FORMAS CULTURALES EN LOS PUEBLOS CALDENSES

 

Octavio Hernández Jiménez

 

No sé si sea pretencioso hablar de cultura de élites en el territorio caldense, trátese de la capital y de los otros  26 municipios, ya que, en la  mayoría de los casos, las manifestaciones  culturales que catalogamos como de élites, sobre todo la literatura libresca y la música culta en grabaciones o de viva voz, no siempre aparecen alegrándole el espíritu a las clases menos favorecidas y a mucha gente dueña de los medios de producción.

 

El fenómeno de los burros de oro no es exclusividad nuestra y de época reciente. Ya en la Edad Media,  monjes, judíos y  árabes desempeñaban en las cortes españolas el papel de hombres instruidos (amanuenses, copistas, contadores y tesoreros), mientras los señores se dedicaban a los menesteres de la guerra, la cacería, las aves de cetrería o del galanteo en el que ofrecían, a las cortesanas, sonetos redactados por  poetas de oficio. De igual forma, en nuestras capitales  y pueblos no son los ricos los que más se preocupan por cultivar el espíritu, que eso es cultura etimológicamente hablando. Muchas veces ni saben leer. Por esto, cuando hablamos de cultura de élites debemos relacionar este galicismo con aquel grupo que se deleitan con manifestaciones culturales reservadas a espíritus selectos. Voces que claman en la aridez del desierto.

 

La llamada cultura de élites ha variado de sede en ese territorio espiritualmente disgregado que sigue llamándose Caldas.  Salamina, la Ciudad Luz, ostentó la antorcha entre el siglo XIX y el XX pero, en la inatajable evolución de las circunstancias, en el cambio de rutas tangibles e intangibles, se fue quedando, desdichadamente, como la mujer de Lot. De vez en cuando un homenaje, un poemita (a la misma abeja) y, el resto, golondrinas que no amagan verano.

 

La cultura de pergaminos, en la provincia caldense, se desplazó del norte  al occidente adquiriendo variables interesantes. Riosucio, con el Encuentro de la Palabra, sucedió a Salamina en estos menesteres. Mientras en la blasonada ciudad del norte quienes hacían cultura constituyeron un luminoso archipiélago, en la Ciudad del Ingrumá, la dirigencia del encuentro anual se da el lujo de  presentar excelentes artesanos de la palabra y de las demás artes, a nivel regional, nacional e internacional para que, como maestros, compartan los bienes del espíritu que ellos poseen, con los habitantes y  peregrinos, como se deberían catalogar a los turistas de papelería en mano que se dan cita, por agosto, en esa ciudad. No se trata, en muchos casos, de seres engreídos sino de un pueblo ansioso  de beber en las fuentes de la cultura que brotan allí por esos días. Con el tiempo, la inversión en asuntos espirituales ha producido, a nivel social, el ciento por uno.

 

Fuera de Riosucio y de otros casos disgregados en los cuatro puntos cardinales, los intentos por distribuir la cultura de élites en la provincia caldense no nacen,  por lo general en la  dirigencia local y de continuo, sino que se trata de esfuerzos esporádicos de ciertos quijotes sin  poder político ni económico.

 

Las colonias de los pueblos en las capitales promueven actividades culturales y cívicas en beneficio de su terruño. Filadelfia,  Aguadas, Anserma, Manzanares, Samaná y algún otro municipio cuentan con eventos y hasta concursos de resonancia regional o nacional.

 

Cada administración municipal ha creído ver en el Ministerio de Cultura y la Secretaría de Cultura instrumentos de promoción personal. Algo así como una oficina asesora de su imagen ante los intelectuales, de diversión ante el pueblo y de engreimiento ante los vecinos.

 

En el organigrama del gobierno nacional, departamental, municipal o institucional, los gerentes, directores o encargados de las actividades culturales han pertenecido a la segunda o tercera órbita de importancia. Casi siempre esas instituciones u oficinas han quedado en manos de damas representativas de algún círculo que ayudó a entronizar un gobierno, en otra dama experta en organizar cocteles; esposas, hijos o nietos opacos de esposos, padres o abuelos preclaros;  poetas en  uso de melancólica vagancia, empleados de primera línea que alcanzaron su nivel máximo de incompetencia o periodistas desdeñados con veleidades palaciegas.

