LAS FRUTAS DE LA DISCORDIA 

 

                                                              Octavio Hernández Jiménez

 

 En la noche del 3 de junio de 2009 se sirvió, en la Quinta de San Pedro Alejandrino, una cena con el nombre de “Saboreando Nuestra Historia”. El motivo era dar comienzo a la programación oficial del Segundo Centenario de la Gesta Libertadora que tendría como fecha clave el 20 de julio de 2010. La Alta Consejería para esta Celebración organizó la cena que estuvo encabezada por el presidente Álvaro Uribe Vélez.  

 

El menú fue diseñado por Fermín Gómez y Juan Carlos Franco, especialista en cocina antigua y del Renacimiento. Constaba de cuatro platos: Mosaico de fritos (butifarra, brocheta de langostinos y puré de plátano), gallina en leche de coco y bonito (salmón) en salsa asturiana y flores de mango con salsa de zapote (L. Martínez P., 2009, p.2-3). El postre de mango, de natilla rojiza, fue elaborado en moldes con forma de estrellas de seis puntas y un centro blanco, sobre una salsa color crema. 

 

El mango

 

Hasta ahí todo bien pero el solo anuncio de lo servido encendió la polémica. El historiador y chef samario Rafael Padilla, especialista en Bolívar, descalificó el menú, entre otras cosas, por “la presencia de ingredientes que llegaron a Colombia mucho después de muerto Bolívar, como el coco y el mango”.

 

Franco, decano de Lasalle Collage, en Bogotá, con suficiente erudición, explicó el por qué de cada servicio pero no clarificó la inquietud sobre si el mango contaba con los pergaminos legales para estar presente entre los platos que, se decía, pudieron haber sido ofrecidos por el señor de la casa al Libertador, en los días previos a su muerte.

 

Dijo Padilla, con algo de resentimiento por haber sido excluido del equipo que preparó el banquete, que Bolívar “sólo comía fritos de cerdo” y que su cocinera, Fernanda Barriga, le preparaba “el chupe de gallina, un plato muy andino, y la arepa de maíz pelado”. Le gustaba, además, el ñame amargo, la quinua y el chuno que es una fécula de papa. Le encantaban las hayacas. “Lo último que comió, antes de morir, fue una mazamorra de ñame”.

 

El señor Padilla insistió en que “Bolívar no comió mango. Cuando escribía El General en su Laberinto, Gabo lo iba a poner a comer mango, pero tuvo que cambiarle la fruta, porque en esa época no había” (Ibid.).

 

La Academia Colombiana de Gastronomía defendió el postre, citando referencias históricas como “Viajes por Colombia, 1825-1826”, del sueco Carl August Gosselman, obra en la que describió dos caminos entre Gaira y Santa Marta, donde vió sombríos, entre estos uno que “sobresalía por su extensión y por la gran cantidad de mangos”.

 

Como si esto no bastara, Lácydes Moreno, en el prefacio a la obra “Palabras junto al fogón” de Teresita Zurek, habla de varios postres de mango mencionados por Gosselman (L. Martínez, p.2-4).

 

El 17 de octubre de 1825, cinco años antes del fallecimiento del Libertador, el científico francés J. B. Boussingault, abandonó Riosucio, Supía y Marmato, en el actual territorio de Caldas, para dirigirse a Rionegro, Medellín, Envigado, Amagá y Titiribí. En este último pueblo, el capitán Walter, como en cualquier página de Cien Años de Soledad, invitó a la población a que entrara a conocer a Boussingault ya que era “la primera vez que un francés de París ha llegado a estas regiones; entren, entren, con sus ofrendas” (J.B.Boussingault, 2008, p.52). “El resultado fue una gran abundancia de piñas, de mangos, de chirimoyas, de cebollas, de ajo, de yuca y de tortas de maíz para la casa”.  

