LENGUAJE CARGADO DE SÍMBOLOS

 

 

-         ¿Qué deja el diálogo con el dolor?

-         Esperanza, por supuesto.

Javier Moscoso

 

 

     Para avanzar en las intervenciones públicas del viernes santo conocidas ancestralmente como Las Siete palabras, hay que tener presente que, lo que nos congrega, en los templos, en esa tarde, va más allá de desentrañar el lenguaje que, desde el principio, se ha planteado como simbólico y misterioso.

 

     Simbólico es cargado de significados escondidos bajo los términos de un texto oral o escrito. Para descubrir ese simbolismo tenemos que conocer previamente la correspondencia con ciertos convencionalismos propios de todo lenguaje.

 

    La realidad escueta que nos atañe, sucedió en el Monte Calvario pero, de ahí en adelante, poner en consideración las torturas a las que sometieron a Cristo, expuestas, paso a paso, y dispersas, en los capítulos finales de los cuatro evangelios, equivale a adaptar las variables de ese hecho histórico a cada época con su carga cultural, la fe de los creyentes, las necesidades sociales e institucionales y, ante todo, con el fardo que cada persona lleva al hombro de su existencia intransferible.

 

     Desentrañar el simbolismo de acuerdo con los contextos y circunstancias siempre variables, de los contrastes, de los puntos de vista, interrogaciones e inquietudes, producirá, como efecto colateral, emociones intensas, conmoción, síntomas y hasta lágrimas que, en ocasiones como esta, provocan los padecimientos de Cristo.

 

     El filósofo e historiador Javier Moscoso, comentaba:“Lo que yo he intentado decir en el libro “La Historia cultural del dolor”, no es si el dolor cambia con el contexto cultural (esto es muy evidente), sino de qué manera cambia, cuáles son las formas culturales que hemos venido utilizando los seres humanos para percibir una determinada experiencia como dolor”.

 

      

   “Estamos ante una abundante diversidad de mensajes mortuorios difundidos por todos los medios de comunicación de masas, donde uno elige el que quiere. Se nos ofrece toda clase de muertes violentas, individuales y colectivas; se nos describen todas las actitudes ante la muerte; se establecen lazos entre la muerte y el amor-pasión, el dinero, la política, la sexualidad, la risa, la felicidad, el miedo, la fiesta” (J. Potel, Mort a voir, mort á vendre, 1970, p.151).

 

   La muerte se ha entronizado en forma de obsesión, con distintos efectos que van desde hacer de ella una trivialidad, una evasión; o imprimir un sentido a las propias pulsaciones o provocar ante ella una catarsis que nos libera y nos comunique una visión estética como ha sido la muerte de Cristo desde la Edad Media, el Renacimiento, el Barroco, el Neoclasicismo y la época moderna, tanto para poetas, ensayistas, pintores, escultores, músicos, autores de teatro y directores de cine.  

 

   La reconstrucción de las largas horas finales de Cristo hecha por los evangelistas, es tan realista, mesurada y emotiva a la vez que las distintas imágenes mentales, las ideas y giros del lenguaje pueden conmover en forma violenta las fibras  íntimas del alma. Debido a la pedagogía de escritores y oradores los asistentes reasumen el papel heredado de los protagonistas del texto antiguo. En ocasiones como esta, los oradores buscan despertar la reflexión aunque, en muchos casos, lo que logran es abrir algunas válvulas oxidadas de la psique individual. “Son fórmulas retóricas que expresan el dolor y lo dotan de significación colectiva” (J.M.).

 

   Al tratar de encajar la muerte de Cristo en el lenguaje de cada época, se pretende más que una evocación, encontrar una purificación y una armonía en la sociedad o siquiera, asumir una postura digna ante lo inevitable.

 

       Hasta las voces de la soldadesca se escuchan con el fondo de un silencio cómplice, tanto ayer como hoy. En los renglones finales de los Evangelios, fuera de la entonación poética, no se escucha ni una palabra falsa. Textos verbales con ritmo sostenido que narran, aclaman y tratan de aclarar el simbolismo dramático de este acontecimiento, en los siglos sucesivos.

 

     Los textos bíblicos sobre la muerte de Jesús han llenado las expectativas populares por medio de obras de teatro religioso, tan de moda en la Edad Media, hace mil años, en Europa, cuando representaban, en los atrios de los templos, los llamados ‘autos sacramentales’ que aún se escenifican dentro de la parafernalia de la semana santa, en muchas comunidades de creyentes.

 

    Las representaciones en vivo se trasladaron de Europa a América en donde se han representado en muchos sitios, con vistosidad, creatividad, fervor y disciplina. Así lo delatan los rostros, los gritos, el llanto y los gestos por lo menos de los actores. Las obras que reviven el viacrucis y las siete palabras son producto de la creatividad y la reflexión. Ante ellas, los intérpretes y las multitudes que asistentes a esos actos descubren, mínimo, el antagonismo entre la Vida y la Muerte. Paso a paso, dan pábulo a un desdoblamiento sagrado del inconsciente. “Hemos asistido a la tragedia”.

 

    La muerte de Cristo ha incorporado una estética dramática a la cultura occidental. Que lo digan las soberbias pasiones que han engalanado la pintura occidental desde la Edad Media, como la Crucifixión de Giotto y el Descendimiento de la Cruz de Roger van der Weyden; la música de Bach con sus pasiones sublimes según San Mateo y San Juan y el cine, con resultados para todos los gustos. Se trata de un maravilloso misterio que, como sostenía el filósofo francés, Gabriel Marcel, “entre más luz se arroja sobre él se hace más clara la pregunta”.

 

   No se pretende desarrollar, aquí, tratados científicos, ni estéticos, ni sistemáticamente religiosos. Se trata de comprender ciertas situaciones en que se encuentran las almas o nuestra sociedad de acuerdo con unas circunstancias cargadas de fe y de compasión. Soren Kierkegaard aclaró que se trataba de “un acto de subjetividad concreta. Lo único real e importante para el hombre”.

 

    El tiempo dedicado a revivir las siete palabras contribuye a sanar el dolor cotidiano, a hacernos más humildes, comprensivos, pacientes y solidarios con el dolor de los demás.

 

   Piedad Bonnett, poeta y novelista colombiana, en la presentación de su libro “Lo que no tiene nombre”, argumentaba que “Revivir el dolor, plasmarlo en palabras, ayuda a sanar”. Esa sanación es la que siempre se ha planeado con el intercambio de palabras, la escritura, la lectura y, en este caso, en la asistencia revivida a la ceremonia de las siete palabras.

 

 

 

 

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