 

A veces truena en verano. Y hasta nos hemos dado el lujo de confundir cultura con festivales, cultura con eventos esporádicos, cultura popular con cultura de élites: un Festival departamental de teatro, otro de bandas de música o de coros infantiles; un concurso de cuento con convocatoria  local o nacional y, de vez  en cuando, en las fiestas patronales, las fiestas del campesino o en una que otra concentración política, una retumbante chirimía que, con su bulla atronadora, convoca a las huestes partidistas a la carga final.

 

En muchos pueblos los estudiantes y profesores de los colegios celebran sus semanas culturales en las que, buenas son tortas, se hace gala de los propios valores a nivel de canto, declamación, teatro, concursos, desfiles y deporte. A medida que la población del país envejece, los ancianos celebran su semana festiva en agosto y terminan coronando con guirnaldas de veraneras a la anciana menos anciana. Desde los griegos, el deporte es uno de los aspectos gloriosos de la cultura. Filadelfia insiste en los juegos departamentales y Viterbo ha tenido el empuje para realizar carreras y campeonatos estudiantiles.

 

Hay formas culturales de recreación que, con el tiempo, han quedado rezagadas. El trompo, el balero, el yoyo, la chucha o lleva-lleva, bombón o rayuela, pizingaña, ladrones y policías, papá y mamá, que pase el rey, hacen parte de  inventarios eruditos pues, en la práctica, los muchachos, dedican su tiempo libre a chatear con su teléfono celular, ver televisión, dedicarse a los juegos electrónicos o, en el mejor de los casos, a practicar fútbol, básquet y voleibol, en polideportivos que, poco a poco, se han construido en pueblos y veredas, con el presupuesto de las regalías o, antaño, de entidades como la Federación de Cafeteros, entidad a la que se le debe, en buena parte, que la provincia caldense esté sembrada  de cómodas escuelas, acueductos, luz eléctrica y una intrincada red de carreteras por las que resoplan los jeep cargados de bultos de abono, de café o de plátanos.

 

Eso sí: el billar parece que jamás pasará de moda, con ese tinte machista que  ha tenido siempre. En semana, los billares están copados por vagos del pueblo, empleados indolentes y choferes a la caza de una carrerita al campo o al pueblo vecino o a la espera del fin de semana para movilizar parroquianos. El sábado y el domingo, mientras los del pueblo se mueven para ganar la plata, los cafés se inundan de campesinos en busca de un solaz que prodiga, misteriosamente, ese paño verde y raído de un billar ubicado en la parte trasera de una casa de bahareque agobiada por el peso paquidérmico  de aquellas mesas.

 

Siendo Caldas uno de los departamentos con fama de más cultos en el concierto nacional, (nuevamente tomando cultura en su acepción elitista), es absurdo que aún varios corregimientos carezcan de bibliotecas públicas y, cuando las poseen,  están a cargo de la hija desempleada de uno de los caciques. En nuestros dirigentes ha existido la opinión totalmente errada según la cual el requisito básico para ser bibliotecario es tener manos y una escalera para agarrar los mamotretos de los estantes. No han pensado  en ubicar en  esos menesteres a una especie de empresario o misionero de la cultura, como se pretende hacer de quien se dedique a dicha actividad.

 

En nuestra tradición, hay bibliotecarios o bibliotecarias que no se distinguen por el fervor por los libros, no se han leído una obra de los anaqueles que manejan, no conocen los métodos para promover la lectura ni siembran la semilla con afecto ni son capaces de redactar una solicitud de recursos o una invitación a una conferencia. Se mueren de tedio como ostras, mudas, limpiándose las uñas o entregando cada día, a quienes les solicitan un servicio, aquella destartalada enciclopedia en que encuentran los mismos datos impuestos por profesores que tampoco  leen y que preparan los temas de clase en los manuales que se aprendieron de memoria quién sabe cuántos años atrás. Sienten pereza cuando los citan a cursos de bibliotecología y, cuando los  han tomado,  solo los utilizan para ascender en el escalafón o para coleccionar cartones con los que decoran las salas tristes de sus casas.

 

Otro problema ha sido la dotación de esos recintos. Hay bibliotecas que, por desidia, se han ido convirtiendo en arrumes de vejeces, sin el rejuvenecimiento que deberían tributarles las administraciones municipales con un holgado presupuesto para su funcionamiento eficiente. Tal vez la negligencia de algunas autoridades explique, en parte, los mediocres resultados de muchos bachilleres en las Pruebas de Estado para ingresar a la Universidad. Invertir en  bibliotecas y promover la lectura amorosa y feliz es programar un inmediato futuro más competitivo para nuestra juventud. Desgraciadamente, se cuentan en los dedos de la mano quienes en nuestras capitales y municipios descubren el placer de la lectura de libros, distinta a la consulta de tareas que es otro cantar, la lectura veloz, en internet, o de periódicos y revistas, folclórica actividad que se practica en nuestros parques, bares y  peluquerías.