 

El coco

 

Pero el asunto no paró allí. Rafael Padilla dijo que el coco “llegó primero a Europa (Inglaterra), en 1830, y que salió hacia Sri Lanka, no la fruta sino el aceite para fabricar jabón” (Ibid). No se requiere que el hombre pose sus ojos sobre un ser para que exista. Las playas del mundo tropical pudieron estar llenas de cocos, desde tiempos inmemoriales, sin que los europeos lo supieran. Por tanto es incorrecto sugerir que los cocos empezaron a existir cuando los ingleses los llevaron a Inglaterra y de allí pasaron con ellos a Sri Lanka. Encima de las corrientes marinas, ¿no lograrían pasar, ellos solos, de la India a Sri Lanka, isla que queda al frente, sin pedirles permiso a los ingleses?

 

La Academia de Gastronomía mostró acuarelas de Edward Mark, como la iglesia de Santa Bárbara en Mompox (1845) en donde aparecen palmas de coco ya crecidas y demuestra con citas que había coco en el Pacífico americano (Panamá), en 1514, y en Cuba y México en 1549.

 

Menos de doscientos años, (el señor Padilla dice que “muchos después de 1830” y estamos en 2011), para poblar el paisaje de la América mestiza de cocos y de mangos, es un tiempo demasiado reducido. Y las playas de nuestros mares y las tierras cálidas de nuestros países. Si ya estábamos en la “república de Colombia”, sería fácil consultar los archivos sobre cuándo se ordenaron las campañas de siembra de coco y de mango y bajo qué gobiernos.

 

El uso popular explica la aparición y permanencia de una palabra en un idioma. El Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana (J. Corominas, 1976, p.378), enseña que la palabra mango está en nuestro idioma desde 1578 y dice que, en el inglés, está desde 1673 y en el portugués desde 1525. Se torna incomprensible que si el mango llegó a Inglaterra después de 1830, los ingleses empezaran a utilizar la palabra que lo designaba en ese idioma, más de ciento cincuenta años después de tenerla posesionada en el léxico.

 

Con la palabra ‘coco’ sucede algo parecido. En la Península Ibérica, seguramente en portugués, se puede rastrear esta palabra desde 1526, cuando regresaron “los compañeros de Vasco de Gama de la India, en 1500”; le dieron este nombre a esa fruta, “por comparación de la cáscara y sus tres agujeros con una cabeza con ojos y boca, como la de un coco o fantasma infantil”.

 

Sin embargo, hay documentos para mostrar que, por los mismos años había cocos en Colombia y la palabra era de uso cotidiano en esta región. Fray Pedro de Aguado (1503-1590), en su obra “Historia del Nuevo Reino de Granada y de su pacificación, población y descubrimiento” redactó un párrafo (capítulo decimonono), en donde se cita varias veces el polémico ‘coco’: “Hay otros muy crecidos árboles que echan fruta a manera de cocos, …Estos cascos sirven de jarros y vasos para otros servicios, porque son casi tan recios como cocos” (F. P. de Aguado, 2007, pp. 276-277).  

 

El aguacate

 

A los colombianos nos deslumbra lo extranjero. Nos enseñaron en la escuela que el aguacate era originario de México y eso le daba caché. Pero leamos lo que dice Fray Pedro de Aguado, hablando de la región de Victoria, en el actual departamento de Caldas, en la primera mitad del siglo XVI: “Tenían cúrales que son árboles crecidos y grandes; las frutas de éstos, algunos las llaman peras por tener alguna similitud de ellas, y otros las llaman curas y otros paltas. Es fruta que pocas de ellas maduran en el árbol sino que desque están crecidas y de sazón las cogen y las ponen en parte abrigada donde maduran. Tienen dentro un gran hueso que ocupa la mayor parte de ellas, el cual no es de comer sino la carne que entre este hueso y el cuero se cría que es de muy buen gusto aunque es comida ventosa, pesada y húmeda” (Op. Cit., p. 276).

 

El acucioso don Francisco Guillén Chaparro en sus “Memorias de los pueblos de la Gobernación de Popayán, y cosas y constelaciones que hay en ellos”, documento fechado en Santafé de Bogotá el 17 de febrero de 1583, utiliza por primera vez la palabra ‘aguacate’, en lo que se hace al territorio colombiano y, concretamente en territorio del actual departamento de Caldas. Cuando se refiere a Anserma, al comienzo de una cita prolija, escribe: “Las frutas de la tierra son guayabas, plátanos, aguacates que es una fruta a manera y color de ‘pera de Castilla’, hay unos grandes, otros pequeños, tienen la primera cáscara delgada y lo que está pegado en ella es lo que se come; tiene sabor a nueces tiernas y tiene en medio un cuesco grande que partido el cuesco tiene olor natural de pino” (C.A. Ospina, 1994).

