el corazón dulce y las hojas cortantes”. Para pensar y escribir con tal sutileza lacerante, se requiere que, adentro, circule mucha rabia contenida, de la que, por su temperamento y formación intelectual, careció Pacho.       

 

La revelación mayor, en el área cultural, en el segundo semestre de 1967, la di como director del Centro Literario Marco Fidel Suárez cuando, en la sesión final correspondiente a ese año, anuncié que el triunfador, en el I Concurso de Poesía, era el alumno de sexto, Francisco Javier Alzate Vallejo. El escueto título de su texto era todo un poema y una tesis: “Poema Inconcluso para el Tiempo”; un diamante cuya perennidad ha estado sometida a la más rigurosa prueba del tiempo que no cesa y cuya difusión ha bastado para que su autor ingrese a la más exigente antología de poesía colombiana.       

 

“Del tiempo, solo sé su socavada estructura de ausencia y olvido en los seres; en mí por lo menos; en esta argamasa que ha dejado su dura tempestad inútil. Sólo sé que descarga sobre la voz su peso inmaterial y la va apagando; va llenando de tragedia las palabras. Que es en su forma justa, el invisible camino hacia la muerte, que en sus recodos nos está esperando. Sólo sé que si se mira de frente es un túnel abierto ante el misterio, y que si volvemos la mirada se comprende que somos nosotros los edificantes de nuestra propia ruina”. 

 

Con 54 años de antelación, el poeta vaticinó que él tiempo era “un invisible camino hacia la muerte que en sus recodos nos está esperando”.  Ese “túnel abierto ante el misterio” que es el tiempo se abrió, como un abismo voraz, para Francisco Javier, en mayo de 2021.    

 

El “Poema Inconcluso…”, a pesar del paso de los años, no calma las ansias de releerlo. Un poema sinfónico, en la corta dimensión de un párrafo. En esta joya, maneja la tesis borgiana del “río que corre en el sueño, en el desierto, en un sótano” pero que, en su momento creador, el autor apiano supo trocar ese espacio borgiano por un torrente de filosofía existencial. 

 

Pacho se hizo periodista no solo por el manejo de la palabra escrita, por la pulcritud y la ética como valor permanente, sino por haberse involucrado, en forma casi apostólica, en la supervivencia de periódicos locales como El Vocero Estudiantil, La Fragua y El Cóndor que, así como nacían, iban desapareciendo. Con otras voces de su generación, hacía el esfuerzo por darle vida a la palabra escrita y periódica, por civismo y como respuesta a los dictados de su conciencia. En esa persistencia no podemos olvidar, en la temporada en que Pacho laboró en la Escuela Industrial, la dirección del periódico a cargo de Virgilio Palacio, con el apoyo de Rogelio Espinal, que de Dios gocen. 

 

En este vistazo, tengo que pedir perdón a ellos tres, a Virgilio, a Rogelio y a Pacho pues, sin proponérmelo, resulté involucrado en la clausura lamentable de El Vocero Estudiantil.  Corría el año de 1969. El periódico se imprimía en el mimeógrafo del Colegio, después de transcribir los textos, en esténciles de papel sedilla; se requerían varias resmas de papel periódico, o si se podía más fino, y la tinta imprenta, todo lo cual valía un montón de dinero que siempre ha sido escaso para aventuras culturales de esta clase. Yo aportaba una columna con el nombre Apostillas, sobre el transcurrir de la vida cotidiana, en Apía, y que salía en la primera página de cada número. Virgilio y Rogelio me comentaron, una tarde, que el déficit del periódico era de 300 pesos y ellos venían sufragando esas pérdidas crecientes, con el sueldo que no era del otro mundo. Un profesor ganaba, tal vez, unos ochocientos pesos mensuales. Comentamos que, si se llegase a vender el doble de ejemplares, con esos ingresos se cubriría el déficit acumulado. Les propuse que yo escribiría una denuncia sobre los múltiples desaciertos en la gestión del señor Alcalde que, entre otras cosas, era suegro mío. Los profesores del Colegio harían propaganda para que la gente adquiriera el periódico, el sábado siguiente, y así pudieran leer la crítica demoledora sobre las decisiones del burgomaestre, nombrado a dedo, en esos tiempos, por el gobernador de turno. Por el correo de las brujas, el Señor Rector del Santo Tomás se dio cuenta de lo que tramábamos. Como todos los sábados, a las ocho de la mañana, pasó para el caserón que ocupaba el Colegio, ubicado en la esquina sur del parque principal. Se sentó ante su escritorio, en la Rectoría que quedaba a mano izquierda. Entraron don Virgilio y don Rogelio hasta la piecita enseguida de la Secretaría, a entregarles, a los vendedores, los muchos ejemplares del Vocero Estudiantil con cuya venta se cubrirían las deudas. Los voceadores eran alumnos de los grupos inferiores del Colegio. Cuando cada uno iba saliendo, el señor Rector lo llamaba, desde su escritorio, con esta orden perentoria: “Ponga eso, aquí”. Cada muchacho iba colocando, sobre el escritorio del rector, los ejemplares que le habían encomendado para la venta. No se logró vender ni un ejemplar, por lo que la deuda se duplicó. Por la trama, hecha con la mejor voluntad, no pudo volver a salir el periódico. Hasta ahí llegó la vida de El Vocero Estudiantil, en el que se libraron quijotescas batallas a nombre del civismo apiano, de la cultura, de la educación, del deporte. Como en otras ocasiones, el periodismo renació, después, por la terquedad de la juventud apiana. 