 

Sin embargo, el panorama general ha ido cambiando. En el siglo XXI se lee más que en el siglo XX. Se ha restructurado el programa de bibliotecas públicas de tal manera que desde el Ministerio de Cultura se han asentado las bases de un conjunto de principios, propósitos, metodologías, programas, calendarios, condiciones para el personal, fines propuestos y alcanzados. Han entrado otras instancias a financiar la construcción de bibliotecas públicas como ha sido el gobierno de Japón, con la dotación del Ministerio, la supervisión de la sección de bibliotecas de las secretarías de cultura y la participación del municipio correspondiente con relación al personal adscrito. 

 

Debido a la reorganización hay mejores resultados. De la biblioteca se sale a las veredas con programas de lectura, así como se programan lecturas con niños, jóvenes y ancianos; se hacen sesiones de relatos, proyección de cine, fogatas, canelazos; hay salones dotados con computadores e internet y hasta sesión de juegos infantiles.

 

En los años comprendidos entre 20|2 y 2017, Caldas ha estado presente en el concurso nacional de bibliotecas del país, en las categorías de bibliotecas municipales y bibliotecas rurales. A mucho honor, en 2016 y 2017, hicieron parte de la lista de finalistas las bibliotecas municipales de Riosucio, Anserma, Risaralda, Norcasia y de la vereda Naranjal de Chinchiná. La biblioteca pública de Anserma, a cargo de Martha Cecilia Restrepo, inició la publicación de varios libros, entre ellos uno sobre el lenguaje, otro sobre la música y un tercero sobre las danzas  en los municipios del Paisaje Cultural Cafetero.

 

Por los anteriores motivos, se percibe un renacer de la lectura en los niños de escuela y de los primeros años de bachillerato. Se les ha inculcado lo maravilloso que son los libros. Los niños llenan las salas de las bibliotecas públicas. Que lean lo que lean con tal que lean. El más bello espectáculo educativo es entrar en la biblioteca correspondiente a la sección infantil. Es una fiesta. Un campo florecido. Sin embargo, a medida que se van convirtiendo en adolescentes pareciera que se alejaran de la lectura. Como si los adolescentes entraran en una edad en la que se las saben todas. Luego se convencerán de lo contrario.

 

Otro problema es la dotación de esos recintos admirables. Hay bibliotecas que, por desidia, se convierten en arrume de cartillas viejas, sin el rejuvenecimiento que exigen los nuevos tiempos y el paso apresurado que llevan las ciencias y las artes. Tal vez la negligencia de algunas autoridades explique, en parte, los mediocres resultados de muchos bachilleres en las Pruebas de Estado para ingresar a la Universidad. Invertir en  bibliotecas y promover la lectura amorosa y feliz es programar un inmediato futuro más competitivo para nuestra juventud. Desgraciadamente, se cuentan en los dedos de la mano quienes en nuestras capitales y municipios descubren el placer de la lectura de libros, distinta a la lectura veloz, en internet, o de periódicos y revistas, folclórica actividad que se practicaba en parques, bares y  peluquerías antes que aparecieran las aplicaciones y el programa de whatsapp en los celulares que nos han convertido en autómatas.

 

Es un dato triste comprobar que en Manizales hubo más librerías que papelerías  en tiempos idos y que en las dos o tres que sobreviven la clientela es infinitamente menor que  la de cualquier otro negocio por humilde que sea. Por esto, no tenemos por qué asustarnos al denunciar la inexistencia absoluta de librerías en el resto del departamento de Caldas. Si mucho se importan aquellos volúmenes, ojalá en  ediciones piratas, de los libros que ciertos profesores de Español y Literatura obligan a leer, sin educar para la lectura, y son consumidos para evitarse una pésima nota en el próximo período.

 

Que aumente el número de jóvenes formados en la pasión íntima por la lectura. Ser lector perseverante debe volver a ser tan corriente como lo fue en la época de las guerras civiles cuando salían a los campos de batalla a ofrendar su vida por ideas ajenas.

 

 

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