MARTA TRABA, PROFETISA DEL ARTE MODERNO

 

Octavio Hernández Jiménez *

 

Con respecto a las artes plásticas, en Colombia se ha generalizado la idea de que el modernismo se difundió con la llegada al país de la crítica colombo-argentina Marta Traba y el grupo que recibió de ella su consagración.  

 

La mujer de negra capul y rostro insimismado nació en Buenos Aires, estudió Filosofía y Letras, en la Universidad Nacional de la capital argentina e hizo estudios de post-grado en Italia y Francia.

 

Fue alumna de Romero Brest y compañera de Damian Dayón. En 1954, aterrizó en Colombia. Este fue el lugar señalado por el amor y la hora adecuada. Alberto Zalamea fue su esposo y Gustavo Zalamea el hijo de ambos. Fue profesora de historia del arte en las universidades Nacional de Colombia, los Andes y de América.

 

El país era un territorio en el que, en cuestiones artísticas, se percibía una calma chicha pero, a su llegada, se dio cuenta de que estaba habitado por una generación a la espera de alguien que estudiara,  promoviera y convocara a un público ferviente.

 

Descubrió y proclamó que el nuevo arte que se estaba haciendo en Colombia era parte integrante de un arte global.

 

Bernardo Salcedo captó el propósito que albergaba la argentina, en su mente, cuando dijo que la Traba había llegado a Colombia a “desparroquializar” el arte aunque “Los Nuevos”, arrancando con Marco Ospina (1912), ya se habían dejado tentar y se habían empezado a expresar por medio de la pintura abstracta.

 

Más adelante Salcedo dijo: “Su crítica fue fugaz, productiva, corta, determinante, futurista y acertada. Diez años en los que el arte colombiano tomó vuelo y alcanzó su máxima aceptación en los círculos más importantes”.

 

Marta presentó el arte como una confrontación, como un sacudimiento, luego del desconocimiento, desprecio o sopor artístico que venía desde la Colonia.

 

Era una mujer inteligente y apasionada por expresar sus teorías y puntos de vista sobre la plástica. Tanto la obra de los nuevos artistas como la voz de la recién llegada se recibieron con sospecha.

 

Marta Traba fue una crítica rigurosa, drástica, sin concesiones. Empezó a escrutar, a escoger y, según sus propias palabras, a analizar “angustiosos y contradictorios intentos de definición”.

 

Aparecieron como si se tratara de un cenáculo alrededor suyo, sin que ellos se lo propusieran, Guillermo Widemann, Antonio Roda, Alejandro Obregón, Eduardo Ramírez Villamizar,  Fernando Botero, Édgar Negret y Armando Villegas. Había un coro, como en las tragedias griegas, que aparecían y desaparecían temporalmente de escena, integrado por Ómar Rayo, David Manzur, Luis Caballero, Augusto Rivera, María Teresa Negreiros, Emma Reyes, Lucy Tejada, Leonel Góngora, Luciano Jaramillo, …

 

Estos artistas se convirtieron en elegidos pues según ella “la generación anterior a Obregón se hundió por falta de oficio y de talento”. Ese era el tono de sus intervenciones. Pena capital.  

 

La cultura oficial le otorgó la función jamás desempeñada por alguien, de papisa de un arte plural. Acabada de llegar, señaló, con el dedo, a los cuatro artistas que representarían a Colombia en la Bienal de México. Claro, tenían que ser ellos: Botero, Obregón, Ramírez Villamizar y Widemann.

 

Alejandro Obregón, Édgar Negret y Enrique Grau, los tres nacidos en 1920, además de Ramírez Villamizar, nacido en 1923, venían empeñados en expresar formas nuevas, desde la década de 1940.

