MACONDO EN LA MONTAÑA (I)

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Comentaristas y críticos han buscado el origen de la palabra Macondo. Unos sostienen que se trata del nombre de un árbol corpulento, en la costa Caribe; otros se han ido a buscarla en un paraje de las Montañas Rocosas y los demás afirman que era el nombre de una hacienda en tierras costeñas que Gabriel José de la Concordia García Márquez (1927-2014), hijo de Gabriel Eligio y Luisa Santiaga,  vio al pasar y, como acostumbraba apuntar palabras en libretas de bolsillo, lo conservó hasta utilizarlo como epicentro de “Cien Años de Soledad”.

 

El novelista tuvo la precaución de cancelar por anticipado esa discusión bizantina. “Preguntó qué ciudad era aquella, y le contestaron con un nombre que nunca había oído, que no tenía significado alguno pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo”.

 

Para muchos lectores de la obra narrativa del Premio Nóbel colombiano (1982), Macondo es la geografía de lo absurdo; el reino de lo increíble y lo  inesperado.

 

Macondo es parábola de lo que somos como consecuencia de invaciones,  opresiones, desplazamientos y el consecuente subdesarrollo. Subdesarrollado con relación a otros pueblos que se mencionan allí. Una alegoría sin manual de instrucciones.

 

Un paraje mítico, primitivo, de gentes errabundas. En el Macondo garciamarquiano no se prodiga la presencia de la técnica y la máquina. 

 

Fuera de pistolas, otras armas, la lupa, el “oso de cuerda que caminaba en dos patas sobre un alambre”, la alusión a “una máquina de péndulo que le sirviera al hombre para volar”, o la bailarina de cuerda conectada al mecanismo del reloj,  el acopio de aparatos no abunda en aquellas páginas.

 

Los aprendices de brujo y sus laboratorios secretos infunden lástima: “José Arcadio se refugió en el laboratorio, donde los artefactos de alquimia habían revivido con la bendición de Úrsula”. La máquina del tiempo se había descompuesto”.

 

Como si se tratara de una profecía, José Arcadio Buendía trastocó la sentencia popular: “Si no temes a Dios, témele a la sífilis” por esta versión: “Si no temes a Dios, témele a los metales”.

 

Hay un engaño en suponer que Macondo está más cerca de la magia, los trucos o la hechicería que de la realidad inmediata.  

 

Macondo es una palabra consagrada en la literatura latinoamericana como  santuario de un realismo que de por sí es mágico.

 

No es obra argumentativa, no se trata de un ensayo,  no es periodismo escueto, no es poesía en verso aunque muchas de sus páginas hagan ostentación de exquisita poesía. Milan Kundera lo expresó: “Una de las más grandes obras de la poesía que conozco”.

 

Después de armar semejante andamio lingüístico y artístico, Gabriel García Márquez (1927-2014) deduce  que “Macondo no es un lugar del mundo; es un estado de ánimo”.

 

García Márquez es un mago del lenguaje pero, en los cimientos de su obra, está la de ser un observador sagaz. Macondo no es una fórmula literaria para deslumbrar con mentiras.

 

Un buen artista toma lo irreal y le da apariencia de realidad. En el realismo mágico, los escritores se le midieron a disfrazar la realidad para volverla increíble. Así lo vio el peruano M.Vargas Llosa:“El proceso de edificación de la realidad ficticia emprendida por García Márquez emprendida en el relato Isabel Viendo Llover en Macondo, alcanza con Cien Años de Soledad su culminación”.

 

La clave sigue siendo el método. El arte es el territorio de nuevas posibilidades. Basta con que se ponga un No o un Sí delante de un verbo corriente para que la idea se torne en realismo mágico. Aves que no vuelan, peces que no nadan o serpientes sin ojos fueron seres fantásticos que describieron los amanuenses de los conquistadores en cronicones que, para muchos, son el comienzo de la literatura latinoamericana. De esta forma, habría realismo mágico desde cuando ingresamos a la historia de occidente.

 

Como concluía una película reciente, “El alcance del hombre supera su imaginación”.

 

Se ha dicho que Macondo expone la idiosincrasia de los latinoamericanos, en su diversidad. Las naciones extensas han vivido disgregadas. No existe un pueblo compacto; somos muchos pueblos con hábitat, matices, circunstancias, condicionamientos, éxitos y frustraciones peculiares.

 

Si nos centramos en la región centrooccidental de Colombia, podríamos considerar que, allí, el Macondo andino no requiere deformar la realidad para hacerla fascinante. De por sí, la  realidad escueta es macondiana. La imaginación, la fantasía, no son el reverso de la realidad; hacen parte de esa aleación.

 

Lo macondiano está en fijarse en determinados elementos sobre los que otros pasan desapercibidos.

 

El contexto que alcanza las dimensiones de lo asombroso, cuenta con entonación, ritmo, tramas, personajes, decorados, secuencia, planteamientos, desarrollos o desenlaces que familiarizan a los de allá con los de acá. Es una sinfonía. Por algo es una obra de largo alcance en la concepción y la realización.

 

Cada época ha inventado sus formas de narrar. La literatura infantil tradicional empezaba cada relato con la fórmula: Había una vez… García Márquez, en la segunda mitad del siglo XX, en muchas de sus obras, como Cien Años de Soledad y Crónica de una Muerte Anunciada, empezaba narrando el final y, a comienzos del siglo XXI, muchos de los que quieren narrar deben empezar con la advertencia de que “En ese tiempo no había todavía teléfonos celulares…”. De no hacerlo, nadie entendería, en el cuento, por qué el protagonista no pudo comunicarse.

