ES HORA DE REZAR, DECÍAN LOS VIEJOS

 Octavio Hernández Jiménez

La fe del pueblo católico, en el siglo XX, no se sostuvo  prioritariamente por la asistencia a los lugares de culto, pues muchos de los que no asistía a ceremonias en los templos creían tanto en Dios como los que se mantenían adentro.

Esos creyentes se sentían atados a Dios por medio de las enseñanzas en los hogares y la fe inconmovible inculcada por abuelos, tías, padres y determinados maestros quienes insistían en los premios y castigos celestiales y en  la práctica cotidiana de unas acciones y memorizaciones al margen de la liturgia oficial de la Iglesia.

Muchas generaciones de colombianos pasaron la vida sin haber visto siquiera un libro en donde aparecieran las oraciones inculcadas por la abuela, cuando eran niños.

No se trataba de anexos a la fe. Era un catálogo de textos en los que, en forma ingenua o altisonante, se hacía un recorderis, a los seguidores de la fe católica,  de los misterios, los dogmas, las bondades y rigores divinos, las instancias celestiales, las emociones y sentimientos que suscitaban los relatos de la historia sagrada, a veces embadurnados de preciosos lampos poéticos y otras de expresiones enternecedoras e ingenuas.

En el mundo de las oraciones populares se vive de urgencias inaplazables y anhelos inalcanzables.

La gente podía vivir en casuchas construidas con astillas de leña, en un lejano paraje, a orillas de un abandonado camino o de un espeso monte, y tenían una fe reforzada por viejos cuadros, camándulas añosas, débiles veladoras, flores montañeras ante improvisados altares y, ante todo, la feliz memoria de las oraciones enseñadas por los mayores, desde la infancia.

Las abuelas fueron las primeras misioneras de la fe.

Existen textos canónicos en los libros de liturgia utilizados por los sacerdotes en las ceremonias oficiales de la Iglesia. Contienen oraciones que los sacerdotes jamás aprendieron ni van a aprender y que se les pierden, en medio de las celebraciones, causando confusión entre los fieles al verlos tan envolatados con esos libracos.

Hay otros textos que los creyentes musitan, en silencio o en familia, cuando entran en comunicación  con la divinidad. Son textos de transmisión oral que conforman un devocionario popular, entrañable a cada  familia. Su contenido, en todo, está de acuerdo con los asuntos que integran el corpus de fe correspondiente a la religión católica, apostólica y romana. Se transmiten de padres y sobre todo de abuelos a hijos y nietos, en la amplia alcoba iluminada por el sol de la mañana o el reflejo nocturno de la luna.

Los arrieros portaban un santocristo, estampas,  escapularios, rosarios  y un libro de oraciones, fuera de monicongos, uña de la gran bestia, colmillo del Maligno, una barbera, un paño de agujas y botones además de otros cachivaches.

En los hogares había “libro de oraciones” y misal con las oraciones para “el año litúrgico”. Esos libros, a veces en ediciones de lujo, desaparecieron de los hogares y fueron a parar en exquisitas colecciones privadas.

Esas oraciones domésticas se pueden catalogar como del folclor religioso. Si algún sacerdote las sabía había sido porque se las enseñaron en el hogar; no en los estudios teológicos del seminario. No aparecían en el Breviario que leían cada día como obligación. Pocas de ellas habían sido transcritas  en los misales con que los fieles seguían la misa semanal. Casi nunca se utilizaban en el ritual público de los templos pues en estos lugares se usaban libracos, casi siempre en latín, con textos aprobados por una lejana e impersonal autoridad eclesiástica.

Sin embargo muchas de las oraciones populares tuvieron por autor a un piadoso sacerdote o a una monja descollante como Santa Teresa de Jesús u otro autor del Siglo de Oro español a quien se atribuyen joyas como este precioso soneto que se transmite de boca en boca y que muchos creyentes entonan entusiasmados en privado o en público:

“No me mueve mi Dios para quererte/ el cielo que me tienes prometido/ ni me mueve el infierno tan temido/ para dejar por eso de ofenderte.// Tú me mueves, Señor,/ muéveme el verte/ clavado en esa cruz y escarnecido/ muéveme ver tu cuerpo tan herido/ muévenme tus afrentas y tu muerte.// Muéveme, en fin, tu amor en tal manera/ que, aunque no hubiera cielo yo te amara/ y aunque no hubiera infierno te temiera.// No me tienes que dar porque te quiera/ porque, si lo que espero no esperara/ lo mismo que te quiero te quisiera”.