 

¿Quiénes no recuerdan los periódicos La Fragua y El Cóndor? El cuerpo directivo estuvo integrado por Francisco Javier Alzate Vallejo, como director; Francisco Javier López Naranjo, como jefe de redacción; Bernardo Jaramillo Zapata como gerente y, como editor, el señor Gustavo Adolfo Álvarez. 

 

En cualquier edición, podíamos encontrar comentarios de Pacho sobre Albert Camus,  García Márquez, Simone Weil, sobre algún campeón en un torneo de ajedrez, sobre el gran tablero que fue José Raúl Capablanca, sobre la nostalgia en la que nos enredamos como en una bufanda larga e incómoda, sobre la disputa por los acordes del Ave María,  sobre “los fastos de la muerte” de que hablaba Borges, sobre Corapía, pero, también, muchísimas veces,  sobre el fútbol o Carlos Arturo Rueda C., a quien catalogó como “el poeta del pedal” y de quien dijo: “las primeras manifestaciones líricas de las que guardo memoria se las escuché con toda seguridad a Carlos Arturo Rueda C.”.  

 

En los textos de Francisco Javier había más armonía en el interior de la frase que en su forma exterior. No se trataba de frases que fulguraran como relámpagos. Sus períodos eran pausados, cadenciosos; como si un imaginario lector se hubiera ubicado, de cuerpo presente, frente a él, en el instante de escoger esta o aquella palabra para expresar una idea y teñir el papel. Pacho partía, siempre, de una idea, no de una imagen.  

 

Su prosa era la de un crítico sereno o un avezado ensayista. Pocas veces, hizo alarde de esa voz de narrador o del magnífico poeta que moraba en su interior aunque, en ciertos momentos, tuvimos el privilegio de escuchar su eco mientras navegaba por atmósferas poéticas. 

 

Francisco Javier Alzate Vallejo fue más que uno de los mejores escritores con que contó el departamento de Risaralda, desde su creación, en 1967. Fue un extraordinario maestro y un diligente investigador en el área social y pedagógica. Él comprendió desde su juventud que la violencia empieza en el lenguaje por lo que siempre fue responsable de su manejo.  

 

Ante todo, fue una persona íntegra, eminentemente ética. En su gestión pública, jamás se escuchó de sus labios el pestilente consejo de: ¡Qué importa que roben con tal de que hagan obras, o el consejo que varios candidatos pusieron de moda en las elecciones de 2022: Reciban a otros la plata de la compra de votos pero voten por mí. Pacho era directo, sereno, responsable; huía de la trivialidad y del sarcasmo.   

 

Su objetivo fue luchar por el mejoramiento de la sociedad colombiana, de la juventud apiana y de grupos vulnerables que, en su tiempo, padecían la zozobra de ver cómo todo se tasaba por encima de su valor verdadero.  

 

Por sus desvelos sociales, se puede decir que Pacho fue un aventajado discípulo del padre Octavio Hernández Londoño, en sus clases, en el Colegio Santo Tomás. El sacerdote ponía en discusión temas de sociología como la situación que afrontaban los campesinos, y el alumno escuchaba, asimilaba y luego pondría en práctica, con empeño vital, la propuesta de sacar esas comunidades de su estado de postración tanto en lo educativo como en lo organizacional.    

 

Con el propósito de poner a marchar los proyectos que iba fraguando, Francisco Javier no sacó tiempo para dedicarse a una obra literaria volumétrica, fuera en poesía o en prosa. Sin embargo, la antología de sus textos periodísticos nos presenta la hidalguía de su alma, la dimensión de su creatividad, su coherencia y empeño en hacer de su vida el respaldo de su obra. Hagamos que la lectura de su antología se convierta en diálogo.  

 

 

Francisco Javier Alzate hizo, de la patria chica y de un territorio más amplio, el campo de experimentación de sus quijotadas por lo que ha merecido los reconocimientos de expertos nacionales e internacionales en esos saberes. Lo que escribió y realizó fue con el mayor compromiso existencial, tanto que pudo decir lo que Mijaíl Bajtín, en la “Estética de la creación verbal”, dijo de sí mismo: “Yo respondo con mi vida por lo que he vivido y comprendido, para que todo lo vivido y comprendido no permanezca sin acción en la vida”. 

 

 

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