EXTRAÑO DESTINO DE LA PLAZA DE BOLÍVAR

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Ahora es plaza, antes fue parque y más atrás había sido plaza. La plaza de Bolívar de Manizales vuelve, como un ritornelo, a ser lo que fue en tiempos de la fundación de la ciudad, a mediados del siglo XIX: un mercado atiborrado en donde se citaban vendedores, compradores y observadores a intercambiar productos, mirar los avances de la creatividad y la técnica, adquirir artículos y entretenerse, por qué no, con culebreros, payasos, malabaristas, adivinadores y, de pronto, una banda marcial o un conjunto musical.

 

La plaza adquiría un ánimo inusitado para las ferias de ganado, para la llamada “magna procesión del Corazón de Jesús”, a mediados del siglo XX; las concentraciones políticas en tiempos de los Leopardos con banderas azul de Prusia y para  corralejas con caballos y novillos de los alrededores.

 

Dijo el autor de la música del pasodoble Feria de Manizales que los mejores enanos toreros desde siempre han sido colombianos; allí entrenaban antes de construir la Plaza de Toros. La vieja plaza de mercado, con el pasar de los años, se convirtió en parque con árboles, jardines enanos y la clásica estatua en bronce del Libertador a la que han trasteado tanto por despachos y vestíbulos oficiales que en la actualidad anda medio embolatada. Por los cuatro costados, viejos autos, ahora de colección.

 

Comenzando el siglo XXI, disfrutamos de una plaza de armas, y digo de armas porque, fuera de los conciertos, en tiempos de ferias y una que otra obra de teatro o manifestación de profesores, los que más la utilizan son los soldados y los policías para condecoraciones (yo te condecoro-tú me condecoras), paso de ganso, bombos y platillos. En estas ocasiones se forma un auténtico infarto cardíaco para el transporte, en el centro de Manizales pues a los organizadores les da por cerrar las carreras 21 y 22 para que los vehículos no saboteen con sus pitos la solemne ceremonia militar.

 

En el Festival Internacional de Teatro de Manizales, la plaza de Bolívar ha sido  eje del espectáculo. Bien por esa. En la temporada en que revivió, décadas de los  ochenta y noventa del siglo XX y primera década del siglo XXI, en todo el centro, armaban un gigantesco escenario igual que el que arman en ferias. Por allí pasaron grandes obras para el deleite de estudiantes y gente de la calle. En el día, por los alrededores aparecían titiriteros, zanqueros, magos en cierne y hippies que no habían aterrizado en la realidad. A partir de 2013 no volvieron a armar escenario porque, de acuerdo con las nuevas teorías del teatro, cualquier persona que vaya por la calle puede ser un actor de su propia obra.

 

En ferias de enero, la plaza de Bolívar se ha vuelto una prolongación lamentable de las ventas de cachivaches que estorban en la 23. Todo se compra y todo se vende, en el más absoluto desorden. No hay por donde caminar porque el área es ocupada por los revendedores de boletas para toros, anunciadores de sombreros, botas y botellas de manzanilla, además de monstruosos bafles, tarimas con capotas, cables regados por toda parte, ruidos más que sonidos, fuera de los ventorrillos de largos dedos de harina, arepas de chócolo y solteritas y, arriba, queriéndose volar por los aires, unas estrambóticas botellas de aguardiente y ron. De noche, llegan los conciertos de postín y los chalequeros que, en forma disimulada, dejan vacíos los bolsillos de espectadores y noveleros.   

 

Cada alcalde manda en su año. Unos autorizan que la Cruz Roja pida sangre bajo sus carpas a pesar de que se trata del lugar más desolado de la ciudad mientras que los secretarios de agricultura del departamento, en convenio con los secretarios de agricultura del municipio y aquellas empresas que tienen que ver con el campo, durante el último quinquenio, han revivido los mercados agropecuarios que consisten en subir a los dueños de los puestos de la galería a que ocupen, por un día, elegantes toldos de velas blancas de trapo o unos galpones blancos de plástico en que caben todos los vendedores aunque los compradores sigan siendo escasos.

 

Los únicos seres que no han tomado posesión de la Plaza de Bolívar, en Manizales, son las palomas. Hace años, hubo una campaña para desterrarlas de la catedral, con el argumento de que su caca obstruía las cañerías y carcomía el hierro de la estructura. La gente se alborotó y salió en defensa de las palomas.

 

Luego, cuando abrieron al público el Café Tazzioli, en la Torre del Reloj, se armó otra campaña contra las palomas y, ahí sí, la gente guardó silencio. Prohibieron que las almas románticas siguieran llevándoles maíz y los animalejos se dispersaron por cuanto parque, plaza, cornisa, casa vieja y cuerdas de la luz encontraban. No era extraño divisar cadáveres de palomas asesinadas por los carros en avenidas y calles. Como son tan parsimoniosas...

 

Unas palomas persisten en su apego a la catedral, a sus recovecos para dormir y, de vez en cuando, hacen sus incursiones a la plaza,  ya que no encuentran más para alimentarse que pedruscos que picotean en la mezcla de cemento con que la fraguaron. Otras, más atrevidas, se encaraman a divisar desde las alas y el pico del  Bolívar-Cóndor. Y, la plaza, sola en grima.

 

Los manizaleños le han cogido pavor a la plaza de Bolívar y por eso no se atreven a atravesarla. Agorafobia. De pronto, suben o bajan por los costados. En 2015, debido a una acción de tutela puesta por discapacitados, construyeron en los lados oriental y occidental, unas rampas para poder ascender y descender por ella.

 

El centro de la plaza sigue esperando que los gitanos del momento se apoderen de él y vuelvan a armar su escenario, su tinglado, su corrillo, con tal de sentir que el principal espacio público es de ellos por lo menos por breve temporada. Y de ésta ocasión hasta el próximo espectáculo.

 

 

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