En Colombia ha habido tres monjas con renombre de buenas escribanas: La Madre del Castillo, en la Tunja colonial; Santa Laura Montoya, en la Antioquia patriarcal y la  Hermana Bertilda Samper de la prosapia santafereña. 

Esta fue una monja de la Comunidad de la Enseñanza,  del siglo 19, y a ella se debe la reforma a la clásica Novena de Aguinaldo cuya versión el pueblo considera irremplazable y aún entona, frente al pesebre, entre el 16 y el 24 de diciembre de cada año:

“Benignísimo Dios de infinita caridad que tanto amaste a los hombres, que les diste en vuestro Hijo la mejor prenda de vuestro amor para que hecho hombre, en las entrañas de una virgen, naciese en un pesebre para nuestra salud y remedio, yo, en nombre de todos los mortales os doy infinitas gracias por tan soberano beneficio y, en retorno de él, os ofrezco la pobreza, humildad y demás virtudes de vuestro hijo humanado, suplicándoos por sus divinos méritos, por las incomodidades con que nació, por las tiernas lágrimas que derramó en el pesebre, que dispongáis nuestros corazones con humildad profunda, con amor encendido, con total desprecio de todo lo terreno,  para que Jesús recién nacido tenga en ellos su cuna y more eternamente. Amén”.

Los ‘libros de horas’, en los conventos y cortes  medievales, contenían las plegarias propias para las distribuciones del tiempo en un día: Maitines, Vísperas y Laudes.

De forma parecida, en los hogares correspondientes a la colonización paisa, había oraciones para cada división del día. Su origen debió estar en España o eran traducciones de oraciones de origen francés.

El uso constante del Vos y segundas personas de plural, para segundas personas de singular, revelan un trato mayestático muy propio de los hispanos. 

Unas oraciones están en prosa y otras en verso. En ellas priman las exclamaciones propias del lenguaje decimonónico. Más que  admiración, estos textos despiertan  piedad. Una llamita que navega en un vaso de agua, sin extinguirse.

Casi siempre se hacía coro, en familia, a las seis de la mañana, junto a la abuela cuando entonaba el Ángelus; a las doce, cuando las campanas del templo anunciaban el mediodía; a las seis de la tarde cuando la familia se recogía en el hogar para comer y rezar el rosario. Como si fuera poco, a las ocho de la noche,  doblaban las campanas solicitando una oración por los difuntos.

Las casas de los tatarabuelos, bisabuelos y abuelos, en la zona andina colombiana, fueron auténticos conventos particulares, familiares, mixtos, alegres las más de las veces y de puertas abiertas.

La formación religiosa que transmitía comportamientos se inculcaba preferentemente a las futuras amas de casa. Educar mujeres era educar un pueblo.

La abuela encabezaba el rezo en do de pecho de la oración que utilicé para arrancar el relato en Nueve Noches en un Amanecer (año 2001) y las mujeres y los niños la seguían:

“Esclarece la aurora del bello cielo,/ otro día de vida que Dios nos da,/ gracias a Dios, Creador del Universo,/ oh,  Padre Nuestro que en el cielo estás…// Nuestra voz unimos al concierto/ que el universo eleva en tu honor,/ de la tierra, el cielo, el mar profundo,/ Oh, tierno Padre, magnífico hacedor”.

Luego, a través de los acontecimientos, se perfilaban las mujeres con una memoria feliz y una piedad incuestionable dignas de ser llamadas para orar en distintas ocasiones de la vida social, sobre todo, en velorios   de  seres queridos y allegados.

Así como había declamadores de poemas para animar fiestas o para tirárselas, así mismo había plañideras para llorar un muerto ajeno o fervientes rezadoras de oraciones para cuando hubieran ubicado al difunto frente al catafalco, en la sala de la casa.

Aún más: había noveneras que, por un pago casi simbólico hecho por personas que no podían ir diariamente a la iglesia, pasaban la vida, corriendo para el templo a rezar novenarios a vírgenes y santos como  pago de lo que  llamaban  una ‘manda’.

Se creía que si se encomendaba el rezo de una novena a una piadosa mujer se conseguían mayores milagros que si se pagaba a otra cuya vida no fuera tan ejemplar como la de aquella.  

 

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