MAESTROS DEL BAHAREQUE,  AL POR MAYOR

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Los castellanos llegaron de España e implantaron el uso de la tapia  y de la teja de barro, en las construcciones domésticas. Con el paso del tiempo, los nativos se adaptaron a la utilización de los recursos naturales presentes en las montañas del centro-occidente colombiano, distintos a los que se encontraban en tierras santandereanas, cundiboyacenses, tolimenses y caucanas. Había guadua, selvas vírgenes y tupidas y barro. Con estos tres materiales emprendieron la construcción de pueblos enteros en bahareque y bellas casas de finca.

 

Los trabajadores de la madera estuvieron ligados a la construcción y organización urbanística de la mayor parte de los pueblos del Viejo Caldas, a la distribución de los espacios, construcciones de viviendas, negocios y  sedes de distintas instituciones. Abundaron en la primera etapa cuando apenas eran caseríos.

 

“Algo parecido se vivía en Macondo: José Arcadio Buendía que era el hombre más emprendedor que se vería jamás en la aldea, había dispuesto de tal modo la posición de las casas que desde todas podían llegar al río y abastecerse de agua con igual esfuerzos y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibiera más sol que otra a la hora del calor”(Gabriel García M., 2007,p,18).

 

En San José de Caldas, a medida que avanzaba el siglo XX, aparecieron más carpinteros del norte del departamento como: Manuel López (“Manuel Azul”), José Luis Calle (“Trompeta”), Gustavo Bedoya, Alberto Cano.  Ancízar Montes fue ebanista de calidad. ‘Tite’ Martínez era ebanista sui géneris pues su especialidad era elaborar, en madera,  cachas de los revólveres, horquetas para las caucheras, repisas para santos y pequeñas alcancías. Los niños pobres ahorraban. Los ricos no ahorran; invierten.

 

Al comienzo del siglo XXI, un ebanista fuera de serie era Carlos Ardila, quien llegó de Riosucio con su hijo Mauricio. Elaboraba camas, nocheros, muebles de comedor, mesas, tocadores y marcos para espejos. Se encargó de la restauración de puertas, ventanas y artesonados de mi casa, en el marco de la plaza principal.

 

Entre finales del siglo XX  y comienzos del XXI,  apareció una legión de maestros de obra para las nuevas construcciones, en el pueblo y en el campo: Ramón Bedoya, “El Viejito Marcos”, Mario Arcila, Octavio y Arturo López, Óscar  y Daniel Martínez, Gilberto Montaño y sus hijos.

 

La diferencia entre carpintero y ebanista está en que el carpintero trabaja la madera en función utilitaria y el ebanista le añade a lo que hace una visión estética. Históricamente, ebanista era el que trabajaba el ébano, madera preciosa de la antigüedad clásica. Un ebanista es un artista de la madera. Gonzalo Ramírez era hijo de don Tomás. Este fue  carpintero y Gonzalo un excelente ebanista que aprendió el arte en el SENA de Medellín y, en año de 2009, decidió abrir su taller de ebanistería en el salón que, en las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo XX, ocupó el Teatro del Colegio Santa Teresita de San José. Después de su período cultural, los curas arrendaron este espacio para sala de velación fúnebre, cuando la institución educativa emigró a su nueva sede. La presencia de varios ebanistas llegados de otros lares debería renovar deslumbrante oficio tan venido a menos después de que la plaza había sido ocupada, con todos los honores, por ebanistas llegados de Neira, como Leocadio Parra, el autor del artesonado y puertas de la casa de José de los Santos Hernández, los decorados del templo y otras obras menores pero de renovada hermosura.

 

Las casas  campesinas eran demasiado alegres debido a que las mujeres cantaban todo el día mientras hacían sus oficios pues no había luz eléctrica, radio ni equipos de sonido, tocaban tiple, guitarra o bandola, fuera de que mantenían los corredores engalanados con matas cubiertas de flores. Para suplir la falta de materos, las mujeres utilizan ollas de barro incluyendo las vasijas sacadas de las guacas indígenas (¡¿?!),  además  de cualquier tiesto viejo como tarros, ollas y bacinillas rotas.