 

El primer arte abstracto colombiano, en manos de Marco Ospina al finalizar la década de los 40, fue geométrico; en él se observa la planeación, el uso riguroso de líneas y las sensuales ondulaciones de sus áreas coloreadas con intensidad. Widemann fue abstracto pero en la mayor parte de sus obras no fue geométrico; su abstracción mereció el calificativo de lírica por esa gracia etérea  de pintar cuerdas o manchas sobre áreas de colores difuminados que les sirven de fondo. Omar Rayo sí que manejó la línea; era un maestro de los falsos dobleces producidos por franjas coloreadas y con sombras alrededor de los pliegues. Armando Villegas utiliza el dibujo en su dimensión barroca que ahogan los vestuarios y las armaduras. Grau se deleita dibujando los entornos corporales de mulatas, bañistas y manos suplicantes; Obregón utilizó la finura de un lápiz o la línea trazada por un delicado pincel para trazar la silueta que asemejan los Nevados, en el cuadro Violencia;  esa pléyade de pintores que miraron el país para pintar sus cuadros como Julio Castillo el de las sanguinas, Augusto Rivera, el caucano con sus siluetas fantasmas, Roda con sus preciosos dibujos que sirvieron en el proceso del Delirio de las Monjas Muertas, La Risa y los Amarraperros; los grabados de Luis Ángel Rengifo sobre la violencia de los cincuenta, las siluetas remarcadas de Sonia Gutiérrez; la asociación de los objetos, con el dibujo y la pintura en la obra de Beatriz González y luego del dibujo, la pintura o el grabado en Ana Mercedes Hoyos y María de la Paz Jaramillo, el agresivo erotismo de Luis Caballero y los enigmáticos signos distribuidos en el lienzo amplio de Manuel Hernández; los dibujos retorcidos y lascivos de Leonel Góngora y las líneas que acarician las formas exuberantes de las mujeres en las mecedoras de Darío Morales,  nos llevan a deducir que en la mayor parte del arte colombiano los autores han acariciado el papel o el lienzo con un lápiz antes de emprender el cubrimiento de esa superficie con otros recursos materiales que sacaran a flote las obras propuestas por ellos.

 

Cada artista, de manera aislada, buscaba vincular el arte colombiano con las corrientes del arte europeo y norteamericano; no al latinoamericano que había sido la propuesta de la generación Bachué.

 

Los primeros elegidos atravesaron, en la década de 1960, su mejor período. Nada semejante se produciría en los períodos por venir. Traba no inventó el arte moderno colombiano pero le señaló un sitio destacado en el contexto latinoamericano.

 

 

Desde su arribo  planteó  la batalla. Se despertaron celos,  envidias y resquemores tan comunes en el mundillo de artistas y letrados. En ese medio, con su llegada, se despertó la maldición gitana: “Entre artistas te he de ver”.

 

Marta Traba lanzó a las tinieblas exteriores nombres tan prestigiosos, antes y después, como Luis Alberto Acuña,  Alipio Jaramillo, Pedro Nel Gómez, Ignacio Gómez Jaramillo, Sergio Trujillo Magnenat, Augusto Rendón, Jorge Elías Triana, Gonzalo Ariza. A unos criticó acerbamente y a otros  ni siquiera los tuvo en cuenta para expulsarlos. La lucha con palabras fue violenta.

 

Como mujer inteligente, la Traba no fue terca. A través de los tiempos, ella revisó y actualizó juicios que tantos dolores de cabeza causaron a tiros y troyanos.

 

Sería cierto, como sostuvo Marta Traba que “¿la modernidad en Colombia empieza con Obregón, Botero y Ramírez Villamizar?”.

 

La propia crítica había exclamado: “No es lógico que los jóvenes se sometan al imperio de valores anteriores a ellos, ni siquiera que los reconozcan como tales” y “los jóvenes reclaman la alternativa para sus nuevas posiciones”.

Según la profesora Ivonne Pini, ese postulado de Traba “se mantiene como referencia de análisis” y ha servido para que muchos teóricos revisen esos juicios.

 

Marta, como profesora universitaria, se propuso investigar, sembrar inquietudes y promover “controversias inteligentes”.

 

Del semillero de artistas que se formaban en universidades se fueron perfilando, ante su mirada, nombres como los de Carlos Rojas, Luciano Jaramillo, Pedro Alcántara, Beatriz González, Luis Caballero, Beatriz Daza, Nirma Zárate, Teresa Negreiros, Norman Mejía.

