GUSTAVO VILLA Y SU FINA IRONÍA

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Gustavo Villa (Chinchiná, 1972, Manizales, 2019) fue un artista plástico vinculado a la Universidad de Caldas, especialista en Semiótica y Hermenéutica y Magíster en Estética de la Universidad Nacional de Colombia, en donde escogió como tema de trabajo de grado el ocio como factor de creación artística. Fue director de la Revista Kepes, además de profesor y director del programa de Diseño Visual.


El ritmo de trabajo artístico fue tan dinámico que, con Walter Castañeda, expuso sus búsquedas y logros desde cuando  hacían parte del personal de la Escuela de Bellas Artes, anterior al Programa de Artes Plásticas, dependencia de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de Caldas (1996).


En noviembre de 2003, expusieron en el Museo de Arte de Caldas un conjunto de obras bajo el título “El Arte como Idea en la obra de Walter Castañeda y Gustavo Villa”. Alberto Moreno, curador del Museo, escribió: “Cierto es que la representación pictórica es la concepción global del hombre, en su momento histórico y en una cultura dada. Sabemos que la mente organiza unos elementos percibidos por los sentidos, siguiendo unas pautas mentales, los cuales pueden regirse por la lógica o no. Cuando estas pautas son ilógicas, la mente crea nuevas estructuras. Tal es el caso del llamado espacio onírico que podemos identificar en las obras de los pintores Castañeda y Villa, en sus pinturas tales estructuras no se dan en la realidad física, y por ello, la referencia es más directa a la misma producción mental del cerebro humano”.


Aunque las obras de Wálter y Gustavo giran alrededor de la figura humana y lo que desde André Breton se ha identificado como “la magia cotidiana”,  cada uno se orienta por su propio estilo, su paleta de colores y su peculiar manejo de los pinceles pero, ante todo, por su posición muy personal ante el mundo. Como la corriente artística de los “Die Brucke”, estos artistas han insistido en encontrar la esencia de cada acto creador; lo irremplazable. Para encontrar lo pretendido, han utilizado, sobre todo Villa, imágenes planas, colores primarios en muchas ocasiones, sin dejar de lado esos elementos oníricos y simbolistas. En varias ocasiones,  uno y otro han dado a conocer lo que los alemanes llamaron “vivir una visión”, eslogan del expresionismo.


Estos artistas plásticos, desde su época de estudiantes de pregrado, se inclinaron por estudiar y desarrollar las obras más representativas del simbolismo, el expresionismo y el surrealismo que, más que escuelas, han sido estados del espíritu, actitudes personales ante el mundo, descubrimiento de realidades que ni siquiera existen. En esa búsqueda, fueron llegando los textos escritos, muchas veces ininteligibles, y luego, los gráficos. En el Manifiesto del Surrealismo (1924), André Breton lo expresó: “El lenguaje ha sido dado al hombre para que haga de él un uso surrealista”. Siguieron ese lema y aquí tenemos dos versiones poéticas del surrealismo caldense, casi cien años después de los alegatos en París, en los cafés y a las orillas del Sena.  

 

ALGUNAS OBRAS


En un óleo sobre madera, una mujer blanca iluminada por una fuente de luz desconocida, yace desnuda sobre un fondo oscuro  y, junto a sus pies, un jabalí, cerdo o tapir se acerca a husmearla con su lengua lasciva. Es una obra erótica aunque muy simplificada. Frente a ella, pregunté a Gustavo por el título de la obra, y él, aprovechando el fruto de una inspiración fugaz, se ingenió esta respuesta: Se trata de una: “Venus Caldense”. Como buena parte de su obra total, la trabajó con pintura de aceite sobre madera en la que expresó, para mí, lo mejor de su subjetividad. En la confluencia absurda y constante de ciertos elementos,  se intuye una fraternidad artística entre lo pretendido por Villa con lo logrado por Eva Clarens.


