JUEGOS ELEMENTALES DE LA INFANCIA (I)

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Fuera de que tienen memoria, los animales racionales y muchas especies de irracionales tienen imaginación. El juego es una manifestación de ella. Juegan los gatos y los perros, en la placidez del hogar pero también, desde hace 500 mil años, los primates se entretienen sacando termitas de algún orificio de la tierra utilizando un espartillo delgado, igual que con el agua de una quebrada, igual que nosotros en la infancia.

 

En las jugarretas infantiles, los seres humanos y los animales domésticos establecen una comunicación admirable. El niño se hermana con el perro o el gato y estos animalitos corresponden a sus caricias. Se siguen, se buscan, se esperan, se necesitan mutuamente. Cuando fallece, se pierde o regalan  la mascota, el niño emite alaridos peores a los que emitiría si se hubiera muerto un miembro importante de la familia.

 

Hasta la mitad del siglo XX, aún en los juegos, se distinguía la división de géneros. En esa temporada en que no dejaban salir a los niños y niñas a la calle sin la compañía de los padres, tanto los varones como las mujeres de pocos años, muchas veces solos y solas, jugaban a parecerse a los padres.

 

El ser humano ha sido teatral desde tiempos remotos. Los niños se ponían los sombreros del papá, se pintaban bigote y trataban de remedar la voz del hombre mayor de la casa. Las niñas, de forma igual, se encaramaban en los tacones de la mamá, se pintaban los labios y posaban ante el espejo con los sombreros que la mamá utilizaba para ir de visita o para ir a paseo.  Aún no había llegado la época de jugar a papá y mamá que se daba cuando  dejaban a los niños entretenerse en el patio, el portón  o la bocacalle.

 

Niños y adolescentes de pueblos y campos se entretenían recogiendo congolos, sobándolos en una piedra o en la ropa y poniéndolos en las manos o las piernas peladas de los compañeros para que sintieran la quemadura de esa dura fruta colgante de monte. Había congolos de color café, congolos con una vena negra en el empate del centro y, a la orilla del río Cauca, se conseguían congolos negros, planchos y grandes.

Otros, se entretenían montando, sin permiso y a pelo limpio, los caballos y potrancas de los potreros cercanos al pueblo. Si eran del padre del muchacho mucho mejor.

 

Al salir por la tarde de la escuela, los niños iban a ensayarse montando  en terneros y hasta en perros bravos. Había quienes se las daban de toreros improvisados hasta que un ternero los lanzaba al otro lado del alambrado de púas por lo que no volvían a intentar esa proeza.

El contacto con la naturaleza era real, directo y cotidiano. Si a un niño se le preguntaba de dónde sacan la leche no respondería como un niño moderno para quien la leche la sacan del supermercado.

 

La naturaleza aportaba mucho al esparcimiento infantil. Los corozos secos se partían con una piedra, en el andén de las casas.  ¡Qué solaz! Se intercambiaban ‘casas de corozos’.

 

Se hacían excursiones constantes a potreros, montes y cafetales, en búsqueda de dulumocas, moras de rastrojo, guamas, cañofìstolas, algarrobo (pecueca), las churimas (guamas pequeñas), cañagria, guayabas de leche y agrias, cortapicos, tirapedos, badea montesa, matandrea, caimas, tapaculos o papayuelas (papaya pequeña), piñuelas, uchuvas negras y pirrigallos.

 

Estas frutas hoy desconocidas, en su mayoría, hicieron de la infancia, en pueblos y ciudades intermedias, hasta mediados del siglo XX, un período inolvidable para los niños y muy barato para los padres. 

 

En los cafetales sombríos abundaban las guamas. Fuera de sus blancas motas de algodón dulce que nos saciaban, con las negras y brillantes pepas de esta fruta pasábamos ratos de desbordante actividad pues, cuando abundaban las guamas, se armaban guerras entre varios grupos para lanzárselas unos a otros o, en forma calmada, se abrían un poco para ponerlas en las orejas, en la nariz, en los labios, en el ombligo o se pellizcaba con ellas a los compañeros.