El macondismo no es una tomadura de pelo: es una original visión del mundo que ha tenido quien se fije en él y lo describa para la historia y el deleite de los lectores, desde cuando los cronistas españoles se toparon con el nuevo mundo.

 

Carlos Fuentes refería que Gabo le había confesado que “le tomó madurar diecisiete años y, redactar, catorce meses. Jamás he trabajado en soledad comparable”. Una obra polisémica que rebasa la categoría utilitarista y triste del best seller.

 

***

 

La primera vez que se menciona una cacería en la región del Bajo Occidente de Caldas lo hace el Mariscal Jorge Robledo, en el siglo XVI, cuando cuenta que, Pedro de Barros, de origen portugués, fue un soldado suyo que, en compañía de otro, encontró una culebra a la que dieron muerte y le hallaron, dentro, un ciervo que acababa de tragarse y aún estaba vivo. El hambre que tenían era tal que enseguida se comieron el ciervo.

 

No sabe uno qué era peor si los tiempos edénicos en el Macondo andino de Colombia o en el Macondo costeño “la tierra que nadie les había prometido” como cataloga García Márquez, en Cien Años de Soledad, al viaje que emprendieron José Arcadio Buendía y sus amigos acompañados de sus mujeres e hijos para fundar la nueva ranchería. “Fue un viaje absurdo… con el estómago estragado por la carne de mico y el caldo de culebra”.

 

Dos siglos y medio después, cuando Alejandro de Humbolt viajó de Bogotá a Popayán (1802), observó una forma de transporte, por la región del Quindío, que se la cuenta por carta a su hermano:“andar en carguero, es como quien dice ir a caballo, sin que por esto se crea humillante el oficio de carguero, debiendo notarse que los que a él se dedican no son indios sino mestizos y a veces blancos. Los cargueros conducen seis y siete arrobas y algunos muy robustos hasta nueve” (A. Humbolt, 2008, p.12). Pero el personaje de carguero no sólo se daba en el Quindío y San José. El mismo Humbolt precisa: “No es el paso del Quindío el único punto donde de este modo se viaja; en la provincia entera de Antioquia, rodeada de terribles montañas, no hay otro medio de escoger sino el de andar a pie o encomendarse a los cargueros”. Cuando Ramón Zea hacía fuerza para arrancar a caminar decía: “Adelante que es pa’Caicedonia”. No era fácil “andar en carguero”. Humbolt observa: “La persona que va en las sillas de los cargueros ha de permanecer inmóvil horas enteras, so pena de caer ambos. Son sin embargo, raros los accidentes, y los que ocurren se atribuyen a la imprudencia de los viajeros que asustados saltan a tierra desde la silla” (Ibid.). 

 

No se sabe qué es peor. Mientras los viajeros subían y descendían por la región de los nevados hacía el Quindío o el Tolima, en el viaje de catorce meses por el camino en sentido contrario al de Riohacha, “Úrsula había hecho la mitad del camino en una hamaca colgada de un palo que dos hombres llevaban en hombros, porque la hinchazón le desfiguró las piernas y las várices se le reventaban como burbujas”.

 

Las guerras civiles de los siglos XIX y XX afectaron tanto el Macondo de García Márquez como al de los antioqueños, caucanos, tolimenses, santandereanos y habitantes de otras regiones de la patria.  La gente, en la huída hacia las selvas lejos de los caminos reales, con tal de resguardarse de los envites de los ejércitos en las ofensivas o contraofensivas, fue fundando caseríos pero conservaban el mismo ánimo con respecto a la situación del país muy similar a la actual:

 

“Una noche le preguntó al coronel Gerineldo Márquez: - Dime una cosa, compadre, ¿por qué estás peleando? – Por qué ha de ser compadre –contestó el coronel Gerineldo Márquez-: por el gran partido liberal. – Dichoso tú que lo sabes –contestó él-. Yo por mi parte, apenas ahora me doy cuenta que estoy peleando por orgullo”.

 

Ojalá, en la Colombia de comienzos del siglo XXI, el cacareado Proceso de Paz no concluya igual que la guerra narrada en Cien Años: “Diez días después de que un comunicado conjunto del gobierno y la oposición anunció el término de la guerra, se tuvieron noticias del primer levantamiento armado del coronel Aureliano Buendía en la frontera occidental. Sus fuerzas, escasas y mal armadas, fueron dispersas en menos de una semana. Pero en el curso de ese año, mientras liberales y conservadores trataban de que el país creyera en la reconciliación, intentó otros siete levantamientos”.

 

En San José de Caldas, hasta bien entrado el siglo XX, no hubo médico profesional y para los nacimientos no había más que parteras. Claro que el personaje que contaba con mayor clientela para los partos, sobre todo del campo, fue el apodado “Zambo Manuel”. Según Inesita Cárdenas, quien había ido desde Manizales a vivir en San José pues a su papá lo habían nombrado como estanquero (expendedor de licores oficiales), el Zambo “era un trozo de negro, alto, fornido, enmantecado y cochino”. Mandó a hacer una cama para atender los partos de las que traían del campo; era tan fuerte, que antes de pagarle a Juvenal Jiménez el valor de su trabajo, puso a cuatro tipos enormes a que se dieran puños encima de la cama para comprobar que resistiría el trajín de un parto complicado sin anestesia. La cama permaneció incólume. Inmediatamente, El Zambo la pagó a Juvenal el mueble construido para perpetua memoria.

 

 

 

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