 

La palabra aguacate proviene del azteca auacatl (españolizada desde 1560, más o menos) pero, por lo testificado, el árbol, como especie vegetal, era endémico en el territorio que se llamaría Colombia. Fray Pedro de Aguado prestó menor atención al mundo vegetal por lo que concluye su cita: “Solos estos dos géneros de árboles tenían los indios en sus pueblos”. El uno era el aguacate y el otro era el de “hermosas guayabas, tan agrias como naranjas excepto que el agrio de éstas era muy gustoso; éstos guayabos y guayabas tenían para echar el vino con que lo hacían de muy buen gusto y olor”.

 

Si echamos al olvido la cita anterior del cronista de la Colonia, cualquier día vendrá otro chef doblado de historiador, a difundir el cuento, entre incautos, de que la guayaba es originaria de Tahití y que apareció en Colombia después de la expropiación de Panamá. En la difusión de este infundio le ayuda que, en las calles, los vendedores ambulantes tuercen la voz y elevan los precios cuando anuncian “guayabas peruanas” aunque provengan de los sembrados que hay por las veredas La Manuela y Tres Puertas de Manizales.

 

El llamado “Banquete del Bicentenario” sirvió de pretexto para precisar la información sobre algunos seres humildes que tenemos cotidianamente al alcance de las manos.

 

El cacao  

 

Entre los alimentos que se identifican con la tierra americana, a la par si se quiere con el maíz y el aguacate, está el cacao. El ritual de Moctezuma, en México, ha impactado tanto a los historiadores que han llegado a hacer creer que fue descubridor o, sin pensarlo dos veces, pregonan que fue su ‘inventor’.

 

El Diccionario Enciclopédico Larousse empieza por definir el cacao como “árbol originaria de América del Sur”. 

 

En “el periódico de casa” apareció un artículo titulado “El chocolate celebra el bicentenario” y en él se dice que: “Aunque no tengamos el dato preciso de la llegada de la planta del cacao a nuestro país, algunos creen que llegó después del auge europeo” (E. Ortiz P. 21 de marzo de 2010, p.2c). Mejor dicho, poco antes de 1.900.

 

Pero, en la misma fecha, en otra sección del mismo periódico, un historiador nuestro de muchas campanillas, sin proponérselo ofreció este dato que demuestra que, cuando ocurrió la Independencia de Colombia (1819) ya se cultivaba el cacao en Suramérica: “Rosa Campuzano fue una bella guayaquileña, hija de un rico productor de cacao; la exótica mujer llegó a Lima en 1817” (A. Cardona T., 2010, p.6).

 

El mencionado Gosselman, de viaje por el occidente colombiano, entre 1825 y 1826, comenta: “Una pequeña bolsa con pan de maíz seco, un trozo de queso, otro de panela y algunas bolitas de chocolate constituyen habitualmente la provisión para el viaje” (C.A. Gosselman, 2008, p.20). Hablaba de la comida “habitual”.

 

Honda fue la Cartagena del interior del país. Ciudad próspera como pocas en tiempos de la Colonia y hasta bien entrada la República. Allá, desde tiempos coloniales, hay un cerro que se llama “Cacao empelota” y su nombre se explica porque, en época de los virreyes, el dueño sembró cacao en bellota. La gente, con picardía, cambió el ‘en bellota’ por ‘empelota’. Antes del cacareado “auge europeo”, ya existía el cacao en nuestro medio.

 

El solo título que la señora Ortiz colocó a su colaboración periodística demuestra que estamos todavía en la etapa antropocentrista en la que se suponía que el hombre era el epicentro de todos los fenómenos de la naturaleza. La creación giraba alrededor suyo. La llegada del cacao y el mango a Colombia, para ciertos comentaristas, estuvo supeditada al Grito de Independencia. La naturaleza esperando que en una esquina de la perdida Bogotá se dieran puñetazos y quebraran un florero para hacer su ingreso triunfal a la botánica de este país. Habrase visto.

 

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