 

Eso no se volvió a ver desde cuando los agrónomos de la Federación de Cafeteros llegaron  a predicar la tumbada del sombrío en los cafetales. Se creía que los agrónomos, por inclinación y formación, protegían la naturaleza pero nada les daba arrasar con la vegetación nativa cuando, de por medio, había un proyecto de cultivo patrocinado por una empresa adinerada.  

 

La argumentación de los agrónomos de la Federación era simplista y hasta cínica: déjense de sentimentalismos; tumben ese monte y siembren café  en el área de las huertas caseras y en los potreros domésticos pues imagínense cuántos palos de café caturra caben en una cuadra que tienen dedicada a cuidar una vaca y un ternero. Entre más árboles se tumbaran había posibilidades de conseguir más apoyo de la Federación de Cafeteros.

 

Los chachafrutos, uchuvas y madroños se han vuelto a conseguir en las ciudades pero a altos costos. Como si fueran de mejor familia que el resto de frutas. Anteriormente hicieron parte de las incursiones, sin permiso, de los muchachos al campo y a las huertas del vecindario.  Por los años de 1960, las niñas, en San José de Caldas, repetían en sus rondas infantiles: “Mira cómo se menean/ las pepas del madroño/ así mismo se menean/ las hijas de Inés Londoño”.

 

“¡Ahí vienen los novillos¡”, se escuchaba gritar por todo el pueblo y, a partir del anuncio, no se  oían en el vecindario más que mujeres desesperadas llamando a sus hijos, gente corriendo y cerrando portones.

Los muchachos, en las escuelas, los viernes por la tarde, se revolucionaban. Había muchachos que no asistían a clase, después de medio día, para no perderse el espectáculo en el que asumían un papel protagónico.

 

Los viernes por la tarde, el deporte de los pueblos consistía en ver a los muchachos corriendo delante de los novillos, como en cualquier San Fermín. Los burladeros se utilizaban cuando la bestia acezaba en la nuca de los muchachos. En este caso extremo se entraban a los cafés con puertas entreabiertas,  tiendas y portones de casas que, por más de medio siglo del pueblo, permanecieron abiertos de día y de noche.

 

Nadie volvió a asilarse en el templo desde cuando un novillo se entró a la iglesia persiguiendo a unos muchachos. En un dos por tres entró, dio una vuelta y volvió a salir para continuar su camino hacia el matadero. El cura se volvió una furia, al domingo siguiente.

 

Los burladores de novillos sacaban, de sus casas, trapos, dulceabrigos rojos y delantales pero, cuando el novillo  iba a pasar al frente, se encerraban los guapos caballeros.

 

Antes de 1960, en San José de Caldas, el matadero quedaba en Las Travesías, detrás de la colina por el Anillo Vial. A los novillos, en ese entonces, los bajaban por la bocacalle de las Londoño, por la antigua inspección de policía. Cuando pasaron el matadero para un lado de la cancha de fútbol y aún no había carretera a Risaralda, bajaban los novillos en la entrada de El Crucero para que el público no se perdiera el espectáculo de esas fieras, por toda la Calle Real. A los más bravos los cogían con sogas.

 

Matarifes eran Pedro Pablo,  Félix Piedrahita, Dorancé Vélez, José Luis Serna,  Los Caínes y Lorenzo Castaño. Ellos recibían el ganado en la entrada del pueblo para de ahí en adelante armar la fiesta.

 

Cuando se encalambraban los novillos no se movían de un sitio y bramaban en forma aterradora. Los que los conducían trataban de que se movieran torciéndoles las colas o poniéndoles limones partidos en los cachos.

 

La fiesta de la tarde de los viernes tuvo vigencia hasta  cuando empezaron a distribuir el ganado, en camiones grandes y por cuenta de vendedores forasteros que no se dieron cuenta de las ansias con que un pueblo esperaba los novillos, los fines de semana.

 

En fin, la jugarreta fue fundamental en la vida emocional de niños y niñas. Ha sido mucho más que un simple pasatiempo. Decía la sicóloga Annie de Acevedo: “Los niños con amigos imaginarios no están haciendo algo indebido, ni son tímidos, son por el contrario bastante creativos, inventando escenarios y situaciones al igual que personajes que muchas veces les ayudan a vencer temores”.

 

 

 

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