En otra obra de Villa, (sin nombre),  (0,82 por 1,28 metros, en madera y pintura de aceite), fechada en el 2000, se observa una mujer desnuda que ocupa todo el cuadro, sentada en un butaco, enmarcada en un halo amarillo sobre un fondo azul oscuro, con un lienzo rojo sostenido en una mano, entre las piernas. El rostro no es atractivo aunque el cuerpo, de henchidos senos, es de aspecto corriente.


Cuando varios observadores miraban el cuadro, en la retrospectiva anticipada del Museo de Arte de Caldas (2017-2018), echaron al aire la especie de que se trataba de la recreación de un integrante de una banda de heavy metal, de los años noventa, de facciones andróginas y dedos deformes. Llama la atención la virulencia del color.


Sin embargo, al buscar la opinión de Wálter Castañeda sobre la fuente de inspiración de esa obra, comentó por whatsapp: “Lamento no poder resolver ese asunto. No creo que fuera un rockero. Gustavo era más cercano a temas literarios, por eso tal vez era alguna Venus o una Bella de Gunter Grass que le gustaban bastante a Villa”.  


Quien contempla esta obra, como se lee en el Manifiesto del Surrealismo, descubre “un proceso desinteresado del pensamiento que tiende a arrasar con todos los mecanismos síquicos”.   


ENTRE AMIGO


A pesar de lo estrafalario o enigmático de muchas figuras, Gustavo Villa logró acuñar una armonía y un sello personal que estampó en sus obras, durante su corta existencia. En los albores del siglo XXI, dibujó una obra para la portada de mi libro “Del Dicho al Hecho: Sobre el habla cotidiana en Caldas”, publicado por el Centro Editorial de la Universidad de Caldas (2001), con reimpresión en el 2003. Diseñó un Quijote de actitud visionaria, con un báculo de pastor y apoyado sobre una letra del alfabeto. No se trata de un quijote de viejo cuño. La obra que hizo Villa siempre fue contemporánea.   


En el año 2001, me hizo llegar un cuadro en el que hay una mujer de vestido rojo, largo, transportada por el aire, en un taburete de cuatro patas, cada una con un par de alas abiertas. Supuse que era una obra más, producto de su imaginación desbocada. Pasado el tiempo me confesó que en esa obra había representado a mi madre, muerta en agosto del año 2.000, en su tránsito hacia el cielo. Me dijo que se trataba de un retrato de la imagen que yo le había forjado, en nuestras charlas, pues nunca la conoció, ni siquiera me pidió que le mostrara una fotografía. Aunque fuese fantástico, aprendí a mirarlo como un retrato de mi madre basado en que muchos artistas, entre ellos Picasso, dejaron retratos al arte universal, con interpretaciones a veces cubistas de mujeres amadas por él. Entre los colombianos, Carlos Rojas cuenta en su pintura con “Marta Traba cuatro veces”, y Feliza Bursztyn a una chatarra de metal oxidado le puso el nombre de “Alfonso López Pumarejo”. Por lo anterior, ante el retrato imaginario que Gustavo Villa hizo de mi madre, no se puede preguntar si se parece. Si el arte es creación, un artista tiene que salirse del calabozo realista en el que pretenden aprisionarlo.


Un creador tiene que desatarse de los grilletes que lo aprisionan y fugarse de ese mundo ya trazado que los que no son artistas han establecido como norma. En el sorpresivo retrato que hizo Villa, luego de la muerte de mi madre, esa libertad creadora explica  el taburete de patas con alas, con el que expresa el impulso de un alma hacia arriba y también la Venus Caldense a la que una bestia de monte intenta lamer su feminidad.


Villa hace gala de un realismo lírico con ciertas connotaciones primitivistas. No sé si sea un abuso hablar de un “primitivismo moderno”, como aquel al que aludieron en la temporada naif. El primitivismo de Villa no tuvo que ver con paisajismo, ni con  patriotismo, ni con escenas o relatos de la cotidianidad de finales del siglo XX y comienzos del XXI sino con el estilo, con el dominio equilibrado de ese procedimiento (más que técnica) y el orden estricto que persiguió en cada una de sus pinturas.  Este profesor y artista, como lo había predicho, antes, la crítica  Marta Traba, puso en práctica el postulado según el cual “el arte no necesita anécdotas”. La  obra del caldense llegó a refrescar el lenguaje de la realidad.


