LA HISTORIA FRACTURADA


Octavio Hernández Jiménez

 

En la vida cotidiana, las culturas se transmutan lentamente al estar sometidas a las leyes de la evolución social. Para arrasar una cultura habría que aniquilar de raíz a los integrantes. Todo conquistador, sea pueblo o individuo, sea antiguo o moderno, en todas las latitudes de la tierra, se convierte o está en vía de serlo, en sepulturero de la cultura vencida, de alguna civilización, y en otros casos en la posibilidad de absorberla. Roma absorbió a Grecia. Los incas absorbieron a los collas en Bolivia, a los huancas en el valle de Urubamba hasta penetrar al sur de Colombia. Una crisis social, económica o política puede agotar una civilización que, para la historia de un pueblo, una tras otra, van sedimentándose a la manera de estratos geológicos.

 

En el departamento de Caldas, los resguardos indígenas de Riosucio, Belalcázar y San José de Caldas están en vía de diluirse con otros pueblos,  otras culturas, debido a que los terratenientes “civilizados” que asedian sus territorios, indispensables para la realización de una cultural, los habrán aniquilado, como nuevos conquistadores, a sangre y fuego, o por medio de legislaciones que los asfixian.

 

Debido a pestes naturales que han abolido pueblos enteros sobre la faz de la tierra, en todos los siglos, a migraciones interminables y otros fenómenos sociales, las culturas indígenas han desaparecido a manos de blancos,  mestizos y negros. La “leyenda negra”, fraguada por ingleses y franceses contra los españoles haciéndoles responsables de cuanta maldad se dio en la conquista americana, como si los demás europeos, también imperialistas de siete espuelas, no hubiesen ejecutado las mismas ‘hazañas’ y otras atrocidades que muchos historiadores, en esos países, han  ocultado, por varios siglos, y que tanto profesores como estudiantes no creen conveniente destapar.

 

En Caloto, Cauca, en diciembre de l99l, una vez más, masacraron a 20 indígenas de acuerdo con los designios siniestros de un terrateniente de turno. Las tierras ocupadas por ellos desde tiempos inmemoriales y los sepulcros de sus mayores, con sus ídolos y vajillas de oro, se les arrebataba con infinita codicia. Sus lenguas dotadas como pocas de poesía inigualada, sus dioses implacables  como un rayo, sus normas sobre economía, en más de un tema justipreciadas por los estudiosos,  su medicina milagrosa en poder secreto de chamanes, su concepción cosmogónica en armonía con los demás seres de la naturaleza, sus mitos deslumbrantes, como los griegos u orientales, su  arte que corrobora la universalidad de la belleza, su cultura en toda la extensión de la palabra, todos esos universos americanos se sumergieron en el desprecio absoluto y el olvido provocado por la cultura oficial acuñada en el currículo de la educación establecida en cada país.

 

En los indígenas colombianos o caldenses (sería más apropiado decir indígenas que viven en Colombia o en Caldas, pues ellos sobreviven en otra estructura sociopolítica), nadie ve más que extrañas criaturas o incómodos homúnculos que deberían esfumarse ante la presencia avasalladora de las gentes “civilizadas” o “cultas”.

 

En Caldas, fuera de los canastos para coger café, muy usados antes de que aparecieran los canastos de plástico, fuera de las callanas para asar arepas en las fincas, fuera de alguna alcancía y alguna otra cerámica con deficiencias técnicas en la elaboración, fuera, tal vez de las ingenuas flautas y la devastadora chicha de Sipirra, pocos se han preocupado por el inventario cultural de esta “sociedad sin historia y sin progreso” de que hablaba Claude Lévi-Strauss.

 

Una luz en las tinieblas: Los indígenas “colombianos” se hicieron presentes con su delegación en la discusión, redacción y aprobación de la Constitución Nacional, en el año l99l. De aquella Asamblea, el movimiento de reivindicación indígena salió, aparentemente, fortalecido tanto que varios nativos,(como si nosotros no fuéramos también nativos o sea nacidos de estas tierras), integraron el posterior Congresito, ocuparon varios escaños en el Senado, se lanzaron como candidatos al Concejo de Bogotá y lograron, para l992, partidas económicas por más de ocho mil millones de pesos (cuando el presupuesto del departamento de Caldas era de veinte mil millones) y sobre todo, ya no tenían que pedir infructuosamente antesala en los despachos oficiales porque representaban una fuerza creciente de respeto por parte de quienes, hasta ahora, los dejaban  esperando por los siglos de los siglos.

 

Parecen tan cohesionados los indígenas de los resguardos riosuceños que, faltando mes y medio para las elecciones de alcaldes populares, en l992, los únicos que tenían candidato definido eran ellos. Curiosamente, los partidos tradicionales tomaron este fenómeno como un campanazo contra sus intereses por lo que, con desespero, hicieron palitraques y coaliciones para evitar que un indígena ocupara el sillón del alcalde, en una ciudad que siempre ha sido desconcertante. En varias décadas del siglo XXI se han posesionado, en alcaldías, concejos y asambleas.

 

Pueda ser que el movimiento indígena no termine burocratizado como el de las negritudes que, a pesar de tener senadores, ministros de vez en cuando, gobernadores y otras vistosas arandelas como reinas y princesas en reinados nacionales de belleza, presentadoras de noticieros de televisión y flamantes campeones y campeonas de talla mundial, en deportes olímpicos, no han dejado de ser objeto de una solapada y a la vez encarnizada discriminación racial.

 

En la alborada del descubrimiento de América, por parte de los europeos, los indígenas, en su mayor parte, presenciaban el crepúsculo de su esplendor. Se diezmaron entre ellos mismos por ambiciones territoriales y económicas, pestes mortales, fuera de otras circunstancias que provocaron su declive como una alimentación basada en la harina cuando los negros tenían como base de la misma la carne obtenida por cacería de presas enormes, fuera de la pesca.

 

Hace más de 500 años, a los extranjeros les costó demasiado sofocar las escaramuzas bélicas de los indios, acallando aquellas culturas, antes magníficas, en un grado decadente, para ese entonces, de civilización.

Mientras no se confirme lo contrario, Colombia y, en forma más reducida, el Gran Caldas, se han convertido en muestrario de lo que representan varias culturas en choque frontal. En esta república asistimos al predominio de la cultura occidental o cristiana, sin salvedad de sectas, sobre otras ciento veintitrés culturas hasta ahora catalogadas en el territorio patrio, alrededor de las cuales se aglutinan los pueblos indígenas que hacen ingentes esfuerzos por sobrevivir pero nuestra cultura, a través de nuestras acciones u omisiones, cada día propicia el aniquilamiento de los que admiran el universo y han organizado el mundo desde otros puntos de vista.