 

En las construcciones del centrooccidente del país, el bahareque  sustituyó a la arquitectura colonial española. Casas enormes, escuetas, austeras, blancas por la cal y con todas sus secciones integradas.  Las habitaban familias numerosas y  el personal a su servicio pues había, en el mismo globo espacial, solar, huerta, gallinero, pesebrera, pieza de aparejos y bodega para los productos que enviaban de la finca fuera de los espacios, en el primer piso de las casas, frente a la Calle Real destinados para tiendas o almacenes. Las unidades familiares eran autárquicas o sea que se bastaban a sí mismas, en lo que más podían.

 

Reinaba la armonía en la altura de las construcciones. Las casas tenían aleros con las viguetas visibles para que no se mojaran tanto ellas como los transeúntes. En Caldas, los pisos eran de tablas anchas, los  enceraban con cera amarilla o roja, al contrario de la costumbre antioqueña de lavarlos y no untarles cera ni brillarlos. Las alcobas eran muy amplias y altas, con una puerta de entrada y ventanas para el ingreso de la luz natural. Para filtrar la luz solar se colocaban cortinas que con el viento se salían a la calle y flameaban como banderas. La cera del piso, por los ingredientes extraídos del petróleo, no solo embellecía los espacios interiores sino que ayudaba a combatir plagas como las pulgas y otros bichos. En tierra caliente las mejores casas del pueblo contaban con patio interior sembrado de jardín o con papayos, papayuelos, brevos o un mango enorme. En tierra fría, con menos espacio para la construcción, escaseaban los patios interiores por lo que se hicieron comunes los corredores en madera y chambranas de macana fuera de los vestíbulos que, con el paso del tiempo y la llegada de las importaciones extranjeras, tejaron con vidrios transparentes que dejaban colar la luz y el tibio sol. 

  

Las primeras construcciones tenían a los maestros de obra como carpinteros que, a la vez, elaboraban  los requerimientos en madera, al estilo de puertas, ventanas y muebles más necesarios como taburetes y mesas.  Los clavos, cerraduras y goznes eran fabricados en las fraguas del pueblo. En los pueblos de tierra fría, los constructores autóctonos no les hacían balcones a las casas pues la lluvia venteada proveniente del Pacífico, la pudrían rápidamente. Para que esa lluvia no destruyera las paredes de bahareque de tierra, forraban las paredes con láminas de zinc. En San José y Belalcázar se ven todavía ejemplos del bahareque de zinc. Patrimonio arquitectónico.

 

Poco a poco, a partir de la tercera década del siglo XX,  a los propietarios de esas casonas les fueron quedando  algunos excedentes monetarios por lo que se preocuparon por embellecerlas con puertas y ventanas talladas por ebanistas y cubiertas con pintura industrial de aceite, adquirieron escaparates estilo art deco con aplicaciones en madera importadas de España, cielorrasos con espectaculares dibujos geométricos, puertas con aplicaciones en vidrio de colores, láminas metálicas repujadas que llegaron de Estados Unidos o Europa, en el ferrocarril del Pacífico y el Cable Aéreo.

 

A comienzos del siglo XXI, un maestro de obra se autodefinió como “maestro del bahareque” distinto a los nuevos que eran “maestros del cemento”.

 

La guadua, por el paso del tiempo y la humedad, se fue deteriorando. Los  rascacielos de guadua que armaron en el interior de las casas que daban el frente al camino real fueron  sustituidos, poco a poco, por altas columnas de cemento y de hierro. Se fueron silenciando los martillos y los serruchos a la vez que se escuchaban las palas que revolvían cemento y el sonido estridente de las varillas de hierro. A esos cambios, la gente los llamó con el rimbombante nombre de progreso.

 

 

<< Regresar