 

No solo se asentaban las bases de un futuro halagüeño sino de un sólido pasado y otras manifestaciones que alguien tendría que escudriñar.

 

Marta dio a la publicidad 17 libros de arte, 5 novelas, un libro de ensayos y uno de poesía. Fuera de innumerables artículos desperdigados en publicaciones de América Latina, Europa y Estados Unidos.

 

Otra de sus grandes conquistas fue la fundación del Museo de Arte Moderno de Bogotá inaugurado, por ella, el 31 de octubre de 1963, hace 50 años. Si ella no hubiera insistido con sus reiteradas palabras y acciones otros personajes no habrían firmado el acta de fundación del Museo.

 

El conjunto de su obra escrita llevó al poeta José Emilio Pacheco a exclamar: “¿A qué horas escribirá si la prensa, la radio, la televisión, la industria académica hacen sus más nobles, generosos y bien intencionados esfuerzos para que no pueda?”

 

El tiempo que para el mismo Pacheco “es la verdadera y única posesión de una persona, un recurso no renovable que disminuye vertiginosamente con cada segundo que pasa” no le permitió consagrarse como historiadora del arte a pesar de haberse consolidado como crítica lúcida, coherente y, a la vez, demoledora.

 

Varias de sus obras sacudieron el ambiente cultural como “Arte en Colombia”, “La Pintura nueva en Latinoamérica”, “Los cuatro monstruos cardinales”, “En el umbral del arte moderno”, “Historia abierta del arte colombiano”, “Las dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas”,  además de “Homérica Latina”, “Roda, los grabados”, “Conversación al Sur” en la que exclama “No soy yo la que flaquea; es mi maldito cuerpo”.

 

Colcultura publicó un tomo con reseñas y puntos de vista de Traba sobre el quehacer artístico en la capital entre 1961 y 1965, bajo el título de “Mirar en Bogotá” (1976), en la que martilla sobre “el estupendo golpe asestado a la mentalidad colombiana que sigue apoyada sobre la alegoría y la hipérbole”.

 

Su última novela “En cualquier lugar”  termina con un viaje trágico del protagonista (Luis Vásquez), en un avión. “Los amigos lo abrazan y no saben si volverán a verse. Chau, chau, buen viaje, pasaje en el bolsillo, la tarjeta de abordar, pasa al mostrador de la compañía aérea y entra a un pasillo,…El avión se mueve. Comienza un ruido atronador. Súbitamente ya no hay nada. Chao”. Elena Ponistowska, en su texto “El Salto al vacío”, considera esta obra como “una despedida”.

 

Marta Traba murió,  a la una de la mañana del 27 de  noviembre de 1983, en un accidente de aviación, cerca al aeropuerto de Barajas (Madrid). Había emprendido viaje de París a Colombia, invitada al Primer Encuentro de la Cultura Hispanoamericana promovido por su amigo el presidente Belisario Betancur que, con anterioridad, le había concedido la nacionalidad colombiana. Venía a reencontrarse con su segunda patria abandonada de prisa, en 1967.

 

Con Marta Traba, falleció su esposo, el ensayista uruguayo Ángel Rama. Antes de casarse con Marta,  Ángel Rama estuvo casado con la poeta uruguaya Ida Vitale quien, a través de su vida dedicada a las letras, recibió el Premio Federico García Lorca, el Premio Reina Sofía y, en 2019, a sus 95 años de edad, Ida Vitale recibió el Premio Cervantes, el Nobel español. También fallecieron en ese accidente de aviación, el novelista peruano Manuel Scorza y el escritor Jorge Ibarguengoitia que viajaban al mismo Encuentro en Colombia.

 

Antes de subir al avión, en París, rumbo a Colombia, había expresado a un amigo su miedo a volar: “Lo único normal es estar con los pies sobre la tierra. ¿Cómo va a ser natural volar en una especie de corredor o casa con ventanas  suspendidas en el aire?”.

 

Profetisa del arte colombiano y de su propio destino.

 

 

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