EXPOSICIÓN DENTRO DE UN FESTIVAL


Siendo fieles a un destino iconoclasta, en fondo y forma, para el 12 Festival Internacional de la Imagen que se llevó a cabo en Manizales, en abril de 2013, Walter Castañeda Marulanda, con Gustavo Villa Carmona, William Ospina Toro y Alex Cano, presentaron en la sede de la Alianza Francesa, la exposición “La ampliación del marco pictórico” en la que, con las distintas facetas de una pintura realizada por Walter y que estaba en la entrada del recinto, con imaginación, mostraban lo que cada uno de los personajes del cuadro inicial estarían pensando, imaginando o proyectando en otras dimensiones de su ser particular. Para la obra básica se había utilizado cierta técnica costumbrista. Mostraba cuatro figuras humanas en la sala de una casa tradicional. Podría tratarse de la copia en óleo de una fotografía de mediados del siglo XX. Luego, en el resto del amplio salón se reproducían, en tamaño natural, y en forma independiente, mirando para distintas paredes como si fueran ventanas, cada personaje y, por medio de aparatos eléctricos o sonoramas, se proyectaban secuencias visuales y auditivas correspondientes a cada personaje. Esto daba sentido al título. El marco pictórico se amplía con lo que cada personaje tiene en la cabeza. Se trata del espacio inconsciente, producto de una vida reprimida, de unas emociones represadas, de unas inquietudes individuales. Somos mundos distintos. Un cuadro o una vida son mil cuadros o mil vidas porque sucesivamente podríamos componer diez cuadros o diez vidas que cada uno de los imaginarios pudiera albergar en su cerebro. El arte es lo que es y lo que podría ser.  ¿Qué tal si, con este experimento, ampliáramos el marco pictórico de la Gioconda, de cualquiera de los personajes en mármol de la tumba de los Médici, los amargos rostros de Van Gogh y, por qué no, esos seres de piedra del bosque arqueológico de San Agustín?


RETROSPECTIVA DE DOS ARTISTAS


Eva Clarens y Gustavo Villa no ubican a sus criaturas en las coordenadas de un tiempo convencional y un espacio concreto. “No tienen ayer ni mañana. El tiempo está sumergido en la profundidad del soñador”. Ellos las cuadran, a la vez, en alguna de esas entelequias que conforman nuestro mundo, un mundo en que coinciden las épocas de lo real, lo imaginario y lo fantástico; un mundo acrónico, de protagonistas en busca de diálogo, de palabras sonámbulas que vagan por el espacio sideral como prolongaciones de la lengua, de actores ataviados o despedazados a la espera de un escenario o de una compañía que es distinta a la cercanía de homúnculos, de bestias monstruosas o ángeles impasibles que no se atacan porque pertenecen a un verosímil reino de sueños y pesadillas.


En la retrospectiva que ofreció el Museo de Arte de Caldas de la obra de Gustavo Villa y Eva Clarens, en el Teatro Fundadores, entre los meses de diciembre de 2017 y enero de 2018, Gustavo colgó 40 obras en óleo, acrílico y una escultura. Al recorrer la sala, los visitantes  pudieron cerciorarse de que lo que había salido de las manos de Gustavo Villa tenía un valor tanto emotivo como cerebral. Hacía cien años, algo parecido había ocurrido con las obras de sus maestros Picabia, Duchamp y Man Ray. Se trataba de cuadros que irradiaban imaginación, creatividad, rupturas y fina ironía. En esa exposición, sin que se lo propusiera aunque podía haberlo sospechado, Gustavo Villa nos estaba dando, como varios personajes de sus cuadros, un Adios ante su no lejana e ineluctable muerte. Fue testigo de un tiempo absurdo.